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Crítica

Una temporada en tuberías

'No es la relatoría de un escolar enamorado de sí mismo, sino manchas de agua, incrustaciones, grafitis, diálogos seccionados a propósito, notas de lectura de una biblioteca saqueada por el filtro de la mente.'

Santiago de Cuba

Tanka o haiku, y la huella que ha dejado (en la escritura) el estilo oriental-japonés. El segmento filosófico del haiku. Digamos: su observación.

También la tradición occidental del apunte. El cuaderno de notas refractarias, que se rehúsa a tomar una dirección específica (temática, constante, rectilínea) y que, sin embargo, y por ese motivo, ya la tiene.

Pienso en ello y pienso en La estación del año, de Rito Ramón Aroche. Pienso en ello y pienso en que nada de eso logra ser verdad, y en que, al mismo tiempo —recordemos: "De la contradicción de las contradicciones la contradicción de la poesía"—, todo eso puede ser, leyéndolo,  perfectamente verificable.

Es posible que de toda la producción poética de Rito Ramón Aroche (La Habana, 1961) este sea su libro más extraño. Y digo "extraño" en el mismo sentido del flâneur (no olvidemos que un lector de poesía es siempre un paseante famélico de letras, que lee únicamente por el placer de ver pasar el texto, o de pasar por él sin hacerse notar). Un flâneur, decía, que al transitar un barrio apenas conocido sin demasiada atención, comenta al paso, para sí: "Esto me es familiarmente extraño".

En efecto: si uno confronta el movimiento y la velocidad que destilan los libros anteriores del autor, hallará aquí una digresión, una marcha que retrocede; si se estudia en los otros la moción laberíntica de construcción versal de la marca-Rito, se verá en este libro un aparente (y, en general, muy localizado) desnudo lingüístico, una regresión de las formas…

Pero, ¿qué es lo que hace pensar aquí en una regresión, en un detenimiento? Tal vez la organización y puesta en práctica de un lenguaje que, después de haber sido estirado al extremo, después de haber sido "ensanchado" hasta sus propios límites, con el tiempo (escribe Deleuze) obligaría a confrontar el silencio. O sea, no el silencio de la renuncia, de la deserción, sino el silencio de la disminución.

Lo que acontece en La estación del año permite definirlo como un texto que sigue el curso del apunte: fragmentos mentales en constante (y sucesivo) desarrollo. Luego los versos son líneas tachadas y sobrescritas como en un cuaderno de notas, y los "poemas" son ideas rápidas tomadas (tal vez) a calamo currente. La solución final aspira al mantra, a la cláusula que repite su sentencia, como bien debe leerse, si se quiere, la construcción de un haiku.

Pero estos no son haikus sino más bien apuntes; pero estos no son (siquiera) apuntes, sino un proyecto de escritura poética que legitima el hallazgo de la idea como observación, una escritura que favorece la esquirla, la fracción, el ripio mental del pensamiento. He aquí, pues, el libro que trabaja con la fuerza inobjetal del diario, del relato que impulsa y retrocede, y que se impulsa al retroceder. Como se piensa una jornada de trabajo, al final del día.

(Si algo agradezco siempre en este tipo de gestión escritural es el tupe de pasar a la poesía —la obligación que incita a leer como poesía— aquello que, sin ese rótulo inicial y en otro sitio, puede ser, podría ser ya, cualquier otra cosa).

Entonces, esos "apuntes" (pongámoslo así: apuntes que deben leerse como poemas) pueden armarse a partir de casi cualquier cosa: citas (falsas o verdaderas), microfragmentos de diálogos (en selección azarosa, según el interés del ojo-oyente de la conversación), notas (de cualquier índole o   dirección textual), observaciones.

Eso, observaciones: el deseo de "raspar" a la realidad (a la experiencia de realidad) lo que no se entrega al ojo en un vistazo, lo que no es dado al ojo en un examen instantáneo del paisaje sino a través del filtro del pensamiento. Así, la mente del poeta atraviesa (o mejor: aprovecha) la vulgaridad de una escena, digamos, su ordinariez, y la completa por constitución en la poesía.

Y de eso se trata.              

Allí donde no se espera colectar poesía, donde la realidad describe su urbanismo y la mente rebota por adaptación, el poeta descubre y fracciona para sí un segmento que, ahora connotado en el poema, entrega su sentido. Es decir: vuelve (otra vez) a significar.

Hablo de una mise-en-scène según la cual la poesía se emparentaría, a través de semejante ejecución, con el viejo concepto del rendez-vous de Duchamp y el arte como una cita a ciegas: ofrecer al lector lo que ya existe y está hecho de antemano (ready-made), pero que este no es capaz de ver.

El proyecto del poeta es buscar el hedor de todo lo que no es fast delivery, todo lo que no es la imagen fácil-placentera en el poema. Lo que hace que la proyección de su "relato", la validez de su marca textual, no se inscriba en la línea romántico-sentimental, ni en el exagerado melodrama común a un gran segmento de la poesía cubana contemporánea, sino en el "vaho de las cañerías", en "el humo que viene de los basureros", en "la zona este de las inundaciones".

De modo que lo que se lee en el texto no es la relatoría de un escolar enamorado de sí mismo, sino manchas de agua, incrustaciones, grafitis, diálogos seccionados a propósito, notas de lectura de una biblioteca saqueada por el filtro de la mente, que el poeta utiliza para explicar los símbolos que la realidad entrega, allí donde el ojo común pasa desapercibido:

 

Y veo que solo podía hallar entonces, en todo, incrustaciones.

 

Tal vez, en el fondo, como escribe el autor, esto no sea "nada que no hayas visto ya una vez", una y mil veces, pero que no habías observado antes, que no podrías, aunque lo intentes, explicar.

Pero si, según Carver, "todos los poemas son poemas de amor", y el acto de escribir un poema tiene que ser un acto que se justifique por sí mismo sin otro objetivo que ese acto, entonces, debe entenderse que todos los "detalles" de un proyecto de poesía son también detalles de amor.

Detalles que deben "leerse" en toda su extensión, puesto que "un hombre de las tuberías" no es cualquier individuo, tanto como no se invalida la pregunta sobre el por qué no gira el aire de las cañerías.

¿Y qué es el poeta, sino "un hombre de las tuberías"?

Eso: un hombre "metido entre las tuberías", que observa, desde allí, cómo gira (si gira, finalmente) el vaho, el aire en derredor.

 


Rito Ramón Aroche, La estación del año (Letras Cubanas, La Habana, 2017).

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