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Ensayo

Octavio Armand y el sombrero de Zequeira

'Si el neobarroco es pensado como una plataforma de lectura, su preferencia por Zequeira podría vislumbrarse como un desplazamiento hacia la invisibilidad y la locura.'

Ciudad de México

El neobarroco produjo en los escritores cubanos que más asociamos con diversas asunciones de esa estética, José Lezama Lima, Severo Sarduy o José Kozer, un raro aire de familia. Aire que no se respira en el texto, mucho menos en el estilo, pero que tiene que ver con la idea del barroco como mirada y despliegue. Una suerte de parentesco forzado del que alguno de ellos, como Kozer, renegó, y que otro, como Sarduy, llevó al paroxismo con aquella frase a lo Tácito de "inscribo, en esta patria que es la página, en minúsculas y sobre una cifra, mi paso por la era Lezama". Ese aire de familia se vuelve más tangible cuando nos movemos de la escritura a la lectura, de la poética a la política, de la invención de una autoría al contacto con la tradición cubana que esos escritores postulan.

Hay en los tres mencionados, incluso en Kozer,  acaso el más exterior o cosmopolita de todos, un impulso de releer la literatura cubana desde una estimativa nueva o descentrada. El mismo impulso que constatamos en un cuarto escritor, Octavio Armand, nacido en Guantánamo en 1946, quien en algunos ensayos en la revista escandalar, que dirigió en Nueva York entre fines de los 70 y principios de los 80, y luego reunidos en el volumen Superficies (1980), propuso toda una estrategia de lectura de la literatura cubana que no ha merecido suficiente atención de la crítica. La pelea de Armand con la "tradición del sentido", que ha descrito Johan Gotera en su ensayo Octavio Armand, contra sí mismo (2012), arranca con su lectura anticanónica de la literatura cubana.

Como en Sarduy, el punto de partida es Lezama, quien con sus propias valoraciones de la historia de la poesía cubana abre un itinerario de lectura en la obra de Armand, que obligatoriamente remite a José Martí y al escape de la centralidad de este último en la cultura cubana. Un escape que también podía leerse en Sarduy, heredero, en esa fuga, de Virgilio Piñera, pero que el autor de Escrito sobre un cuerpo (1968) resolvió a favor de la coronación de Lezama. A diferencia de Sarduy, Armand relee a Lezama cuestionando, de entrada, que Paradiso (1966) sea la síntesis de su poética, es decir, descartando la novela, en buena medida porque el boom de la nueva narrativa latinoamericana de los 60 y 70 le parece una variante paralela de la poesía comprometida. Todo aquello, nueva novela, poesía narrativa, poesía conversacional, poesía comprometida…, le parecía "una deserción".

La fetichización de Paradiso como "summa" del sistema poético de Lezama le parece a Armand una concesión a la demanda de historicidad en la literatura cubana. Al postularse él mismo como sujeto dislocado, sin lugar preciso en la historia ni en la literatura cubanas —recordemos su ejemplar ensayo "La partida de nacimiento como ficción" (1979), en escandalar—, la máxima lezamiana de "tener novela", como un imperativo de la identidad nacional, pierde poder de convocatoria. La propia novela que se erige como Libro o documento fundacional, tiene limitaciones, como el hecho de que todos los personajes hablen igual —como en Tres tristes tigres de Cabrera Infante, anota Armand—, o que el supuesto desafío de la causalidad aristotélica o el "orden sucesivo" termine en el capítulo XII en una perfecta simetría, que quiere ser barroca desde premisas clasicistas.

Pero hay algo que Armand celebra en Lezama y es que a veces "viola el lenguaje", como "cuando le impone una endiablada sexualidad a lo que nunca antes había rebasado una inocentona nominalidad, una normalidad".[3] Es en esa "sensualidad barroca", donde Armand, en contra de su amigo Lorenzo García Vega, encuentra la razón de ser del discipulado de Severo Sarduy, especialmente, en la novela Cobra (1972). En todo caso, al final de aquella lectura agonística, de Lezama contra Lezama, de Paradiso contra Muerte de Narciso, Armand concluye reconociendo el efecto letal de la mirada. La lectura como mirada esencialmente barroca, basada en el despliegue, produce la muerte de Lezama: "es curioso. Es muy curioso. Acabo de leer Paradiso; Lezama muere. Vamos a conversar sobre Paradiso; Lezama muere. Lorenzo escribe, en estos días, sobre Lezama; Lezama muere".

Por debajo de aquel magnicidio letrado, sucede otro, de mayores implicaciones. Armand también lee a José Martí y descubre que la identificación del poeta y político cubano como apoteosis de la escritura y la historia, de lo endógeno y lo exógeno, de la nación y el exilio en la historia de Cuba es una "desmesura". Tanta desmesura como la del poeta habanero Manuel de Zequeira y Arango, nacido a fines del siglo XVIII, autor de la conocida "Oda a la piña". Zequeira se graduó de teología en el Seminario de San Carlos y San Ambrosio, donde tomó clases con el padre Félix Varela. Luego emprendió la carrera militar y alcanzó el grado de coronel, además de dedicarse al periodismo, interviniendo en la fundación de dos publicaciones fundamentales del cambio de siglo: el Papel Periódico de La Habana y El Criticón de La Habana.

El poeta formó parte del ejército borbónico que peleó contra las tropas de Simón Bolívar en la Nueva Granada, bajo el mando del general y virrey Francisco Montalvo y Ambulodi, quien por cierto también era habanero. Llegó a ser gobernador de Río Hacha, de Mompox y presidente de la Real Junta de Hacienda de Cartagena. A su regreso a Cuba, en 1821, fue destacado en la guarnición de Matanzas como coronel, donde comenzó a dar síntomas de locura. Armand observó que, con más razón que Casal, Zequeira podría ser pensado como el AntiMartí: un poeta, un teólogo, un militar realista, cuya "profunda tradición es no tenerla. No tenerla ni imponerla. Y solo por estar desposeído de toda tradición puede llegarnos con un asombroso grado de modernidad".

Si Martí, según Armand, es la "desmesura que logra pasar del delirio al poder", Zequeira es la desmesura inversa, que "pasa del poder al delirio". La preferencia de Armand es evidente: "yo escribo este mínimo ensayo para indicar mi parcialidad: con Manuel de Zequeira me siento menos solo que con José Martí. Si exagero, no exagero".

Uno de los síntomas de Zequeira era que se creía invisible tras ponerse su sombrero. Como un paciente de Oliver Sacks o como un personaje de René Magritte, el poeta habanero se imaginaba como un espectro bajo un sombrero ambulante. Esa invisibilidad y esa locura, según Armand, constituían una forma de exilio más radical que la que encarnaban Heredia y Martí en el siglo XIX. Zequeira, el coronel borbónico y antibolivariano, era un perfecto antihéroe, cuya "ausencia de tradición" se volvía, paradójicamente, fundadora de una extraterritorialidad mayor en la literatura cubana. La condición fantasmal de Zequeira en la literatura cubana era una metáfora de su desaparición física y mental, de su destierro de la razón y de la poesía.

Siguiendo a Lezama, para luego descarriarse por el camino, Octavio Armand lee en el neoclasicismo de Manuel de Zequeira el origen del barroco cubano. Pero su mayor interés no está en la "Oda a la piña", que tanto celebraron Vitier, García Marruz y los origenistas, sino en las décimas irregulares o imperfectas de "España libre",  "La batalla naval de Cortés en la laguna", o de composiciones como  "Primer sitio de Zaragoza" o "Poema de la coronación de Fernando VII", poemas antiseparatistas, pero también "épicos, convencionales, artificiosos, ampulosos y retóricos". Y, sin embargo, en esa decadencia encuentra Armand una nueva "estatura verbal", "algo patéticamente lógico", "una tenaz simetría o delirante asimetría, como marcas verbales o plásticas, que suelen trazar líneas reconocibles entre arte y esquizofrenia".

Si el neobarroco es pensado como una plataforma de lectura, que permite desafiar la tradición del sentido en la literatura cubana, la preferencia de Octavio Armand por Manuel de Zequeira podría vislumbrarse como un desplazamiento de la recepción cultural hacia la invisibilidad y la locura.  Mirada y despliegue que Severo Sarduy operó por medio de su inscripción kepleriana en la órbita del planeta Lezama y que José Kozer intentó resolver, en su juventud, imitando a José Martí, es decir, domesticando al maestro, transformando el modelo en instrumento. En todos los casos, la lectura se manifiesta como una estación de la escritura, como un elemento del texto que, a pesar de describir estimativas distintas o antagónicas, aligera la tradición o la vuelve portátil. Hace del gran Libro de la Cubanidad un bolsilibro para llevar al mercado o a la playa.

Algo muy parecido ha propuesto Giorgio Agamben en uno de sus últimos libros, El fuego y el relato (2016). Sostiene el filósofo italiano que la lectura debe ser entendida como un momento de la escritura que permite relatar que alguna vez existió el fuego, a pesar de que la historia lo haya apagado. Manuel de Zequeira, invisible bajo su sombrero, es la imagen que permite devolver el misterio a una historia de la literatura cubana que siempre remite a un después del fuego, a un tiempo que ha convertido el arte literario en una notaría del fracaso.

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