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Opinión

El mal viene de arriba

Mientras crecen sus seguidores y simpatizantes, la santería se vuelve también un negocio. Nada más alejado de aquellos humildes esclavos mandingas, yorubas o lucumíes que la trajeron a Cuba.

Miami

Con frecuencia se habla en los medios de prensa sobre el auge que están exhibiendo últimamente las prácticas de la santería cubana. Mediante algún plausible motivo de preocupación o desde la tendenciosa mala leche, no son pocos los que exteriorizan reparos en torno al notable crecimiento del número de seguidores o simpatizantes de esta religión, tanto dentro como fuera de la Isla.

Se cuestiona sobre todo su deriva hacia un ejercicio enfocado con énfasis en el lucro económico, algo que ciertamente introduce cambios radicales en su historia, contradiciendo el legado de los predecesores, aquellos humildes esclavos mandingas, yorubas o lucumíes.

Se insiste en los altos precios que deben pagar quienes aspiran a iniciarse formalmente en las prácticas de la santería. También es comentado con particular alarma el hecho de que ser santero constituye hoy por hoy en La Habana una señal de éxito financiero, al punto de que proliferan cada vez más los pícaros que se disfrazan con sus atuendos (ropa blanca, collares…) solo para ostentar una opulencia que no poseen.  

La arrasadora miseria económica y la aguda crisis de valores espirituales, morales, culturales… en los que la revolución fidelista sumió a los cubanos, no tendría por qué no dejar su huella nefasta entre los legatarios de la mística yoruba, los cuales por demás se alinean entre los mayores afectados por esa tragedia.

Dejo, entonces, por delante la aceptación de que mucho hay de verdad en los cuestionamientos referidos. No es sino vergonzoso que entre las nuevas hornadas de santeros cubanos —negros y blancos por igual—, constituyan multitud aquellos que, aún más que amparo espiritual, parecen esperar de los orishas protección material que les permita robar, malversar, bisnear libremente, sin tener que pagar por sus delitos.

No son los únicos. Ni los peores. Sin irnos muy lejos, bien se conoce que Hugo Chávez y Fidel Castro (entre un interminable etcétera) acudieron igualmente al benemérito panteón yoruba en busca de impunidad para la ejecución de sus fechorías digamos políticas.

Todavía está por estudiar el vestigio racista que ondula detrás de esta tendencia, la cual arrastra a más de uno a concluir, ligera y erróneamente, que la santería no es una religión honorable, ya que estimula el irrespeto a la ley y a las normas de buena convivencia "ofreciendo protección" a sus transgresores.   

Pero es que nada tiene que ver este nuevo fenómeno con los principios éticos de los fundadores de la santería, ni con la conducta de sus más sobresalientes sacerdotes a través de la historia, y mucho menos, claro, con los designios de sus orishas.

Las deidades afrocubanas, como todos los dioses de todas las religiones, son representaciones de Dios, que es uno solo, según se afirma, y que en general actúa y se corporiza según imagen y semejanza de cada uno de sus adoradores. Entonces, ¿por qué razón habría que achacar a los dioses las formas (con frecuencia torcidas) en que cada uno de los adoradores interpreta su  cometido?

Por lo demás, ya que se trata de ver la solvencia económica como algo distanciado e incluso opuesto a la voluntad de Dios, ¿existe acaso otro ejemplo tan escandaloso como el del Vaticano, opulento entre los opulentos dominios terrenales? Sin embargo, no son muchos los que le miran con recelo por esta causa. Y afortunadamente, tampoco abundan los que estigmatizan a los católicos confesos, o se burlan de ellos, solo porque el Papa vive como un marajá, o porque entre obispos y otras autoridades eclesiásticas se persiste en la pedofilia (un delito mayor donde los haya), con mucha más pasión que en la fe.

En cuanto al uso de los rituales y otros menesteres de la Regla de Osha-Ifá como vías para procurar el progreso económico, tampoco debiéramos ignorar que dentro de las ruinosas circunstancias materiales en que vive la gente en Cuba, nadie o casi nadie queda a salvo a la hora de aprovechar la oportunidad de agenciarse algún dinero, incluidos los creyentes y representantes de cualquier tipo de religión. Ello no justifica esa conducta de dudoso sesgo moral, pero al menos ayuda a valorar el asunto distanciándolo de los prejuicios raciales.

También sería oportuno recordar —aunque no como justificación— que en el caso de la santería cubana, ha sido justo el régimen el iniciador y el propiciador de esa deriva hacia la búsqueda de lucro valiéndose de una expresión de genuina cultura popular que siempre fue condenada a los márgenes y a la pobreza.

Solo en los últimos años, ante el imperativo de vender el folclor afrocubano como variante turística, la dictadura del país resolvió quitarle la bota de encima a los ritos sincréticos de los santeros, cuya religión había sido oficialmente excluida, infravalorada y reprimida, mediante un ejercicio de hipocresía política tan desvergonzada que la mayoría de los censores eran a la vez creyentes impenitentes.

Luego de más de tres décadas de injustificado y cruel atropello fue que el fidelismo decidió aliviar la retranca oficial impuesta desde sus primeros días contra la santería. Y bien se sabe que no lo hizo por convicción sino por desesperación, al verse obligado a incrementar sus ganancias mediante la industria turística. El mal entonces viene de arriba, pero no de las cumbres del panteón yoruba, sino de esa altura intermedia que es territorio exclusivo del poder político, cuyos representantes viven haciendo de las suyas entre el cielo y el suelo, por más que no puedan alcanzar el primero ni reinar para siempre en el segundo.

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