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Literatura

Azúcar y revolución (Réquiem)

Si el verdadero contrapunteo del siglo XX cubano ha sido entre el azúcar y la revolución, este ha tocado a su fin. Un fin paradójico, donde no ha habido vencedor; ambos personajes, derrotados, se retiran juntos de la escena histórica.

Lewisburg

"Entre un murciélago y otro cabe la invención de la caña", escribía Eliseo Diego en su poema "Pequeña historia de Cuba" (1970). El diablo inventa; Dios crea; obra suya fue la Isla "como la vio Cristóbal, el Almirante, el genovés de los duros ojos abiertos,/ en amistad la hierba con el mar, tierra naciente/ de transparencia en transparencia, iluminada".

Sobre esa arcadia original, la caña fue calamidad: es así cómo aparece una y otra vez en la literatura cubana, e incluso en la historiografía. Significativamente, el primer documento de ese vasto archivo en torno al azúcar es aquel relato de la plaga de hormigas en la Historia de las Indias que Antonio Benítez Rojo interpreta como figura de la rebelión de esclavos, y en última instancia, de la plantación esclavista, engranaje infernal que Las Casas habría contribuido a poner en funcionamiento.

A lo largo del siglo XX, numerosos escritos sobre el tema repiten una palabra: monstruo. Recordemos, por ejemplo, aquel cuento de Luis Felipe Rodríguez donde el cañaveral es descrito como "una selva cambiante, de cuyo seno fluyen muchas cosas oscuras. Un gran imaginativo, para nombrar algo, pudiera decir que monstruos". Si la selva suramericana terminó tragándose a los personajes de La vorágine, esta otra selva amenazaba también con la aniquilación. "De pronto, de la masa informe del cañaveral, mis ojos vieron como dos brazos largos que se venían hacia la hamaca donde me hallaba acostado. Eran brazos que crecían, hasta tornarse enormes. Después, después fueron más largos y se tendían a mí como para sacarme de la hamaca o estrangularme".

Se diría que esta visión en algo prefigura La jungla, el cuadro fundamental de Wifredo Lam. Pero si allí los diablos, como llegó a afirmar el propio pintor, expresaban los horrores de la situación neocolonial, Luis Felipe Rodríguez es mucho más obvio; al final de su cuento, la pesadilla de Marcos Antilla es interpretada en sentido social, cerrando toda posibilidad psicoanalítica: esos brazos eran de "los irredentos del cañaveral", de aquellos "cuyas vidas se extinguieron, huérfanas de toda justicia en el seno enorme de los campos de caña".

Los primeros, los esclavos. Recordemos, a propósito, aquella escena de El reino de este mundo donde el trapiche tritura el brazo de Mackandal; que el Manco liderara más tarde la primera rebelión en Saint Domingue, prendiendo fuego a los cañaverales, es otra figura de esa oposición entre azúcar y revolución que en Cuba se remonta a la Guerra Grande. Pero la tea incendiaria no fue suficiente: como un monstruo mitológico al que crecieran tres cabezas cuando le cortan una, el azúcar persistió.

"La campana tañida en el batey para los esclavos se rompió en el ingenio La Demajagua, el 10 de octubre de 1868, tocando a rebato por la libertad del pueblo cubano; pero fue sustituida por el pitazo de vapor o eléctrico que ahora en el batey llama a los obreros estridentemente, como el chiflido de un monstruoso mayoral de acero", escribe Ortiz en 1940. Cada vez más inhumano, el ingenio era la llamada inapelable, la determinación misma de un poder colonial que sobrevive, sofisticado, en la república.

En El contrapunteo cubano del tabaco y el azúcar, lo monstruoso de la industria azucarera radica sobre todo en su compulsiva extensión, su falta de límites. "El ingenio está vertebrado por una estructura económica y jurídica que combina masas de tierras, masas de máquinas, masas de hombres y masas de dineros, todo proporcionado a la magnitud integral del enorme organismo sacarífero."

A propósito, podría añadirse que el azúcar mismo es lo que Elías Canetti llama "símbolo de masa".[i] Como el propio cañaveral. El azúcar recuerda a la arena; y el cañaveral, por ser conjunto de plantas, sería comparable al bosque. Sin embargo, hay una diferencia fundamental con esos otros ejemplos que ofrece Canetti. A diferencia de la arena, que aparece ya dada en la naturaleza, el azúcar debe obtenerse mediante procedimientos tecnológicos. "La máquina triunfa totalmente en el proceso fabril del azúcar", señala Ortiz, celebrando, por contraste, el costado manual, artesanal, del tabaco.

A su vez, el cañaveral no es natural en el sentido en que lo es el bosque; por el contrario, tiende a destruirlo; la plantación azucarera determinó lo que en El ingenio Moreno Fraginals llamó "la muerte del bosque": árboles centenarios fueron talados indiscriminadamente no solo para plantar cañas sino también para abastecer de energía a trapiches e ingenios. Si el bosque, como señala Canetti, es símbolo de recogimiento, el cañaveral no vale más que por el azúcar que será extraída de sus tallos. El cañaveral se repone una y otra vez, a diferencia del bosque, que demora siglos en hacerlo. Si el bosque da sombra, el cañaveral no se asocia más que al trabajo productivo; en el cañaveral no hay claros, sino guardarrayas.

"La guardarraya, esa brecha abierta en la entraña misma del cañaveral" (Marcos Antilla), es, como el pitazo del central, figura de ese poder desnudo que es el orden azucarero. Heidegger, filósofo de los caminos de bosque, quizás habría encontrado en el interminable horror del cañaveral otro ejemplo de esa metafísica occidental que culmina en la tecnificación del mundo.

A propósito, habría que destacar el costado nostálgico, reaccionario incluso, del Contrapunteo. No tanto por aquella visión paradisíaca de la isla frondosa, presente en tantos poemas de tema azucarero (La zafra, de Agustín Acosta, "Poema de los cañaverales" de Pichardo Moya, "Pequeña historia de Cuba"de Eliseo Diego), sino sobre todo en su percepción del capitalismo, por momentos cercana a eso que Georg Luckacs llamaba anticapitalismo romántico. Ese ensayo de 1940 tiene algo de réquiem: Ortiz lamenta que el contrapunteo cubano toque a su fin, no solo por el crecimiento excesivo de la industria azucarera sino además porque el capitalismo, desde siempre vinculado al orden del azúcar, irrumpía también en la producción tabacalera, eliminando al torcedor y proletarizando al veguero. "Ya hoy día, por desventura todo lo va igualando ese capitalismo, que no es cubano, ni por cuna ni por amor."

Ortiz lamentaba, incluso, que el tradicional lector de tabaquería fuera sustituido poco a poco por el radio; las lecturas ricas en contenidos intelectuales y polémicos, por una cultura vacía y serializada. El tabaco, fuente autóctona de valores espirituales, entraba así en el círculo fatal de la mass civilization donde la industria cultural corona los efectos enajenantes del capitalismo. La contradicción entre cultura y civilización, lo orgánico y lo mecánico, un poco a la manera de los escritores norteamericanos conocidos como "Southern Agrarians", subyace no solo a todo el planteamiento del contrapunteo del tabaco y el azúcar, sino también a la percepción de Ortiz, a la altura de fines de la década del 30, del conflicto entre la modernización capitalista y los auténticos valores de la nacionalidad cubana.

Arden los cañaverales

"El tabaco es un don mágico del salvajismo; el azúcar es un don científico de la civilización": esta frase evidencia claramente el abandono del ideario ilustrado del primer Ortiz. Aquel no habría valorado lo salvaje sobre lo civilizado; este es ya un campeón de la cultura afrocubana. Buena parte de la narrativa de tema azucarero publicada en los años treinta va en el mismo sentido. A la penetración norteamericana, representada por la maquinaria del central, Ecué-Yamba-Ó, la primera novela de Carpentier (publicada en España en 1933), oponía las tradiciones afrocubanas como último reducto nacional. En esa "novela afrocubana", el mundo maravilloso de los negros es reivindicado como fuente de cubanidad, mientras el ingenio venía ser un símbolo de una razón occidental que, a pesar de las apariencias, vivía su fatal decadencia.

Como ya se ve en el pasaje que hemos citado arriba, los cuentos de Luis Felipe Rodríguez, publicados en Cuba en 1932, son aún más explícitos en la denuncia. En otro de ellos, "La danza lucumí", un viejo africano que había sido traído de niño a Cuba como esclavo, una noche se emborracha y se pone a bailar: "Fue como una venganza larga y contenida que fragua un odio súbito contra el cañaveral: —Cañevará —exclamó poseído de un impulso frenético de borracho o de loco, que encuentra algo confusamente desolador en el fondo de su extraviada consciencia— yo te va catigá; negro viejo no sabe qué cosa tiene; negro viejo tá trite y ajumá, y te va a catigá, poque cañaverá dio mucho cuero, trabajo y pica-pica pa negro." "Entonces, de la cabeza de Tintorera irrumpieron llamas de alcohol inflamado… Y en la noche absorta, los habitantes del criollo terrón, vieron que su cañaveral estaba ardiendo." Siempre enfático, remata Luis Felipe Rodríguez: "También el fuego purificador y terrible, bailaba una danza simbólica entre las cañas, más allá del instinto y el dolor del hombre".

Es el "soñado incendio" del que hablaba Mella en su comentario de La zafra, y el propio Acosta en ese "poema de combate" escrito en los pródromos de la revolución. Como en los tiempos de Máximo Gómez, los cañaverales arden, literal y metafóricamente, en el torno al año crucial de 1933. Esa imagen es central en una olvidada novela de Alberto Lamar Schweyer, Vendaval en los cañaverales, publicada en 1937, cuando su autor se encontraba exiliado en Europa por causa de su participación en el gobierno de Machado. La trama se sitúa en dos espacios antitéticos: de un lado, la vida disipada de los cubanos de clase alta en la Riviera francesa; del otro, la miseria de los cortadores de caña en un ingenio azucarero a comienzos de los años treinta. El protagonista de la historia, un médico culto y mujeriego, representa una especie de mediación entre ambos mundos: intentando ayudar a los trabajadores que, engañados por un agitador comunista, se han declarado en huelga, muere en la escena final de la novela, que se deja leer, quizás, como una simbólica expiación de culpa por parte de un escritor atrapado en el callejón sin salida del mundo de pasiones políticas. En Vendaval en los cañaverales, suerte de lectura melancólica de la revolución, el fuego no tiene el sentido redentor del relato de Marcos Antilla.

Los soviets de septiembre del 33, organizados en centrales de Oriente como Mabay, Preston y Santa Lucía, no duraron mucho. A pesar de la considerable nacionalización de la industria azucarera que se produjo en los años que siguieron, el monstruo sobrevivió: "sin azúcar no hay país", aquella frase atribuida a Raimundo Cabrera, seguía vigente; "habrá zafra o habrá sangre", declaró Batista tras su ascenso al poder en 1934.

La revolución, el alacrán

La siguiente revolución tenía que ser, por fuerza, una rebelión contra ese fatalismo; como tal la presenta Sartre al mundo en Huracán sobre el azúcar: "había que arrancar al destino, ese espantajo plantado por los ricos en los campos de caña". Soñando desde su despacho ministerial con la fabricación de tractores y automóviles, Guevara retomaba la metáfora del monstruo. "Cuando en el curso de los años este presente de Cuba se vaya convirtiendo en historia y cuando, transcurridos más años, la historia se vaya perdiendo en la leyenda, las abuelas contarán a sus nietos, la historia de los hombres que un día armados sólo de la voluntad del pueblo, lucharon contra el más fuerte y poderoso de los dragones y le cortaron treinta y seis cabezas principales y otras accesorias." ("De un central azucarero y otras leyendas populares", Verde Olivo, 14 de agosto de 1960.)

Pero pronto la diversificación agrícola y la industrialización acelerada se revelaron como un espejismo. Los centrales, rebautizados como CAI (complejo agro-industrial), siguieron siendo el centro de la economía del país. 1965 fue un año crucial: la Semana Santa fue declarada Semana de Emulación Socialista y el propio Fidel Castro pasó unos días cortando caña en Camaguey. "Cortar caña —afirmaba— constituye un ejercicio higiénico, una especie de deporte saludable que proporciona un provechoso descanso de los nervios, fatigados por la preocupaciones." ("Deber y deporte", editorial de El Mundo, 18 de abril de 1965)

En la segunda mitad de los sesenta, sobreviene un nuevo ciclo de literatura del azúcar; pero ahora el discurso, en vez de resistencia y denuncia, es de identificación y redención. Para los intelectuales, sobre todo, a quienes la revolución llevó a los campos de caña, no ya como mediadores o testigos, sino como macheteros en las "zafras del pueblo". Si el país no había logrado liberarse de la tiranía del azúcar, ahora el corte de caña ofrecía la oportunidad a los escritores y artistas de integrarse en la gran obra colectiva, purgando su origen burgués. Y no solo a los cubanos: el mejor poema sobre la zafra del 69 fue escrito por un alemán, Hans Magnus Enzensberger.

En uno de los tantos centrales cubanos de aquella campaña que acabó dándole el toque de gracia a una economía ya en bancarrota, el poeta, tendido en su rústico catre, capta una serie de estímulos heterogéneos: el ruido de un juego de dominó, el chirriar de un machete que alguien afila con una lima, la radio que anuncia la renuncia de Dubcek. Y entonces la visión del monstruo: "en la ventana el enemigo innumerable/ que dicen todos salvará al país: implacable/ la caña alta y gorda y encima/ negro y quieto el humo del ingenio./ percibo todo esto a través de tres velos:/ el del brillo del aire al calor del mediodía/ el de la matriz enrejada de la teoría/ el del mosquitero que me cubre" ("Cuba, Central Toledo", Poesías para los que no leen poesías).

Curiosamente, esos dos mundos tradicionalmente irreconciliables que son el trópico y la filosofía se conjugan aquí para proveer un cierto distanciamiento. Algo de ello hay también en el relato "Aquí me pongo", de Edmundo Desnoes, a pesar de que este relato termine con un comabativo "y palante con la revolución". Voluntario por dos semanas en la zafra, el protagonista es un escritor identificado, sí, con la revolución, pero no del todo con ese mundo circundante en que "la gente olvida pronto todo". El contraste con un grupo de "escritores noveles" de la brigada es significativo: no queda claro si "ellos están más jodidos que nosotros", los escritores que habían tenido antes del 59 la oportunidad de visitar museos, leer de todo y ver mundo, o los jodidos son, en cambio, estos otros seres de transición, marcados por su origen burgués. Aunque acomete con entusiasmo la tarea, Sebastián es escéptico de que "cortando caña, por muchas arrobas que se corten, se llegue algún día al comunismo".

En el medio del relato, Desnoes incluye un largo monólogo sobre lo interminable del cañaveral y los horrores del corte, de donde cito: "y a veces habanero voluntario hijo de puta la culpabilidad de muchos de nuestros intelectuales y artistas reside en su pecado original no son auténticamente revolucionarios una bomba en el barracón llegó el Granma con la carta del Che sobre el hombre nuevo y silencio la gente rascándose las ronchas de los mosquitos leyeron en alta voz y qué tenemos que hacer para que nos consideren revolucionarios integrarse al pueblo seis años la revolución Playa Girón la Crisis del Caribe morir habrá que morir habrá que nacer de nuevo".

El tema reaparece en un breve relato de Antonio Benítez Rojo, "De nuevo la ponzoña". Entre todos los escritos —testimoniales como de ficción— del número de Casa de las Américas dedicado a la zafra de los Diez Millones (septiembre-octubre, 1970), este destaca por su ambigüedad. En ese concierto de textos tan apologéticos como los "Apuntes cañeros" de Cintio Vitier, donde el cañaveral es cantado como un espacio donde la poesía renace y "la mano de escribir/ coge otra forma", la viñeta de Benítez Rojo introduce una cierta disonancia. Acá, un personaje de extracción burguesa recuerda una escena del carnaval habanero mientras trabaja en el corte de caña. La conexión entre los dos planos temporales es la conguita que reza "Oye cubano/ no te asustes cuando veas/ el alacrán tumbando caña".

Cito: "el glu-glu del agua que se menea, encerrada, suspendida, al aproximarse al hombre que ha de morir, en un instante, por su propia mano, el hombre que agarra el porrón y lo descorcha porque no sabe beber el chorrito del pico, no sabe beber como los campesinos, los pescadores, los albañiles, los bailadores que desfilan coreando los cornetazos de Florecita (…) el hombre que va a morir llevándose a la boca el gollete destaponado, el glu glu glu del agua que se menea, encerrada, suspendida, pero no lo suficiente para matar un alacrán".

Este final se deja leer como la muerte simbólica de los intelectuales en particular, y de los burgueses en general, en esos mismos campos de caña que a lo largo de la historia del país se tragaron a tantos inocentes: no bastaría con que el intelectual se vaya a cortar caña, tiene que morir para que se haga justicia a aquellos "irredentos del cañaveral" de los que hablaba Marcos Antilla. El alacrán sería una especie de ángel de la historia, terrible figura de la "violencia divina", para ponerlo en términos de Walter Benjamin. Pero hay otra lectura posible, bastante menos optimista. "De nuevo la ponzoña" sería la persistencia de la fatalidad, y ello comportaría un velado cuestionamiento de ese discurso oficial en torno a la Zafra de los Diez Millones según el cual "ahora la caña, al desencadenar nuestro desarrollo acelerado destruirá su propia gravitación opresiva sobre nuestra cultura" (Desnoes, "Cuba: caña y cultura", Casa de las Américas, septiembre-octubre, 1970).

Curiosamente, uno de los puntos ciegos de ese escrito fundacional que es Huracán sobre el azúcar apunta a esta cuestión: la retórica del texto de Sartre cuestiona su idea de la revolución como obra de la libertad humana. Al representar a la revolución con imágenes de fuerzas naturales como la del "rayo sobre los campos" y la del "huracán sobre el azúcar", ¿no convertía el filósofo la historia en naturaleza, la libertad en determinación, traicionando el principio reafirmado cuando en su conversatorio con intelectuales cubanos definió la libertad como la "irreductibilidad de las formas superiores a las formas inferiores", no del hombre a la materia, sino de la acción y la praxis a "las condiciones que la han producido"? Inconscientemente, Sartre volvía a plantar, ahora en terreno revolucionario, aquel destino arrancado de los cañaverales por la revolución triunfante.

Una década después, el regreso del azúcar aparece, en la viñeta de Benítez Rojo, como el triunfo de la fuerza de las cosas; más que superar el fatalismo, la revolución lo reproducía al cabo, así fuera de otra guisa. El alacrán no representa, entonces, la "violencia divina" de la revolución, sino más bien la "violencia mítica" del Estado. El bicho que pica mortalmente en la viñeta de Benítez Rojo, sería la última metamorfosis del monstruo que tumba caña en la canción republicana. El alacrán, por cierto, simboliza en la inmemorial fábula a la naturaleza misma, ese límite que toda revolución, si es de veras radical, intenta trascender. Acá, sería no solo las condiciones naturales de la isla de Cuba, sino también la naturaleza humana, ese muro con que se daba de cabeza la utopía cubana a fines de los años sesenta. "De nuevo la ponzoña" sería, entonces, una alegoría del final de la ilusión revolucionaria sobre el hombre nuevo; en la muerte del protagonista no hay redención de culpa; ni sentido de futuro como en la muerte heroica de Bruno al final de La última mujer y el próximo combate, de Manuel Cofiño, sino más bien un sinsentido, ese punto donde el azar —la mala suerte— y la necesidad —el destino— se vuelven indistinguibles.

Último ciclo de la literatura del azúcar

Frente a ambigüedades como la de Benítez Rojo, dudas como las de Edmundo Desnoes, Sachario, de Miguel Cossío Woodward, vino a poner las cosas claras. Aunque la historia se sitúa en la Quinta Zafra del Pueblo (1965), esta novela, galardonada con el premio Casa de las Américas en 1970 y celebrada por Ambrosio Fornet como la definitiva "novela de caña"[ii], es obviamente un reflejo literario de la campaña gubernamental en torno a la Zafra de los Diez Millones.

La historia se desarrolla en un único día de trabajo voluntario en que el protagonista pone a prueba su compromiso con la Revolución; mientras el narrador recuerda su vida miserable antes de 1959, así como la historia del país aherrojada a la maquinaria infernal de la explotación azucarera, mediante citas intercaladas de textos históricos, desde Las Casas a Moreno Fraginals. Sachario es algo así como un Ulises revolucionario, pero sin flujo de conciencia, sin alucinaciones, sin laberintos. El hombre se ha reencontrado: no hace falta ningún Dédalo.

No se trata ya de la posición fronteriza —trágica al cabo— del intelectual, como en Lamar Schweyer y Desnoes, sino del proceso de un hombre ordinario al que la revolución da la oportunidad de realizarse completamente. "Están alzados, en guerra. Machete en mano. La carga de los mambises. Zafra completa." Darío es un nuevo Marcos Antilla, donde la pesadilla del cañaveral se ha convertido en el sueño de la nueva vida comunista: "el azúcar ya sin lágrimas".

Mientras tanto, Reinaldo Arenas, uno de los miles de "voluntarios" de la "mayor zafra de nuestra historia", se propuso dar testimonio del horror. En un largo poema fechado en "Central Manuel Sanguily. Consolación del Norte. Pinar del Río. Mayo del 70", el gran salto adelante de la revolución era representado como un atávico regreso de la plantación esclavista. "A veces un negro/ se lanza de cabeza a un tacho/ hasta que sus huesos se convierten/ en azúcar", escribía Arenas, y entre ese negro y los jóvenes del 71 trazaba una línea de continuidad: "vamos caminando hasta el barracón donde esta noche estudiaremos la biografía de Lenin".

En El central Arenas retomaba deliberadamente lo que en La isla que se repite Benítez Rojo llama discurso de resistencia al azúcar, pero su modelo retórico no era ni Acosta ni Guillén, sino, de forma acaso demasiado obvia, La isla en peso, de Virgilio Piñera. Solo que ahora la fatalidad no es tanto la insularidad como la plantación misma: la insoportable circunstancia de la caña por todas partes.

Con Sachario y El central termina este otro ciclo de la literatura del azúcar en Cuba.[iii] La revolución no acabó, ciertamente, con el subdesarrollo, pero sí, a la larga, con la omnipresencia de la caña. No mediante un espectacular incendio, sino más bien de manera silenciosa; el monstruo ha sido lentamente arruinado como el país todo. Con el desmantelamiento de la industria azucarera en la última década, han desaparecido los vagones cargados de caña, el característico olor a melaza, el bagacillo que caía en tiempos de molienda. Los pueblos cuya vida giraba en torno al central, se han convertido en pueblos fantasma. De aquel mundo solo va quedando un recuerdo, acaso una vaga nostalgia, y algunas palabras del hablar cotidiano.

Se cierra así todo un ciclo de la historia de Cuba. Pues si la "sociedad que el azúcar creó", como le llamara Moreno Fraginals, llevaba consigo las contradicciones de la revolución, ahora la revolución por antonomasia ha terminado por fin con el azúcar; y a su vez con la idea misma de la revolución tal como predominó en torno a 1933 y 1959. La desaparición del central equivale, simbólicamente, al agotamiento de esa promesa revolucionaria que tuvo en el vendaval en los cañaverales su metáfora maestra.

Si el verdadero contrapunteo del siglo XX cubano ha sido entre el azúcar y la revolución, este ha tocado a su fin. Un fin paradójico, donde no ha habido vencedor; ambos personajes, derrotados, se retiran juntos de la escena histórica. Ya no "hay un violento olor de azúcar en el aire"; no hay "sobre el verde/ rumor de los cañaverales/ (…) un temblor, un crispamiento/ una vibración impalpable…" (Acosta, La zafra). No cabe esperar huracán ni rayo sobre los campos. Los muertos del cañaveral nunca serán redimidos.

 

[i] "Designo como símbolos de masa a las unidades colectivas que no están formadas por hombres y que, sin embargo, son percibidas como masas. Tales unidades son el trigo y el bosque, la lluvia, el viento, la arena, el mar y el fuego. Cada uno de estos fenómenos contiene en sí características esenciales de la masa. Aunque no está constituido por hombres, recuerda la masa y la representa en mito y sueño, en conversación y canto, simbólicamente." (Masa y poder)

[ii] El llamamiento a escribir una "novela de la caña" es fundamental en la crítica literaria de los años 30. En su ensayo "Americanismo y cubanismo literarios", prólogo a Marcos Antilla. Relatos del cañaveral, Juan Marinello señalaba: "Ningún país de América posee como Cuba los elementos vernáculos propios a la obra de inusitada estatura. Hierven en la fiebre cubana instantes caldeados por el color de la piel y del espíritu que ensamblan con fuerte relieve en el ritmo universal en que vamos trepidando. Nuestro campo brinda, como campo alguno, atmósferas y motivos inexplorados. El cañaveral es más dramático que la mina porque mata más despacio y desolado que la fábrica porque en él no hay más que un golpe de mocha, eco de sí mismo. Tiene el ingenio una monstruosa unidad que le ofrece un poder inigualado". Por su parte, años después Lino Novás Calvo repetía en su ensayo "Novela por hacer" (1940) la misma idea sobre la "riqueza de motivos para la novela en Cuba", y señalaba: "El campo ha sido el tema mejor trabajado por nuestros novelistas. Sin embargo, falta todavía la novela del ingenio azucarero, con todo el dolor y la dramaticidad que lo rodea".

[iii] Imposible no recordar, como parte de este ciclo, "Temporada en el ingenio", de José Lezama Lima, ensayo introductorio a unas fotografías de Chinolope aparecidas en la revista Cuba en noviembre de 1968. Esas fotos, que se dice fueron encargadas por Guevara, no se centran, como los escritos de Desnoes, Benítez Rojo, Cossío Woordard y Arenas, en el corte de caña, sino en los momentos posteriores de la producción azucarera, la parte propiamente "ingeniosa" de la misma. De lo que se trata es de registrar la relación entre el hombre y las máquinas, uno de los temas medulares de la cultura socialista. En el oscuro comentario Lezama sobre este presente de la tecnificación de la industria azucarera, se diría que hay una vuelta pero no al horror de la plantación esclavista como en Arenas, sino más bien al misterio de las maquinarias, esa aura que los grabados de Laplante captaron insuperablemente. La prosa metafórica de Lezama consigue poetizar el proceso azucarero, atribuyéndole una magia que Ortiz reservaba exclusivamente para el tabaco. "Si todo fuese oscurecido por un sueño infinitamente extenso, las incesantes transformaciones de las cañas necesitarían de ese sumergimiento en las profundidades de la caparazón de la tortuga avivado por el pincho quemante. Esas metamorfosis de una vertical genética a un polvillo dilatado en las irradiaciones del paladar, es decir, de un phyton a un corpúsculo, atraviesan el sucesivo mundo placentario, las sombras que se desprenden, el espacio oscuro que penetra en punta de espejo, y llegan a las cavernas del centro de la tierra, después de ofrecer las libaciones de la sangre réproba o maldita."

 


Este texto es la versión revisada de la charla ofrecida el pasado 7 de mayo en el Cuban Research Institute (CRI), de Florida International University (FIU), como parte de una estancia de investigación financiada por una beca Díaz-Ayala. El autor agradece al CRI, y en especial al profesor Jorge Duany, por darle la oportunidad de investigar en los papeles de Leví Marrero, y de paso familiarizarse con la extraordinaria colección Díaz-Ayala de Música Popular Cubana.

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