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Zimbabwe

Juego de tronos en Zimbabue

Este ha sido un golpe de Estado con guantes de seda.

Madrid

"Adiós Bob", fue este miércoles la primera plana del diario zimbabuense Newsday. Un titular irónico, en sintonía con el festejo que se apoderó el día anterior de las calles de Harare, la capital, tras el anuncio de la dimisión de Robert Mugabe, 37 años después de llegar al poder.

Un festejo, en lugar de un baño de sangre, ha sido el mejor de los desenlaces posibles para el suspenso iniciado la semana pasada, cuando el Ejército se hiciera con el control del país africano.

Todo empezó con la lucha de facciones que se libra desde hace meses en el seno del partido oficialista, la Unión Africana Nacional de Zimbabue-Frente Patriótico (ZANU-PF, por sus siglas en inglés).

Por una parte, los seguidores de Grace Mugabe, la esposa del ahora exmandatario, agrupados en la Generación 40 (G40). Una corriente de jóvenes políticos que venía desafiando cada vez más a la vieja guardia del partido.

Del otro lado, justamente la vieja guardia, que se forjó durante las luchas independentistas y políticas de los 70 y los 80 del siglo pasado. Hasta hace unos días tenían en el vicepresidente, Emmerson Mnangagwa, su figura más visible en el partido.

Fue de hecho la destitución de Mnangagwa hace dos semanas, vista como una maniobra impulsada por Grace para quedarse como sucesora de Mugabe, lo que provocó la irrupción del Ejército.

El Ejército, un árbitro nada imparcial

Los militares temían que las purgas en el seno del ZANU-PF se extendieran a las propias Fuerzas Armadas. Además, a diferencia de Grace Mugabe, Mnangagwa, antiguo jefe de la Seguridad del Estado y exministro de Defensa, posee sólidos lazos con el Ejército.

Por si fuera poco, si bien Emmerson Mnangagwa es uno de los hombres fuertes del régimen que ha sumido al país en la miseria, aún posee la legitimidad de ser un veterano de la guerra de liberación. En cambio, Grace Mugabe carece no solo del pedigrí histórico, sino que es objeto de oprobio en la población por sus desmanes públicos y la ostentación escandalosa de su riqueza.

No es pues de sorprender que el Ejército interviniese a favor de la vieja guardia del partido. El alto mando sabía que apartar a los Mugabe de la vida política le granjearía el respaldo popular. En un país que cuenta con una inflación endémica, en el que solo 10% de los jóvenes encuentra trabajo y 70% de la población vive por debajo del nivel de pobreza, el hartazgo colectivo con la pareja presidencial no ha tardado en mostrarse.

Sin embargo, el Ejército ha sido sumamente cuidadoso en presentar su actuación como una operación contra los "elementos criminales" que rodeaban al presidente (alusión a la G40) y no como un golpe de Estado. A la vez, ha evitado dar rienda suelta a una represión masiva. 

Esta estrategia busca dar visos de legalidad al traspaso de poder y así impedir posibles sanciones por parte de la comunidad internacional. Y, sobre todo, intenta tranquilizar a los principales aliados, Sudáfrica y China.

China y Sudáfrica en la retaguardia

El gigante asiático es el primer socio comercial de Zimbabue. El régimen chino mantiene lazos con la cúpula zimbabuense desde los años de la lucha por la independencia y ha sido su más importante proveedor de fondos en lo que va de siglo.

Pero también ha visto con preocupación las políticas económicas implementadas por Mugabe en los últimos años. Por ejemplo, una controvertida ley en vigor desde 2008, que exige que todas las empresas extranjeras estén bajo control zimbabuense, no fue recibida con agrado por los inversionistas chinos presentes en el país africano, en particular en la minería de diamantes.

Días antes de la asonada militar, el general Constantino Chiwenga, jefe del Ejército, estuvo de visita en Pekín. Es probable que la destitución de Mugabe a favor de Mnangagwa cuente con el beneplácito chino. Se aparta al elemento perturbador, pero preservando la continuidad del régimen.

Tal como sugieren Vasabjit Banerjee y Timothy S. Rich en The Diplomat, este relevo le propiciaría a Pekín una gran influencia "en la política y la economía de Zimbabue" y a la vez reafirmaría el interés de China por la estabilidad en la región.

Una estabilidad por la que también vela Sudáfrica. Como bien señala William Saunderson-Meyer en un análisis publicado por Reuters, "casi la cuarta parte de los 16 millones de  zimbabuenses ha huido del país en la última década, ya sea como refugiados políticos o económicos, la gran mayoría hacia Sudáfrica".

La continuidad en el cambio, auspiciada por el Ejército, contaría con el apoyo tácito del Gobierno sudafricano. Dada la importante población zimbabuense presente en su territorio, a Sudáfrica le conviene garantizar el orden en el país vecino. Un Zimbabue sumido en el caos terminaría convirtiéndosele en un problema interno.

Queda por ver si la coalición del Ejército con los veteranos del partido oficialista ganará su apuesta: conservar el poder sin derramamiento de sangre. En esto influirá qué rol se le concederá a la oposición y cómo se manejarán los equilibrios entre las diversas etnias del país.

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