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Narrativa

Borges en La Habana

'Habló de Virgilio el maldito, de Eliseo el patriarca, y de Lezama el sublime, y a los otros se les encendieron los ojos. Daba a entender que conocía las direcciones de sus casas, además de sus tumbas en el Colón...'

Ciego de Ávila

Por cierto aire que nos dábamos buscando una dirección, debíamos parecer no de las provincias, y no que por primera vez visitábamos la capital, como Claudio, originario de Manzanillo, y Esquivel, el colombiano de Las Tunas. Mi hermano, el Mayor, se limitaba a adoptar cierta postura distante aprendida en el ejército. Lo más curioso, para nosotros cuatro, era el esfuerzo con que su voz y su respiración salían de la pequeña bocina al lado de la cancela. Después de tocar el timbre varias veces y dudar si nos retirábamos, frustrados, aún tuvimos que esperar un poco, pero valió la pena. Se podían sentir las dificultades con que sus palabras se adherían al aire, al calor y a una luz del trópico que nunca antes habían enfrentado.

Hacía muchas pausas. Con su aliento inconfundible, me preguntó el nombre y mis dos apellidos, y luego me pidió los de los demás, uno por uno. Se interesó en eso de que participáramos en un Seminario de Invierno para aprendices de escritores en el Instituto Cubano del Libro, ¿en La Habana, verdad?, preguntó. "Sí, aquí estamos", le dije, y seguidamente usé una frase cursi, lo de un sueño al fin hecho realidad y bla bla bla, que después iba a ser motivo de mi vergüenza cada vez que recordara este momento.

Él quería saber si alguien más sabía sobre nuestra visita, aparentemente le preocupaba que fuéramos los primeros en venir, pero no los últimos. La verdad, nadie. Nadie aparte de mi hermano y yo, ese había sido nuestro acuerdo, porque incluso a los otros dos les dijimos, les avisamos la clase de monstruo que íbamos a visitar, solo por el camino.

Tras un día agotador de lecturas y debates en el Salón de los Espejos del Palacio del Segundo Cabo, habíamos salido a caminar por la ciudad, aprovechando el tiempo. Nos quedaba un solo día en La Habana. Y, como era lógico, en una ciudad en ruinas, aislada y hostil no solo para el norte brutal, también para la población flotante o los visitantes desde tierra adentro, nada deseábamos tanto como conocer a los grandes monstruos. La idea se le ocurrió a mi hermano, porque en ese entonces estaba empezando a descubrir las insolvencias del orgullo nacionalista y la guapería criolla. Habló de Virgilio el maldito, de Eliseo el patriarca, y de Lezama el sublime, y a los otros se les encendieron los ojos. Daba a entender que conocía las direcciones de sus casas, además de sus tumbas en el Colón, lo que no era verdad, y cuando quedó claro que nunca haríamos un recorrido turístico, hizo la pregunta del millón, si alguien quería conocerlo personalmente a él, el maestro.

Mi hermano —el Mayor le decíamos, porque eran los grados con que terminó su paso por el ejército—, se había enterado, en una tertulia de antiguos compañeros de armas, sobre una llamada Operación Milagro en que lo trasladarían a La Habana, oculto, con la idea de operarlo de la vista.

Esquivel y Claudio, al principio, se negaban a creerlo. Aquellos mismos obstáculos que seguramente debieron saltar quienes idearon esta operación, acudían en tropel a la mente de nuestros amigos, dándoles serios motivos de duda: si firmó aquella carta en el mismo año 59, y si luego dijo aquello sobre el Che, en fin, si él y la revolución cubana eran totalmente incompatibles, ¿cómo podía hacerse algo así?

Según mi hermano, los arrastraríamos en contra de todas sus convicciones, y arrollando los atractivos de cualquier otra figura de las letras nacionales, como una demostración de fuerza de la verdadera literatura, solo con el magnetismo de su nombre. Además, si ellos andaban sobre la pista correcta, entonces, algo no podían negarnos, por lo mismo: cómo autorizó unas Páginas escogidas que acababa de publicar la Casa de las Américas, ¿sospechoso, eh?

Sin duda era su voz. Ya estaba muy viejo y se dejaba conducir por su familia y por la emoción. Cuando guardaba silencio, podías sentir que te escuchaba. Le confesé que me venía dedicando, en un acto de fidelidad, desde hacía años, a robar sus libros de las bibliotecas públicas, en definitiva estaban prohibidos, no se prestaban, y a mí me gustaba acariciarlos mientras los leía. Se quedó pensando. Se oyó un murmullo. "¿Quieren entrar?"

Nos miramos. Había llegado el momento. Padecíamos, entonces, una especie de parálisis temporal provocada por el miedo a enfrentar al hombre hecho de palabras. Entre los cuatro, todos juntos, aún no reuníamos más de tres plegables publicados.

Acabábamos de conocernos en el Seminario, y compartíamos hospedaje cerca de allí, en un albergue de la Empresa de Apicultura. Tales accidentes juntan a los escritores, o a los aspirantes, que nadie se siente tan comprometido con la moral del escritor como el aprendiz, y compartir estas anécdotas crea ciertos lazos de dependencia afectiva, que duran —esto lo aprendería con los años— por lo general nada más lo que demora el evento. Tras embutirnos algunas bolas de hielo con azúcar en la heladería Coppelia, cada día, la ciudad nos cerraba sus puertas y ventanas, sin otra opción asequible aparte de caminar, porque los pocos establecimientos abiertos después de las seis de la tarde cobraban en dólares.

Barajábamos la posibilidad de quedarnos mejor en la acera, oyendo su voz, cómo salían sus palabras de la menuda y redonda bocina empotrada en el muro. Mi hermano dio un paso hacia atrás, concediéndome el privilegio —que se añadía al de poder hablar por el grupo— de pararme delante. Tal vez él, con olfato militar, tenía sus dudas sobre las intenciones de la fuente que le reveló el secreto. Alguien con grados de mayor, como él, no podía contactar con un extranjero, no sin antes obtener aprobación y luego presentar un cuidadoso informe a sus superiores.

Viendo que nos contradecíamos y nos demorábamos, se inquietó y empezó a lanzarnos preguntas desde su altura ventajosa. Confesó que dudaba de nosotros. Dicho así por él, en su tono preferido, a ritmo de milonga, "dudar" significaba la posibilidad de que tuviéramos, entre otros defectos, el de no ser reales. Entonces contó algo que, hasta los días de hoy, a mi hermano le sigue pareciendo solo una excusa muy suya, muy literaria, para deshacerse de una visita, argumentando que el solicitado no se encuentra, es decir, que él mismo no se encontraba presente. Se disculpó por hallarse a esa hora en el sótano del comedor de una casa en la calle Garay, en Buenos Aires, disfrutando, bajo una escalera de caracol, la visión de un punto en que se unían todos los puntos del universo.

Todavía no se había quedado ciego por completo (ocurriría en 1955). Podía oír nuestras palabras, pero, dentro de ese punto infinitamente proceloso, jamás lograba vernos. Y, por más que le describíamos nuestra situación parados en la acera, frente a los barrotes de una cancela, no nos visualizaba en La Habana ni en ninguna otra ciudad grande o pequeña, antigua o futura. Pero lo que más lo inquietaba era que, a pesar de eso, le hablásemos desde el otro lado y él pudiera escucharnos con tanta claridad.

El placer del voyeur se reducía por nuestra culpa, con la incomodidad de saberse también vigilado, desde el interior de aquel punto, y hasta requerido. Que el acoso se originase en una isla tan lejana y particular, con un tipo de gobierno al que siempre abominó, le parecía verosímil, comprensible, pero por otras razones no menos angustiosas: él conocía bien esa imaginación con que prospera, en sistemas poco democráticos, la industria del control a los individuos.

¿Le tendríamos puesto un micrófono? ¿Nada más lo oíamos a él? ¿Y tampoco podíamos verlo? ¿Y solo a él tratábamos de visitar? ¿Quién nos invitó? ¿Cómo nos enteramos? ¿Por qué andábamos en grupo? ¿Quién era ese Retamar que una vez pasó por el umbral de su casa y al día siguiente se atrevió a escoger sus obras? ¿Y qué tipo de arte comprometido se cocinaba en esos Seminarios de Invierno?  ¿Pero qué nos proponíamos sacar de nuestra visita?

Cuando llegó el momento de defenderme, ya no me quedaban dudas sobre su identidad y ni una gota de pudor, así que le expliqué lastimoso las dificultades para hacerse escritor en una isla como la nuestra, en los tiempos que corrían, y más si vivíamos en el campo. Si los del campo viajamos un día a la ciudad, por eso, vamos muy cargados, tenemos esperanzas de matar muchos pájaros de un tiro y satisfacer todas nuestras necesidades de conocimiento. Poder contar que lo vimos, y que hablamos personalmente con él, algo así solo lo esperábamos de un viaje completamente satisfactorio a una ciudad ideal, cuando empezaran a abolirse los fatalismos geográficos. En definitiva La Habana también se incluía en esa "ciudad de libros", el arquetipo de su "biblioteca de sueños", entre todas las polis posibles.

Para un hombre del campo, en una isla, presionado por la naturaleza indiferenciada, nunca existen tantas ciudades como sugieren los colores de los mapas, sino una sola, prometedora y definitivamente mágica. Y si él lo tenía explicado, además, que la historia de la literatura se dejaba sintetizar en una sola metáfora, la de la circunferencia cuyo centro se halla en todas partes, entonces, ¿por qué sentir molestia si nosotros, unos perfectos desconocidos, llegados desde los márgenes de la periferia del fin del mundo, lográbamos dar con él por casualidad en cierta calle de La Habana?

Negó lo de su inclusión en un programa de cirugías gratuitas. Por supuesto, diferenciarse de Homero no era algo que desease aceptar. No obstante, admitió el caudal de nuestras conjeturas, y reflexionó que ya para esa fecha quizás la casa de la calle Garay habría quedado demolida, junto con los recuerdos de Beatriz, su Beatriz. Pero, por salir de dudas, iba a pedirnos que regresáramos al día siguiente. Si sus convicciones no lo traicionaban y, como él creía, aún se hallaba en Buenos Aires y entre él y nosotros se alzaban las crueldades de los años y las décadas, difícilmente coincidiríamos otra vez desde ambos lados. En cambio, si nosotros estábamos en lo cierto y a él lo habían trasladado en secreto a la Habana, engañado, allí nos iba a esperar mañana por la tarde, para hablar.

A la hora acordada, al día siguiente, volví a encontrarme con los otros, Claudio y Esquivel, frente a la misma cancela de hierro. Por alguna razón que desconozco hasta hoy, y que no quisiera rebajar al miedo, mi hermano nunca vino. Había dicho que lo esperáramos, y lo esperamos inútilmente.

Tocamos el timbre. Para nuestra alegría, salió la misma voz de la pequeña bocina, la misma respiración. "¿Quién es?", preguntó después de los saludos rigurosos, y le respondí con una emoción inusitada, a nombre del grupo. Sin embargo, en vano iba a decirle y hasta demostrarle quiénes éramos "nosotros, los del Seminario de Invierno, ¿se acuerda?" Esta vez hablaba como un anciano abandonado por su familia porque se fueron a trabajar, él no nos conocía, ni recordaba el intento de visita previa, y solo repetía que nos habíamos equivocado de calle o de casa. Le faltaba tiempo o paciencia incluso para buscar un pequeño recuerdo del día anterior. No podría atendernos, de todos modos, porque se reponía de una operación y le ordenaban hacer reposo.  "¿Operado de la vista?", presumió Claudio más que preguntar, y obtuvo una afirmación seca. Porfié, insistimos, porque ya poseíamos los boletos del tren para regresar esa misma noche a nuestras provincias. Se cansó de esgrimir evasivas y dijo que iba a dormir. Y quedamos contra el muro, junto a la bocina, temblando de impotencia.

¿Qué podíamos hacer? Ya nos íbamos. Pero pensé en voz alta que si llegamos hasta allí, quizás había que hacer algo, ir más lejos, entrar por cualquier medio. Nos pusimos de acuerdo, lo intentaríamos.

Saltamos dentro del jardín, buscamos y encontramos una puerta. Y subíamos por una escalera de caracol muy estrecha, de uno en fondo, yo en el medio, cuando todo se puso muy oscuro y apenas veíamos dónde afincar los pies. Y empezamos a conversar, lo que no era un buen indicio, sin duda. La oscuridad y la duda nos impedían movernos con soltura. Nerviosos, me interrogaron sobre mi hermano, dónde andaría a esa hora, como si yo tuviera que saber sus motivos velados o hacerme responsable de sus decisiones.

Recordé y dije un texto suyo donde describía la utilidad de este tipo de escaleras antiguamente, en las guerras: atrincherado arriba, en una espiral, un solo hombre con una espada era capaz de detener a un ejército, porque los enfrentaba uno a uno. Antes de que pudiera evitarlo, me quedé solo. El que iba al frente, Claudio, me pidió cambiar de posición, descendió varios escalones y pasó por mi lado, pero no se detuvo hasta salir a la calle, y Esquivel lo siguió.

Dentro de la oscuridad, lo atractivo —aparte de la idea persistente de conocerlo en persona, incluso sin su consentimiento—, no era la posibilidad de que todo fuese cierto, en vez de una broma organizada por mi hermano —algo que él niega— o alguna trampa preparada por sus "superiores", sino que alguno de nosotros dejara de existir realmente, o nunca hubiera existido. Solo, sin ayuda, sin testigos, aún subí unos cuantos escalones más.


Francis Sánchez nació en Ceballos, Ciego de Ávila, en 1970. Sus últimos libros de poemas publicados son Extraño niño que dormía sobre un lobo (Letras Cubanas, La Habana, 2006) y Epitafios de nadie (Oriente, Santiago de Cuba, 2008). Este cuento pertenece al libro inédito Secretos equivocados.

Más narrativa suya: Ballet rojo, Historias de fantasmas y Puro trámite.

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