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Crítica

Los diarios de Carpentier

Sin ser un buen escritor confesional, estos diarios pertenecen a sus años más fecundos y permiten asomarse al laboratorio del narrador.

Madrid

En 1951, al comenzar la escritura de estos diarios, Alejo Carpentier tiene 46 años. Vive en Caracas, se gana la vida en una compañía de publicidad, escribe una columna periódica en El Nacional, imparte un ciclo de conferencias sobre música clásica y pronto coordinará el Festival de Música Latinoamericana de Caracas, fundado por iniciativa suya. Cuenta ya con dos novelas publicadas, la segunda considerada entre las mejores de toda su obra: El reino de este mundo.

Lee las Confesiones de Rousseau y a lo largo de esos primeros meses comentará otros diarios: los de Gide, Jünger y Kafka. Escribe, por tanto,  con bastante conciencia de que algún día sus diarios van a ser leídos. En enero de 1952 se pregunta qué pensaría un desconocido que accediera a ellos. Demasiado literarios, reprocharía seguramente, y tal reproche le sirve para concluir: "Lo que demuestra que, aun en un diario, no se enseña el verdadero rostro".

Las lecturas que hace son en su mayoría francesas —Michaux, Caillois, Malraux, Daumal, ensayos sobre Port Royal— o alemanas traducidas al francés: Novalis, Hesse, Rilke, Jaspers, Klaus Mann, los cuadernos de conversación de Beethoven. Reconoce, sin embargo, su propósito de leer libros que le alimenten la conciencia de lo americano.

A lo largo de 1952 leerá picaresca española. Lo decepciona El Lazarillo de Tormes y en las primeras páginas de la Vida de Diego Torres de Villarroel encuentra un cinismo emparentado con el de Céline. Otra lecturas en español: Baroja, Valle Inclán, Menéndez Pelayo, Larra, Mesonero Romanos, Marañón. Del repertorio americano que se prometiera no hay más que un par de ejemplos: la novela de tema cubano de Rómulo Gallegos —La brizna de paja en el viento— y un librito de Jorge Luis Borges. El del venezolano le parece horrendo, del argentino lee con admiración su manual de antiguas literaturas germánicas.

Hay muy poca América en sus lecturas de entonces y nada de Cuba, si exceptúamos la fallida novela de Gallegos y esta última anotación de 1951: "Así mismo, me hubiera interesado mucho conocer las famosas cartas eróticas de José Martí, que la admiración absurda, la idolatría de dos de sus biógrafos, tienen ocultas no se sabe dónde".

Cuba es para él la Nueva York a la que regresa el protagonista de Henry James en The Jolly Corner: el ambiente donde podría tropezarse con quien sería de haber permanecido allí. Entiende de este modo a sus compañeros de antiguas aventuras generacionales Jorge Mañach y Juan Marinello: "Mañach, francamente, me da lástima. Es el raté magnifique. Se ve alabado por la 'gente de sociedad'; pero la verdad es que lleva, dentro de sí, la gran amargura de su frustración. Se sabe frustrado… Marinello […] al menos, se ha realizado en lo político".

De la cena del Pen Club habanero apenas salva a Fernando Ortiz: "Una reunión de hombres muertos, que nada tienen ya que decir, y se empeñan en actuar como ujieres de la cultura, sin los títulos necesarios". Saca de esa breve estancia cubana en 1953 varios apuntes de escritores que le simpatizan: Eliseo Diego, Cintio Vitier, Fina García Marruz, José Lezama Lima. "Magnífica impresión de Lezama Lima. Cada vez más agudo, más fino, más erudito, en sus conversaciones. Y a la vez, sutilmente criollo: el hombre gordo que trabaja en vender Velitas de Santa Teresa. Sostiene que la poesía, tomada en serio, por los de Orígenes, los está conduciendo a la novela. Es posible".

Los músicos son, indudablemente,  sus mejores compañeros. Del conductor rumano Sergiu Celibidache dice: "me llama tremendamente la atención, en él, esa elegancia dudosa, un poco levantina, un poco de sastre de barrio de Bucarest, que yo había observado tantas veces en ciertos rumanos y búlgaros llegados a París". Lo compara a un ladrón de caballos y tiene estas palabras para su trabajo: "En su último concierto dirigió la mejor obertura de los Maestros Cantores que yo haya oído en mi vida: majestad, claridad, y, por primera vez, el contrapunto que prepara la coda con todos sus elementos perceptibles".

Escribe de Héitor Villa-Lobos: "me encanta, en Villa-Lobos, el aplomo necesario con que dice 'La música brasileña', como quien dijera 'la música alemana' o 'la musique française'. Él ha afirmado, con su genio, un acento que habrá de sonar en lo adelante y que nadie podrá destruir".

De Carlos Chávez: "He sentido hacia Carlos Chávez un calor de amistad, raro en mí (…) Es un personaje que me agrada sobremanera, por su señorío, por su inteligencia superior, su talento".

Y del más mencionado de todos, su querido amigo Julián Orbón: "decididamente, uno de los hombres más extraordinarios que yo haya conocido".   

Son años estos fecundísimos en los que revisa y termina Los pasos perdidos, coteja la traducción al francés de El reino de este mundo, imagina y escribe El acoso, da a publicar un volumen de cuentos  —Guerra del tiempo— y emprende el accidentado viaje a Guadalupe que lo llevará hasta Victor Hugues, y de ahí a escribir El siglo de las luces.

En vuelo hacia París y negado el visado de tránsito por New York (previo interrogatorio estadounidense acerca de la Guerra Civil Española y acerca de su madre profesora de lengua rusa), su esposa y él hacen escala en Guadalupe. El avión en el que debían cruzar el  Atlántico patina al despegar, pierde una hélice y se hace necesario esperar por una pieza de recambio. Empieza ahí un tiempo muerto fecundo en el que el novelista se tropieza con un amigo parisino, comerciante de libros y tal vez antiguo colaboracionista, quien lo lleva al restaurante de un historiador local que le presta un volumen. En las páginas de ese libro "se yergue por vez primera ante mí el prodigioso personaje de Victor Hugues. En el acto, se me ocurre una novela (que ahora me tiene obsesionado) en la que Victor Hugues aparezca como la personalización del ‘instrumento ciego de la historia’, frente a un personaje que la razona y deriva (sin éxito, por cierto) hacia disciplinas llevadas a encontrarlo consigo mismo".

Carpentier no es un gran escritor confesional. Impersonal y soso, lo más que conseguirá el lector es reparar en su obsesión contra el ocultismo que cultivan conocidos suyos o en su homofobia que viene, paradójicamente, de haberse hecho una altísima idea del amor homosexual ("Pero yo creía que, al menos, había una recompensa de tipo espiritual, por vías de una mayor comprensión posible entre dos seres más semejantes a lo que son la mujer y el hombre…").

No se encontrarán en estos diarios chismes o revelaciones, pese a la prohibición de su viuda de editarlo mientras vivieran algunos aludidos. Quien persiga agudezas tropezará, en cambio, con reflexiones de muy corto vuelo. Como la que sigue, a propósito de André Gide: "¿Cómo un escritor se permite la osadía de mover un personaje ciego sin haber estado ciego?". Y abunda: "Un escritor consciente solo debe hablar de oficios que ha practicado, de enfermedades que ha padecido, de idiomas que habla, de lugares que ha visitado, de personajes —mujeres, sobre todo— que ha conocido íntimamente, lo demás es mala literatura".

Confiesa que el narrador y protagonista de Los pasos perdidos empezó siendo un fotorreportero. "Pero, al cabo de diez días comprendí que, no habiendo sido nunca fotógrafo profesional, me era imposible reaccionar ante los hechos como fotógrafo. Y volví mi personaje a un oficio que hubiera practicado". De igual modo, transformó a la protagonista femenina, bailarina primero, en actriz. Porque no había tenido amores con una bailarina, aunque sí con una actriz.

Al parecer, cuando no basaba sus proyectos en investigaciones archiveras, Carpentier resultaba asaltado por pruritos bastante simplones. Otras cautelas suyas pueden descubrirse en las frases o entradas completas que tachara, impresas aquí entre corchetes. Se trata, en su mayoría, de acusaciones al comunismo que debieron atormentar al diputado a la Asamblea Nacional y ministro consejero de la embajada castrista en París que llegaría a ser más adelante.

Su juicio sobre Camilo José Cela, con quien coincide por los años en que el español cumplía un encargo literario del dictador Pérez Jiménez (Gustavo Guerrero se ha ocupado de ello en Historia de un encargo: "La catira" de Camilo José Cela), podría perfectamente corresponderle a él mismo pocos años después: escurriéndose cuando le hablan de la cerrazón impuesta por una dictadura o cuando le preguntan por la censura política sobre las artes.

Incluyen estos diarios algunos esbozos de historias que quedaron sin escribirse. El impulso original de ellas viene, a menudo, de lo arquitectónico. Una entrada de 1952 cuenta: "Como me lo imaginaba, al mes exacto de construido, el edificio comenzó a resquebrajarse. Surgieron dos estatuas; se oyó la música y una voz empezó a sonar en las estancias vacías. La idea de este cuento va madurando".

De otro futuro cuento apunta únicamente: "enfermedad de las columnas". La frase resulta tan enigmática que induce a conjeturar, no solo lo que él habría hecho, sino lo que lectores imaginativos pueden hacer a partir de ella.

 


Alejo Carpentier, Diario (1951-1957) (Letras Cubanas, La Habana, 2013)

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