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Opinión

Alfredo Guevara en el bosque de 'Rashomon'

Si la realidad resulta tan plural y fragmentaria como en la película de Akira Kurosawa, ¿cómo podría defenderse un partido único?

Madrid

"Me puedo equivocar y puede haber muchas ópticas, pero esta es la mía", reconoce en el documental Luneta No. 1 (Rebeca Chávez, ICAIC, 2012).

Lleva la chaqueta sobre los hombros en lo que constituyó —más allá de las películas y los carteles producidos bajo su égida— su aporte a la iconografía revolucionaria. No barba, no boina estrellada, no sombrero alón ni uniforme militar: una chaqueta sobre los hombros a la manera de las señoras que empiezan a sentir frío pero por nada del mundo se perderían esta fiesta en la terraza. Entre la machangonería rebelde, lo suyo es el escalofrío.

Está encantado de conocerse, como puede verse en la entrevista. Encantado de que, por muchas ópticas que haya, él pueda conservar la suya. Para hacerla prevalecer.

"Creo que la verdad es", dice y hace una pausa como si a continuación viniese algo oracular, "es como un caleidoscopio. Es realmente… es Rashomon, para hablar en términos de cine. Para unos tiene un valor y para otros tiene otro valor, y tal vez de la suma de todas las ópticas se pueda tener una aproximación y solo una aproximación a la realidad real".

Acompaña esas palabras con sonrisas. Tiene la ternura de un envenenador que hablara de sus antiguos cadáveres y, cuando alude a una película, es para dejar claro que no la ha entendido.

O que no se ha entendido a sí mismo. Porque no hay en Rashomon (la última vez que la vi se me cayó a pedazos, igual que la puerta del templo) ningún personaje capaz de borrar del todo al resto. Por otra parte, si la realidad resulta tan plural y fragmentaria como en la película de Akira Kurosawa, ¿cómo podría defenderse un partido único? No hay entre las historias ocurridas en el bosque japonés ninguna que pueda corresponderle a Alfredo Guevara. Lo suyo —no importa cuánto alardee de sumatorias— es restar a conveniencia, tachar, meter tijera y tumbar por edicto.

Paradójicamente, él mismo se ha encargado de publicar algunas evidencias de su comisaría política.  En uno de sus libros —Tiempo de fundación (Iberautor, Madrid, 2003)— puede encontrarse el diálogo que sostuviera en La Habana, en junio de 1979, con algunos intelectuales del exilio (Comunidad Cubana en el Exterior). Alguien pregunta en ese diálogo por la caída en desgracia de Virgilio Piñera, y esta es su respuesta: "Virgilio, como tú sabes, es un anciano. Virgilio Piñera es, en mi caso personal, una de las pérdidas que más siento para la revolución desde el punto de vista literario". Y a continuación ofrece razones para la censura.

Piñera cuenta entonces con 66 años y va a morir cuatro meses más tarde. Traducido del eufemístico, pérdida para la revolución significa ostracismo y vigilancia de la policía secreta.

(Un paréntesis acerca de los libros publicados por Guevara. ¿Cómo se explica que acceda, sin remordimientos ni vergüenza, a exhibir material de tal clase? ¿Por desmesurada idea de sí mismo? ¿Por la honestidad de quien no quiere evitarle a la posteridad sus deslices? ¿Por perfecta convicción de haber obrado del mejor modo posible? ¿Por aplomo doctrinario que le permite ventilar sus trapos sucios? No existe en toda la oratoria del castrismo prosa como la que puede leerse en esas páginas. Ni siquiera Eusebio Leal ha conseguido perpetrar zambumbia parecida.)

En el documental en donde lo entrevistan alcanza a verse un fragmento del discurso de autoinculpación de Heberto Padilla. Durante escasos minutos Padilla habla apasionadamente (con pasión verdadera o fingida) y es posible reconocer a varios de los asistentes. (Nancy Morejón, actual presidenta de la sección de escritores de la UNEAC, bosteza de aburrimiento o de miedo.) Las palabras de Padilla fueron publicadas por entonces, pero hasta donde sé no habían trascendido imágenes, y es de suponer que la filmación íntegra está guardada en una bóveda habanera.

La inclusión de un fragmento de ese material en Luneta No. 1 debió ser cortesía del principal entrevistado. A la hora de la muerte de José Lezama Lima, Alfredo Guevara mandó un camarógrafo al entierro. No asistió él, pero tuvo con el escritor una amabilidad de comisario: metió cámara en su cortejo, llevó el seguimiento policial hasta las últimas consecuencias.

Casi cuatro décadas después, esas imágenes siguen sin hacerse públicas. Las filmaciones del entierro de Lezama y del discurso de Padilla, que podrían considerarse documentos culturales de primer orden, constituyen  expedientes secretos todavía. Son un par entre las muchas historias negadas de ese bosque de Rashomon. Forman parte de la pornografía política del régimen. Constituyen, con bastante probabilidad, la obra fílmica atribuible a Alfredo Guevara.

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