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Huracán Irma

El silencio de Cojímar

'Te ves triste. Si sigues caminando por esta calle, te vas a poner más triste todavía', dice un adolescente.

La Habana

"Cojímar es un pueblo orgulloso", dice J., cojimero de toda la vida. "Hay historia, hay sentido de pertenencia".

Lo primero que uno nota al entrar en Cojímar en estos días es el silencio. Aunque nunca ha sido un lugar escandaloso, los ruidos de la vida cotidiana estaban presentes, como en cualquier pueblo.

Aparte de la música tradicional tocada en La Terraza de Cojímar, no se oye nada más.

"¿Aquí hay electricidad?", le pregunto a la empleada de la TRD frente al restaurante.

"Sí, ya la pusieron", responde.

En los restaurantes y cafeterías que bordean el malecón la gente toma sus cervezas en silencio. Aquí no se escucha música, ni más ruido que el de las botellas chocando con las mesas.

En el parquecito, una pareja y un grupo de adolescentes ocupan los bancos, también en silencio.

En realidad, ya no hay malecón. Irma se lo llevó, y partió en tres el muelle. Al borde del parque, donde hace unos días estaba el muro, una mujer sentada sobre una piedra mira el mar casi sin pestañear. No habla, tampoco nota que me acerco. Solo mira fijo las olas como si le preguntara al mar: "¿Cómo pudiste llevarte todo esto?".

A lo largo del litoral, la misma devastación. Al lado del centro nocturno La Costa unas auras tiñosas enormes dan sensación de cementerio.

Allí encuentro a los primeros vecinos que me hablan.

"Lo que Irma tenía que haberse llevado es esa cosa", dice una anciana señalando para La Costa. "Ese lugar le ha costado más vidas a este pueblo que dos huracanes juntos", asegura, refiriéndose a las broncas que se forman en la discoteca tan seguido.

"Te ves triste", me interpela un adolescente en la acera por donde camino. "Si sigues caminando por esta calle, te vas a poner más triste todavía".

Y tiene razón. A medida que avanzo por el borde de la costa, el panorama empeora. Ruinas de lo que fueron casas, donde no se ha conservado ni un pedazo de techo, ni un colchón mojado. Casas cerradas, todavía vacías, porque sus residentes evacuados aún no regresan, las puertas y ventanas de madera acusando los golpes del oleaje.

"¿Los que perdieron las casas ya lo saben?", pregunto a un hombre que pasa.

"Sí", dice. "Ahora tienen que ir para un albergue y vaya usted a saber cuándo podrán salir de allí. No sé si los van a dejar reconstruir sus casas porque pueden decir que el lugar es peligroso".

En la zona de mayores penetraciones del mar hay más movimiento, pero el mismo silencio. Los pobladores compran refresco a granel en una pequeña pipa en medio de la calle. Otros hacen cola para comprar la comida subsidiada (arroz salteado y pollo) que el Gobierno vende a cinco pesos.

En una esquina se ha habilitado un local para la venta de productos de limpieza. Detergente líquido, salfumán, frazadas de piso, desengrasante, fosforeras, bombillos. Todo está a los precios habituales, 25 pesos, 40 pesos, 110 pesos el detergente de pasta para fregar.

Al doblar, venden alimentos sin elaborar, también a los precios de siempre. La única diferencia es que el surtido es más amplio que lo habitual, sobre todo por el laterío, que incluye sardinas y tomates en conserva, difíciles de encontrar por lo general.

Aquí la gente, aparte de preguntar por el precio de un producto o su calidad, tampoco se muestra comunicativa. No conversa entre sí, no responde preguntas.

"El nitrafumán es mejor que el salfumán" o "Voy a ver si me alcanza el dinero para comprar el detergente", son las únicas frases que se escuchan.

"Es lógico", pienso. El lugar, más que una zona de desastre, parece una plaza sitiada. Un carro de Policía se mantiene parado en la esquina y varios uniformados de a pie lo acompañan. Un camión de brigadas especiales patrulla sin detenerse.

En la misma esquina están parqueados dos autos modernos con chapa estatal. Sus ocupantes, funcionarios acompañados de militares de uniforme, conversan entre ellos. No se dirigen a los pobladores, no preguntan nada. Solo hacen acto de presencia. Tras ellos, las ruinas de las casas caídas hablan por sí solas.

Algunos vecinos de las zonas menos afectadas aprovechan para comprar productos que no encuentran en otros lugares. Los menos, hacen la cola para aprovechar los precios de la comida subsidiada.

El transporte todavía no se ha restablecido completamente. Las guaguas están desviadas y muchas tienen cortado el recorrido, a causa del túnel cerrado. Pocos cojimeros se animan a salir del pueblo.

"Siempre he tenido la impresión de que Cojímar no existe para la gente de afuera. Se olvidan de nosotros", comenta una señora que dice vivir aquí hace más de 60 años.

Le señalo las ventas que han ubicado en la cuadra aledaña y ella sonríe.

"Pero lo importante no es eso. Lo importante es si van a ayudar a la gente a recuperar sus casas y todo lo que tenían dentro, que también lo perdieron", responde. "Yo vi en el Noticiero que están llegando donaciones pero, hasta ahora, no las hemos visto".

También dicen en el Noticiero que La Colmenita estuvo en Cojímar. Muestran niños bailando sonrientes y una pequeña que explica que le gustaron las canciones de Raúl Torres "porque hablan de Fidel".

La Colmenita se fue y atrás quedaron, sin modificación alguna, las ruinas de las casas que el mar se tragó, los peces muertos y las montañas de basura en la desembocadura del río, los policías del mismo tamaño que las tiñosas y, sobre todo, el silencio triste que Irma le legó a Cojímar.

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