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Narrativa

Orinar dentro del agua

'Pasan los años y se tiene un cuerpo, y ella tuvo un cuerpo, y los días de playa se le iban mayormente sentada en la toalla. Por en medio, el casamiento, la casa construida frente al mar, el hijo...'

Madrid
'Elisabeth', 2012.
'Elisabeth', 2012. ARTEINFORMADO

 

Primero es el asco de la arena que queda entre los pies, las manos empegostadas que impiden sacudirla y el miedo a entrar al agua, si es que existe ese miedo, porque igual que hay gente alondra y gente búho, hay niños perros y niños gatos, y ella fue, cuando niña, niña gato.

Luego pasa ese miedo, y viene la agitación por correr al mar, la sandalia trabada en el pie y el botón que no acaba de soltarse cuando ya los demás chapotean. Estar metida en el agua todo el tiempo, hasta que los padres gritan el nombre cariñoso que le dan en casa, luego su nombre y, por último, su nombre con todos los apellidos, y habría que salir ya.

Pasan los años y se tiene un cuerpo, y ella tuvo un cuerpo, y los días de playa se le iban mayormente sentada en la toalla. Por en medio, el casamiento, la casa construida frente al mar, el hijo... Hasta que empezó a esconderse detrás de grandes gafas de sol, dentro de batas vaporosas, a resguardo en la terraza.

Y así habría estado, llegándole a la terraza el sonido del oleaje, mirando las olas como se miran las nubes. Pero tenía invitados que atender, invitados de su marido quien, después de tantos años dejándola sola, se aparecía ahora con gente los fines de semana, y salían a la arena, a bañarse con quienes de algún modo le hacían creer a él que su carrera continuaba.

Dentro del agua mantenían con esos invitados conversaciones tan serias como el empeño de su marido en creerse en activo. Hablaban, ella hablaba también, de temas serios. Recababa la atención de alguno de ellos con una pregunta o un comentario y, en lo más concentrado de la conversación, orinaba. Sin mover un músculo de la cara, sin tener que agacharse. Orinaba dentro del agua, delante de aquellos a quienes su marido consideraba relevantes.

No se lo contó a él, por supuesto. Tampoco le avisó de que ya no estaría más en casa los fines de semana. En adelante le dejaba la casa para él y sus invitados, como había estado a disposición de ella tantos años, sin que él apareciera por allí. Y fue entonces que empezó a hospedarse en hoteles.

Cada fin de semana en un hotel distinto, sin tener que salir de la ciudad. Únicamente ella sabía dónde pasaba los fines de semana. Se aseguraba de que el hotel contara con piscina. Bajaba a la piscina, leía novelas, contrataba una sesión de masajes. En las tardes pedía un taxi que la llevara a alguna tienda de varios pisos por donde pasear sin comprar nada. Cenaba un sandwich, buscaba en la televisión una película que valiera la pena, dejaba encendida la luz del baño y se dormía.

Su marido no le hizo preguntas, debió comprender que no tendría que llamarla. Era como si ella estuviera esperando algo o alguien con suma paciencia. No había llegado este fin de semana, pero quizás el próximo, en el siguiente hotel.

Uno de esos fines de semana se quedó sin novela, fue en taxi a la librería donde siempre compraba y el dueño le contó que su marido acababa de salir de allí con un par de libros. Ella esperó entre las mesas de novedades como si afuera lloviera torrencialmente. Salió, al final, sin haber comprado nada. Entró al cine, a ver una película de espionaje que no alcanzó a entender, y a la salida descubrió que su nuera y su hijo le habían hecho llamadas.

Llamó al hijo. Estoy bien, lo tranquilizó. No tienes que preocuparte, respondió cuando él quiso saber en dónde estaba. Antes la habían llamado para avisarle que no irían este verano, que tenían pendiente un viaje largo, fuera del país.

Qué bien, se alegró ella. Cuídense mucho. Le repitió que todo estaba bien. Estaba siendo un buen verano, aunque a ella le aburriera tanto bañarse en la playa. Tengan buenas vacaciones, deseó.

Comió en un café, sin mucha hambre. Volvió a su habitación, abrió el agua caliente y el agua fría y, mientras se llenaba la bañadera, empezó a buscar un hotel en la ciudad, que tuviera piscina y estuviera alejado de la playa. Un hotel que no fuera muy caro, por el centro.

 


Antonio José Ponte nació en Matanzas, en 1964. Ha publicado poesía, ensayo, cuentos y novela. Sus cuentos aparecen recogidos en Un arte de hacer ruinas y otros cuentos (Fondo de Cultura Económica, México, 2005). Este cuento pertenece a un libro inédito.

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