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Narrativa

Un paseo de palabras

'Son quizás esos ecos de un anónimo alfabeto, esqueletos de sonidos, equívoco abecedario, o tal vez solamente un mapa mudo que me habla a diario.'

Claremont
Buganvilia.
Buganvilia. houzz

 

Un paseo de palabras me recorrió esta tarde. Se acentuaban los tonos crepusculares y quería disfrutar de todos los colores conjugados y sucesivos en mi caminata. Me abrigué, puse guantes y salí, sola y en silencio, sintiéndome ligera.

Quizás por ser nuevo año, por la temperatura más fría que templada, o porque el aire libre despierta los sentidos, tomé un ritmo suelto y deliberado. Caminé hasta llegar al final de mi calle para no perder ni un instante del espectáculo que se desplegaba: el naranja que se incendia, los azules que oscurecen y destilan brillantez al mismo tiempo, los grises que se desatan y le brindan marco respetable a la despedida solar.

Miré hacia arriba y hacia el norte y descubrí las cimas blancas de Mount Baldy y montañas colindantes. Mientras tanto, aquí donde yo camino, hay buganvilias en flor, gardenias que ya se abren, cactus que ofrecen frutos. Siempre me ha llamado la atención esta disonancia natural que se exhibe como una especie de pergamino arrugado por el que asoman rastros de un paisaje tropical. Veo adelfas, aves del paraíso y palmas de fronda amplia respaldadas por el espinazo nevado de la cordillera de San Gabriel. Ese enlace de geografía con los nombres de mi entorno me llena de un alborozo íntimo, pleno.

Paso la casa del médico que ya ha muerto o al menos no la habita. Es una de las más bellas de este barrio, no solo por su estilo arquitectónico, lo que aquí llaman "Spanish Revival", sino por su jardín, verdadero patio del suroeste americano, derivado de los de Andalucía. No hay pasto, solo suelo pisoneado y pocas plantas: una palma de seis tallos que simulan bailarinas, un par de limoneros y naranjos, una buganvilia recostada en la cerca de piedra sin pulir. La casa queda coronada por un tejado rojizo, antiguo y en mal estado, pero pintoresco. Las tejas no están ordenadas en hileras, sino como echadas al azar, dispersas y encontradas. No se ve un alineamiento y ese despilfarro de arcilla le da a la doble puerta antigua de la entrada y el patio interior que se adivina, una luminosidad de hacienda ruinosa, polvorienta. Solo queda un habitante, un gato gris de pechera y patas blancas a quien dejan de comer justo enfrente de la puerta. Siempre que paso lo busco. A veces me mira o se aposenta en un banco o en el muro a ver el mundo pasar. No sé si alguien lo extraña, no sé si se siente solo, no sé cuál es su destino, solo existe sin angustia, algarada o desenfado. Ya vivir de ese modo representa algún triunfo. Me siento compenetrada y lo observo a distancia. Pienso en la orfandad de los gatos de mi hermana que quedaron en los cayos, en los míos que todavía gozan de un techo. Una raza que pervive en su entorno, territorio que lo ata a su pasado.

Son quizás esos ecos de un anónimo alfabeto, esqueletos de sonidos, equívoco abecedario, o tal vez solamente un mapa mudo que me habla a diario.


Nivia Montenegro nació en 1950 en Cojímar. Enseña en Pomona College, California. Es autora y colaboradora en ediciones críticas de autores cubanos como Reinaldo Arenas y Guillermo Cabrera Infante. Su poemario, Mi música en otra parte, apareció en 2001. Estos textos pertenecen a un libro en preparación: Memorias mínimas.

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