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Crítica

'Ablandar una lengua' (manual de intrusiones)

Este libro de poemas de Javier L. Mora 'es una enorme ironía a medio camino entre el balbuceo y un libro de instrucciones para aniquilar[se], un tablero de ajedrez donde el fin no es jugar ajedrez'.

Manzanillo
Arquitectura brutalista.
Arquitectura brutalista. Pinterest

                             

                                                                                                       No tengo conciencia, solo nervios.
                                                                                                                                                  Stalker


Cuando Wallace Stevens dice usar como pretexto para escribir poesía las pisadas apenas perceptibles de un gato nocturno sobre la nieve fresca, ¿estamos asistiendo a un numen aniquilado —obsoleto— por el entumecimiento de los sentidos hacia la naturaleza, como consecuencia del advenimiento de ese mesías binario llamado revolución digital? ¿O en realidad se trata de la misma cinética, solo que desde un tipo de escenario otro: remezclado, dadaísta por condición hereditaria?

En Ablandar una lengua esa pregunta está respondida de manera tácita desde la construcción/deconstrucción/reconstrucción de un lenguaje a partir de algo tan cotidiano —y acaso anodino— como el discurrir de un individuo en las páginas de una distopía [ablandar frijoles y nada más que frijoles (tose)]; solo que esa distopía no ocurre en ninguna página. Es tan real que no necesita dramatizarse para hacerla verosímil. Este atributo, unido a su ejecución a-emocional, convierte al cuaderno en una pieza inmanente de nuestro contexto, a la par que atemporal: el individuo J. L. Mora —entendamos, su(s) alter-ego(s)— se convierte simultáneamente en cuasi-individuo y cuasi-colectividad. Fácilmente su libro podría confundirse con un alegato cívico-artístico o con un manifiesto político-estético. Pero no: la jerarquía permanece en el lenguaje.

Ablandar una lengua precisa lectura áspera, fatigosa. Exige un compromiso total del usuario, incluso de aquel que ya rehúye del versito fácil y evocador. Aquí se viene a meter la sinapsis en olla de presión, a buscar que la lengua suelte el je a golpe de piedra:
   
 

Phaseolus vulgaris (porque solo era eso) hacíale pensar en temporada alta, cuando el otro ordenaba valijas de primera, con rigor/ con rigor/ sobre marcas que hoy no parecen de nombre sino fechas. Un movimiento añejo: raspar/ medir/ cocer el agua dura, ablandar una lengua (muerta por congestión).

La reyerta en pos de la emoción anulada, la surte una suerte de sujeto sesgado que se rehúsa a participar de manera épica o trágica en la anécdota: por (1) reticencia ["Mejor aún:/ no escoger. Ajustarse en el ínterin/ y seguir (forzosa
mente)/ la marcha:"], donde se convierte en una especie de deus ex machina que tira del sentido hacia lo impávido, a pesar de la evidencia ceñuda del argumento; por (2) transliteración ["Todo lo cual sugiere un excelente rumor de falsedad, como el sonido de la bota que aplasta a esa cabeza contra el asfalto frío"], donde asume el ojo y el cuerpo de una colectividad impasible ante el trajinar estridente de una máquina de moler realidades; o por (3) supresión ["¿El libro con la radiografía del cadáver? Las necesarias. Después (sábado, pero sin abusar de la bondad) saltar hacia lo blanco"], donde solventa con formas impersonales sobre todo en fragmentos en los que habita una especie de pulsión, de extrañeza.

En resumen, tanto la colocación del point of view como la forma en sí, sostienen el tono del libro no solo por su sonido, sino por su silencio [    ]: elipsis de sujeto y objeto; metáfora recortada contra pared de ladrillos como en un plano de Antonioni en el que deja a sus personajes seccionados hacia un rincón del encuadre. Nunca el sujeto pretende dominar la composición: el lenguaje sucede independiente al sujeto, a pesar del sujeto. Sin embargo, el sujeto sigue ahí, y connota. El yo se anula, no por omisión, sino por desenfoque. Es una manera insólita y eficaz de liberarse del achaque yoyoísta.

Quizás el texto más revelador de todo el volumen, en cuanto a su adyacencia a la capa de la cuarta pared, sea "La entrevista"; aunque al final —en ejercicio de intrusión, con la sorna en los labios y un dedito en la cortina— el autor exhiba su proceso, probablemente en favor de dar coherencia a su propuesta y/o en ademán de bromear con el lector.

Es en el citado texto "La entrevista" —que pudiera fácilmente ser un guiño tanto a los diálogos platónicos como a algunos parlamentos aleatorios en The Matrix— donde, por un lado, reconocemos referencias al volumen anterior de la "Serie de la Repúblik" (advertida en la ficha biográfica), y, por el otro, despliega una serie de indicios que ponen en contexto al lector avezado: (a) el punto de vista ascético/aséptico que ocupa el alter-ego, (b) el tratamiento hosco de la emoción y, como consecuencia de las dos anteriores: (c) la risa, el juego como recurso óptimo para la representación de una forma como poiesis.

Esta idea de lo lúdico se condensa inmediatamente después, en un texto de naturaleza inclasificable —"El texto vago: una prueba contra el aburrimiento"—donde J. L. Mora pone en perspectiva la vacuidad del discurso con mayúsculas. No solo por jugar con los límites de cierta perorata que predomina tanto en el adoctrinamiento político como en ese tipo peculiar de soflama [que dícese] poética, ubicada en el plus ultra de lo estrafalario y que [increíblemente] todavía persiste en aquellitos embutidos en el arquetipo escritor/poeta; sino por representar al orador/monologuista con esa postura grave de lo decimonónico, como si el siglo XXI no estuviese de a lleno sobre nosotros: parodia de la parodia de la parodia. Lo hace —además— con discurrir entrecortado, acaso remedando a un típico borrachín de esquina al que han empujado a un podio para hacer stand up comedy sobre lo solemne; y que de repente se pone a escupir verdades como puños: de lo grotesco a lo aburrido y de lo aburrido a lo incómodo.  J. L. Mora —en fin— hace justamente lo contrario a lo que hacen aquellitos menudos ejemplares: dice todo mientras simula decir nada:
   

y metiendo también una vez el rostro bajo el chorro
de agua        un asesinato moral,
mentiras,        con la mayor aversión,
todo estaba en contra        en contra        y
pensaba        o aunque solo fuera
pensaba,        no puedo decirlo

Cuando Mallarmé invita a imaginar la lectura como un acto de decodificación que materialice los símbolos que vemos en una página, ¿se refiere a que encontremos sentido como si fuésemos —for example— un software que decodifica líneas y líneas de ceros y unos? ¿O se refiere a que concibamos el texto como un ente material a la par que lingüístico, es decir, un texto donde lo espacial intervenga con el mismo peso que signo y sonido?

Esta noción es vital para decodificar la propuesta de Ablandar una lengua. Un experimento de espacio que está presente en todo el libro: el happening del símbolo. No olvidar que es una condición tan antigua como el lenguaje mismo, que parte del arte rupestre y pasa por los logogramas sumerios, los jeroglíficos egipcios y los pictogramas chinos. Y tomada, a partir de las provocaciones del simbolista Mallarmé, por una tradición que coloca en el lenguaje literario esa noción de materia; y que incluye obras tan disímiles como los poemas multilingües de Pound, Bernstein con los poetas del lenguaje, los poemas puros de Shigeru Matsui, la ficción de Joyce y Gombrowicz; y —más cercano en tiempo y superficie— la obra del grupo Diáspora(s).

Continuando con esta idea de lo matérico/espacial, pero yendo más bien hacia lo estructural, los poemas de J. L. Mora parecen edificios brutalistas: elaborados con ángulos ariscos y dejando entrever —a posta— texturas de la madera que los moldeó, como si pudiésemos observar algunas líneas de código binario en un rincón de una imagen .jpg.

Una arquitectura vertical y entrecortada en algunas zonas; en otras, solventada desde un corpus robusto, aparatoso. Soluciones que entrañan la idea de desapegarse de una estética/estática preestablecida por un numen rectangular, por una geometría demasiado simétrica; una estética/estática decadente y totalitarista. Así como el brutalismo se desarrolló en los años de la posguerra, J. L. Mora desarrolla su lenguaje en los años de la posutopía, sosteniendo un tono que le acerca a otro tipo de propósito: uno que habita en el terreno del lenguaje, asimétrico y cívico, pero no carente de cierta elegancia feroz. Hormigón lírico:
   

Esos seres biológicos me habían causado siempre
una impresión grotesca. Los hallaba tullidos
por sus proyectos de (in)movilización física y demás.
Porque en el fondo todos, sin excepción, están
realmente enfermos.

Otra idea —aleatoria— que parte de la imagen anterior y que merodea en el cuerpo del cuaderno, es la de suponer una especie de antítesis de aquel realismo socialista —en el que, solo por el hecho de esgrimirse en un contexto detenido en el tiempo, queda anulado el signo tardío—; en tanto esgrime una respuesta maciza a dicha corriente, sobre todo desde el símbolo obrero: desestima al proletario épico de los carteles sovietizoides y coloca en el nervio del poema al proletario doméstico y marginado, obrero real; ensayando justamente lo contrario al delirio del panfleto: advertir belleza en la roña:
   

Pálido-sucio (como bien
suponemos perito automotriz):
grasa, poros negros de grasa
de las máquinas: espalda macerada
por horas de tensión-tendido
bajo carros.

Si bien el espacio se expande, el tiempo se detiene en textos que hacen expolitio, donde el lenguaje es empujado a partir de secuencia de imágenes en formato RAW. No hay compresión más allá del poema en sí. Utiliza —digamos a los fotógrafos— Adobe Lightroom en lugar de Adobe Photoshop. Revela, no manipula. Proceso duro y puro. Imaginemos una cuerda trenzada de henequén. De un lado tira el sonido, del otro lado tira el sentido. Tres posibilidades: (una) gana uno de los dos y pierde el lenguaje; (dos) la soga revienta —la soga es el lenguaje—; (tres) equilibrio. La tercera posibilidad ha de ser hábito de poeta. Es ello lo que busca Ablandar una lengua, si es que algo busca. Parece un volumen concebido para ser absorbido desde el ojo y el oído: tener el poema enfrente mientras el poeta lo lee en voz alta —no necesariamente altavoz—.

El elemento otro (¿el misterio?) no tiene misterio más allá que-el-que uno [sujeto] domina algo [objeto] y que ese algo [objeto] parece tomar la forma de un órgano muscular móvil que habita las cavidades bucales, incluso la del uno [sujeto]. Pero en tal contexto, el mencionado órgano vendría a ser representación material de un sustrato o sistema de símbolos tan —o más— complejo que el músculo. Así, podemos alegar —no sin cierta precaución— que todo experimento es tanteo; probablemente no hay una certeza definitiva más allá que la de saber lo que evitamos a toda costa; pero partiendo de ese proceso suele irrumpir algún destello: el acierto está en el nervio, en el riesgo.

Ablandar una lengua es una enorme ironía a medio camino entre el balbuceo y un libro de instrucciones para aniquilar[se], un tablero de ajedrez donde el fin no es jugar ajedrez. El proceso de colocar las piezas sobre el tablero es el juego en sí: nunca instaladas de forma convencional, pero tampoco aleatoria. Por si acaso, el usuario sagaz tendría cuidado de: (Ae4) ofrecer su propia lengua a los avatares de una piedra de machacar eléctrica, o (dxe4+) escribir un manual de intrusiones.


Javier L. Mora, Ablandar una lengua (Hypermedia Ediciones, Miami, 2020).

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