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Opinión

El primer destinatario

Buenas intenciones y varios errores: la Carta Abierta de 40 personalidades a Barack Obama solicitando la flexibilización del embargo debió enviarse, primero, a Raúl Castro.

La Habana

La Carta Abierta al presidente Barack Obama firmada por 40 prominentes personalidades en los Estados Unidos desata y actualiza, una vez más, el debate sobre las relaciones Cuba-Estados Unidos. Su intención general es loable y la suscribo en su concepto de que el acercamiento entre países que se han autopercibido y actúan como enemigos es una buena apuesta para lograr cambios detrás de las fronteras del conflicto. Cuba y la armonía geoestratégica en el hemisferio occidental lo demandan.

En tal sentido la política no es una táctica, el movimiento en el tablero de determinadas piezas con el fin de lograr un fin estratégico, sino un desplazamiento en la visión de cómo reestructurar las relaciones entre dos países que se han entendido muy mal durante más de medio siglo. Aquí la estrategia se convierte de por sí en la táctica.  

Pero percibo un error en el orden de los destinatarios. El primer receptor de una misiva de tal naturaleza debió ser el presidente designado Raúl Castro, no el presidente electo Barack Obama. Y por una razón que en la carta se esgrime: el Gobierno de Estados Unidos ya ha dado pasos en la dirección descrita y deseada por amplios sectores. La duración de estos cambios (seis años), su magnitud (una gama amplia de recursos, sectores y segmentos) y su profundidad (un espectro de personas que exceden los tradicionales vínculos familiares) habrían sido más que suficientes para que la sociedad civil hubiera salido ya de la zona económica de taxeo, en lo que a ayuda desde Estados Unidos se refiere, despegando hacia las primeras alturas donde el vuelo adquiere fuerza y estabilidad.

Si la sociedad civil, en lo que toca a la economía —en una concepción típicamente hegeliana de lo que también puede ser la sociedad civil― no cuenta con un tejido más o menos sólido, se debe a la idea restrictiva que de la economía civil tiene el Gobierno cubano. La precariedad de esta economía no se explica por la insuficiencia de recursos diversos provenientes del exterior, sino por la construcción deliberada de un modelo subdesarrollado de sociedad civil en el que las clases medias, el emprendimiento y la inversión no tienen espacios.  

No cabe pensar entonces que los incipientes sectores económicos independientes en Cuba son débiles por falta de recursos. Lo son por la limitación conceptual de las reformas. De modo que lo necesario en Cuba es que el Gobierno acabe de hacer una profunda reforma en la zona de lo prohibido para que se haga la luz en economía.

De ahí nace el segundo error en las buenas intenciones. Y como dice el proverbio, el demonio está en los detalles. No hay sintonía entre el propósito y las herramientas que se proponen en la Carta Abierta con las condiciones reales en el terreno. Para ser receptor de importaciones, créditos y servicios; al mismo tiempo que emisor de exportaciones en Cuba se requiere una reforma, sea de hecho, sea legal, que permita al sector privado operar en el ámbito del comercio y el crédito internacionales. Las licencias que podría otorgar el Departamento del Tesoro no tienen alcance sobre la legislación cubana, ni compatibilidad con los cambios producidos; tampoco capacidad para producir vuelcos de mentalidad en el Consejo de Estado en Cuba.

Todo proceso político de reciprocidad exige una lógica interna que haga efectiva las acciones probables de una agenda política: solo después de eliminado en Cuba el permiso de salida, tiene sentido el otorgamiento de visas de entrada y salida a Estados Unidos por cinco años. Y el impacto políticamente potencial de esta medida no ha sido calibrado en su magnitud. Primero Cuba, luego Estados Unidos.

Averiguar por el no lugar del pequeño sector privado dentro de la Isla en la reciente Ley de Inversiones Extranjeras sería un buen dato para saber que se requiere una reforma que antes le confiera a aquel capacidad legal para endeudarse con bancos norteamericanos. No se trata de cantidad sino de cualidad. Y la cualidad del proceso está en La Habana, no en Washington.

Quienes apostamos por el soft landing necesitamos toda la finura posible en el diseño estratégico porque corremos el riesgo de ser acusados de cínicos. La apuesta no puede ser meramente retórica si queremos impedir la deflagración total de la agenda del diálogo y el acercamiento. Ya hubo una incursión fallida de la jerarquía católica cubana por las arenas de la política, que le agotó prematuramente su fuerza de interlocución, parece que también su credibilidad, frente a diferentes actores de la realidad cubana. Y de muchos que son serios en la arena internacional.

La lección es que si el menú de buenos propósitos no se corresponde con el análisis evidentemente objetivo de los hechos, es imposible obtener resultados estructurales y de mediano plazo como efecto de la aplicación real de las opciones propuestas.  Quienes creemos en la apertura y el diálogo tenemos más exigencias que aquellos que confían en las opciones de acoso y derribo. Ante el fracaso estos pueden aducir que les falló la puntería. En el mismo escenario nosotros tendríamos que defendernos en tres terrenos: nuestra condición ética, nuestra cabeza política e intelectual y nuestra integridad psicológica. Unos desafíos que descarrían a las mejores mentes.  

Los hechos en Cuba son brutalmente antieconómicos. El Gobierno acaba de enviar un mensaje en la frontera a los miles y miles de agentes económicos individuales que, provenientes en lo fundamental de Estados Unidos, sostienen la cadena alimenticia del sector privado, advirtiéndoles de que se les decomisarán los bienes que importen sin justificación filial. Un ciudadano está corriendo el peligro de ser incluso juzgado y condenado a tres años de privación de libertad por introducir en el país 150 memorias flash. Puede que no tenga 150 parientes en la Isla.

Y parece cada vez más evidente, en otra orientación del análisis, que la autonomía de los actores económicos no impacta necesariamente en el terreno de las libertades civiles. Más axiomático aún, que solo la combinación entre Estado de derecho y sociedad civil puede generar condiciones, garantías y confianza para el progreso de cualquier agenda económica. El punto de partida de cualquier crecimiento del bienestar económico está inicialmente en la sociedad civil, no directamente en la economía. Sociedad civil y Estado de derecho son las dos inversiones extraeconómicas que más potencian la economía de una nación: le proporcionan estabilidad en todos los plazos y acumulación sostenida de capital para la reinversión en el conocimiento y el desarrollo. Todos lo sabemos: solo son productivas las reglas del juego que son claras e iguales para todos.

La Carta tiene, no obstante y entre otras, una virtud que me gustaría ponderar. Identifica a los sectores que ciertamente le dan vitalidad económica a una nación, incluso en los mismos Estados Unidos: la pequeña y mediana empresas, que son la base medular de las clases medias. Ello desinfla la noción de un Estado incapaz de comprender las reales potencialidades y dimensiones de la economía cubana, que le ha dado por la pretensión de jugar con los grandes conglomerados económicos, con las maldecidas transnacionales, y que cree puede ofrecerle algo, de igual a igual, a un Warrent Buffet, a  la Texaco o a la Halliburton.

De ser satisfecha tal pretensión supondría un golpe de autoridad y prestigio económicos que no se corresponde con el historial del Gobierno, y llevaría a fortalecer corporaciones y oligarquías nacionales sin justificación en las condiciones naturales y primarias de la economía cubana: la magnitud de los recursos petroleros, minerales, agrícolas, o de cualquier índole, no dan para fundar emporios naturales en la estructura socio-económica del país. Nuestros potentados son meros rentistas con afiladas herramientas de extracción, innecesarios para la fluidez de la economía. En Cuba ni los marqueses ni los monopolios promovieron la riqueza social.

Eso traduce una comprensión de nuestra realidad económica por parte de los promotores de la Carta que merece ser compartida con la elite de poder cubana. Las transnacionales no son imprescindibles para nuestra reconstrucción. Somos tan débiles que una sola empresa de escala puede acabar con un proyecto de país.

En otras palabras. No hay justificación económica —¿dónde está nuestro esquisto?— para prolongar una dictadura con capital norteamericano. Una ironía si las hay.  

Lo que me provoca una última reflexión. A diferencia de otras regiones, ningún actor democrático cubano debería nublar la dimensión moral del cambio. Los reajustes del poder han generado en Cuba dos sectores duramente marginados: quienes han perseverado en la inventiva económica y quienes han insistido en las libertades políticas; en conexión tanto con el resto del mundo como específicamente con Estados Unidos.  No habría en nuestro caso ninguna consistencia moral si la incorporación de la elite cubana a la realidad global no pasa simultáneamente por la incorporación de toda la sociedad, empezando real y simbólicamente por quienes fueron históricamente marginados. Y el Gobierno de la Isla insiste en exportar marginados económicos y marginados políticos. Ni Barack Obama ni ningún presidente norteamericano puede impedir estas derivas del fracaso.

Pero no podemos olvidar, en cualquier aproximación, que hay maneras no violentas de hipotecar el futuro. Una de ellas es reintroducir una fractura moral en el mismo espacio donde se introdujeron múltiples fracturas nacionales.

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