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Poesía

La máquina-Amundsen

El poeta José Luis Serrano concluye su 'Trilogía Acéfala': sonetos 'con algo de cadáver exquisito surrealista, con algo de automatismo escritural, pero también del balbuceo perenne de un niño que aprende a hablar temprano'.

Santiago de Cuba

Y al agotar el volumen final de la así llamada Trilogía Acéfala, descubrí que había entrado en un círculo vicioso de lectura. Y al apartar de mí su último producto, decidí que había estado moviéndome todo el tiempo (claro está, sin saberlo), entre las mesas de un laboratorio.

En una síntesis primaria (y elemental), se deduce que el proyecto (la trilogía, quiero decir) se entiende (o mejor: debe leerse) como una máquina-de-producción-de-sentidos. Una máquina de sentidos que, a pesar de su estreno accidentado (o sea, a saltos), comenzó en Geometría de Lobachevski (Ediciones Holguín, 2016), siguió curso en Más allá de Nietzsche y de Marx (Editorial Oriente, 2015), y finaliza su ciclo ahora, en un producto cuyo título, Los perros de Amundsen, anuncia, a todas luces, una demencia, un carácter en descomposición…

Lo que toma apenas unas horas de lectura (para las tres partes de la serie), lo que toma, tal vez, escasos días de estudio, han sido —según lo entiendo hoy— unos diez años de trabajo continuado. Trabajo continuado en que su autor, José Luis Serrano (Estancia Lejos, 1971), ha perfeccionado —si todavía puede llamarse "perfección" a un ejercicio de entrenamiento y dominio de una fórmula textual— un molde poemático tan específico como antiguo, un molde derivado del italiano dolce stil novo, cuyo uso contemporáneo ha sido preterido en general, y que llamamos soneto.

Y me refiero a un "perfeccionamiento" en el mismo sentido en que un anticuario restaura una pieza de museo, o un imitador calca el estilo de composición de un antiguo maestro de pintura. Porque —hablando ahora en términos de poesía contemporánea—, ¿qué es trabajar hoy con la máquina del soneto sino ser un anticuario, un restaurador de antigüedades?

Sin embargo, en función del trabajo logrado en esta trilogía; en función del método según el cual han sido ejecutados (y se presentan) estos sonetos, puede decirse del autor lo que Mandelshtam de Dante en su famoso Coloquio sobre el florentino: quien diga que Serrano es "escultórico" está dominado por una miserable (pobre, pobre y… pueril) definición (concepto, idea) de la poesía.

Un detalle inicial, para entendernos: Mr. Serrano "aporrea" (golpea y distribuye) su máquina de sentidos, y libera el resultado para que el lector haga (esto es, "construya") su propio juego de imaginación; entrega la moviola al espectador para que este maneje a conveniencia, según sus criterios de producción fílmica, los fotogramas de una película llamada Los perros de Amundsen.

Esa máquina de sentidos (se ha dicho) es el soneto, en su composición interna: un pastiche fabricado en seco (en frío) a partir de un amasijo de elementos divergentes (temas, sujetos, discursos) de extracción heterogénea; compuestos en los que ingredientes de variado tipo fluyen y se encuentran sin fricción, en una recurrencia que, por exactitud, aniquila la dirección-única-de-sentido en el texto, y disemina sus significados por los huecos del tejido textual… en la lectura.

Aquí se inicia entonces la producción de sentidos de la máquina. Se inicia la mise en abyme, siempre rizomática, agónica y plurifuncional de sus significados…

Ejemplo, más o menos al azar, para explicarnos:

 

Formación de gametos en las gónadas

del animal omega. Las bocinas

congestionan el campo de doctrinas.

¿Dónde están los fractales y las mónadas?

 

¿Cuáles son los baluartes estratégicos?

Bocas selladas con esparadrapo.

¿Eres el macho alfa? ¿Eres el guapo

de la telenovela? ¿Estás en México

 

el día de los muertos? Aberrantes

significados y significantes.

Lentos contornos. Lentas filigranas.

                                     

Axiomas pronunciados en susurros.

Sofismas que se venden como churros.

Cantidades rosadas de ventanas.

 

¿De qué habla (si, acaso, de algo habla) semejante segmento? ¿Qué nos dice en cuestión? Pues bien, todo y nada: ideas-versos portadores de una carga de significados, que producen, a su vez, nuevos significados en su unión mecánica con otros; líneas que contra/dicen lo anterior o lo siguiente a otras líneas, sin unidad fija de sentido. Y esto, lógicamente, al conocido ritmo, frenético y bailable —es decir, sincopado, infecto-contagioso y virulento— del soneto endecasílabo.

Con algo de cadáver exquisito surrealista, con algo de automatismo escritural, pero también del balbuceo perenne de un niño que aprende a hablar temprano sus palabras, y que, sin embargo, no fija su atención en la cohesión sígnica de la sintaxis de su discurso, el producto de este afán escritural (llamado Trilogía Acéfala, llamado Los perros de Amundsen, etc.) viene a ser un palimpsesto dadá de sobreescritura y azar pensados como juego, y sujetos a las reglas de la rima del soneto. Viene a ser una especie de Piedra de Rosetta de nuevo tipo: un haz de voces que hablan y describen, que se inmiscuyen y cuentan, que juzgan y discriminan, y cuyo conglomerado, cuya procesión, en conjunto, solo puede verse como "constructo".

Eso, constructos: flujos ap(r)is(i)onados en el endecasílabo —en el laboratorio del endecasílabo, en la máquina antigua del soneto— cuya lógica interna es el jogo bonito, la sorpresa, el dislate atrayente y con/sentido, la idea resuelta en una extravagante e insólita (por extraña) solución:

 

Anatemas disueltos por la bula.

Fornicación. Concupiscencia. Gula.

Adulterio. Pereza. Clic derecho.

Un par de bofetones y una multa.

El policía bueno nos indulta.

Salimos bien. Salimos por el techo.

 

Pero, ¿cómo lograr esta prestancia artística (semiótica) del verso, más allá de la rima obligatoria? ¿Cuál es el método ad hoc?

Hay que creer de Serrano lo que otro, según Montale, había dicho del propio Mandelshtam: "escarba en el lenguaje como un topo". Esto explica el origen de las fuentes, que entran aquí por acumulación, por conveniencia: citas (literales o torcidas en el texto) de todo tipo, materia o condición (casos científicos, casos artísticos, casos filosóficos, casos literarios…); asientos y entradas de enciclopedias y manuales de autoayuda o de la lengua (esta, esa, cualquiera); estribillos de temas a la moda, que son las delicias de una población de sujetos idiotas y maleables, cuyas voces se dejan escuchar en la composición textual; dictados y sentencias de procedencia burda o solariega; ideas-versos, en fin, anotados en un cuaderno de apuntes imposible. (Y en este punto coloquemos, por el momento, un prudentísimo y largo etcétera).

¿Qué indica todo esto?

En principio, tales usos señalan que en Los perros de Amundsen —como en toda la trilogía— se atraviesa, durante la lectura, un campo minado de referencias cruzadas entre sí; una argamasa preparada en un laboratorio de escritura, cuya función, a más de divertir, es construir un panóptico de frases sueltas y voces (o mejor: de voces que dicen frases sueltas), como los sonidos que se escuchan superpuestos en el público, unos sobre otros, en una sala cinematográfica.

Solo que, en este caso, los comentarios de los cinéfilos son rítmicos; los ruidos de la sala se sienten armónicos, como armónicos son, por simetría, los acordes del soneto.

De todo esto —del collage conocido como Trilogía Acéfala y de la cual Los perros de Amundsen constituye su última extensión—, tal vez su aproximación más arriesgada sería hablar de lo contemporáneo, de la mirada de lo contemporáneo que destila, y que (arriesgando su significado), sería quién sabe si su objeto y única dirección.

Decía, anteriormente, que el título que nos ocupa, Los perros de Amundsen, anunciaba una demencia, un principio de descomposición. Si pensamos en que Geometría de Lobachevski es el inicio de un proyecto de investigación y sondeo, una iniciativa que pone en crisis estados, valores y comportamientos del individuo, que disiente de la norma, tal y como discrepó el matemático ruso Nikolái Lobachevski del quinto postulado de la geometría euclidiana en su concepción de una geometría hiperbólica; si suponemos que Más allá de Nietzsche y de Marx es un estudio que insiste en la pregunta fundamental sobre el devenir socio-existencial de la modernidad y su post, tal y como ambos alemanes traídos por el título estructuraron un pensamiento fundamental de los procesos que construyen al hombre, entonces, hay que entender que Los perros de Amundsen es ahora el fracaso rotundo de esos postulados que la modernidad mantiene en retención.

La fanfarria del descubrimiento de Roald Amundsen del Polo Sur (año 1911), quien, por demás, no vaciló en sacrificar a sus propios perros de expedición con tal de hallar (o bien, hollar) una meta, una meta sin brillo ni importancia, viene a ser (más o menos) equiparable a la exposición que despliega J.L. Serrano hoy de las fanfarrias políticas y sociales del siglo xx (y lo que cuenta del xxi), quien, por demás, no titubea en anotarlas en segmentos cortados (es decir: modelados) en su máquina eficaz de producción de sentidos llamada soneto.

Una última cuestión: se preguntará el lector (como también hice yo, hasta descubrirlos...) si en esta poética procesal se ha incurrido en errores. Muy bien, preguntemos entonces: ¿Fallas? Las necesarias. Tienen que ver con el agotamiento de las formas —o más bien con el agotamiento del interés que suscitan las formas— en un conjunto infinito.

"El discurso poético crea sus propios instrumentos en su decurso y en su decurso los destruye", escribió Mandelshtam.

Pero estas (las fallas) dejaré que el lector las descubra por sí mismo. Solo con un imperativo: mientras tanto, y en medio de ese proceso de búsqueda e indagación, la diversión es obligatoria. Mejor aún: diría que es (de todas todas) imprescindible.

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