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Opinión

Un año sin Isabel II de Inglaterra

'Aun para los que estábamos lejos, sujetos a otras realidades y víctimas de otras circunstancias, la permanencia de Isabel II era como el fiel de la balanza: la conciencia de que, en otra parte, existía un orden benigno, inmutable y sereno.'

Madrid
Funerales de Isabel II de Inglaterra.
Funerales de Isabel II de Inglaterra. Reuters

El 8 de septiembre de 2022, la reina Isabel II abandonó definitivamente el escenario en el que había brillado incesantemente durante 70 años. Había cumplido con su deber de servir hasta el final. Solo dos días antes, con acentuada fragilidad, había recibido en el castillo de Balmoral a una nueva primera ministra. Luego, se apagó discretamente como correspondía a la dignidad que había ostentado a lo largo de toda su vida. Sabíamos que no era inmortal, pero parecía acercarse a sus lindes. La inmortalidad le pertenece ahora —como a tantos— cuando ya no está, y no por haber ingresado en algún reino ultramundano como insiste en predicar la religión organizada, sino por perdurar en la memoria de los que vivimos en su largo reinado y en la historia milenaria de su pueblo.

No está en disputa que fue la mujer más famosa del último siglo, cuyas apariciones, viajes y eventos familiares (algunos de ellos desafortunados) eran puntualmente registrados y publicitados. Haber estado constantemente expuesta al escrutinio de una prensa que fue aumentando con los años su nivel de intromisión e indiscreción no pareció perturbarla nunca. Se limitó, sin una queja, a la tarea para la que había sido investida y que, conforme a su código ético, no contemplaba el abandono o la renuncia. Había sido ungida y coronada para ser el icono viviente de una nación, y el peso de ese quehacer, que debe haberle resultado más de una vez abrumador, lo soportó con indoblegable estoicismo.

En una época tan convulsa, como la que le tocó vivir, donde la monarquía había llegado a alcanzar un alto nivel de descrédito y de superfluidad, la reina Isabel sobresalió en infundirle autenticidad y pertinencia a una institución que llegó a representar como nadie. Había —y hay— otros reyes, pero bien son déspotas repugnantes, como los monarcas del mundo musulmán, o meras parodias, como los soberanos del resto de Europa: deslucidas representaciones de una venerable tradición. Solo en Gran Bretaña sigue conservando esa institución su lustre y su atractivo, su capacidad de convocatoria y de cohesión, aunque el poder de gobernar no le pertenezca desde hace siglos. Isabel II supo desempeñar como nadie ese papel de gran árbitro, sin rebajar su natural jerarquía ni sobrepasar nunca sus límites constitucionales. Y ello, de manera indiscontinua, a lo largo de siete décadas. Algo que merece el nombre de hazaña prodigiosa.

No había nacido para reinar. La abdicación de su tío, Eduardo VIII, en 1936, y la consiguiente exaltación de su padre, Jorge VI, la puso a un paso del trono al que ascendió de manera imprevista en febrero de 1952. Un cáncer agresivo terminó con la vida del rey mientras ella se encontraba al inicio de un viaje oficial por colonias y territorios. Tenía sólo 25 años y poca experiencia para emprender una tarea que todo el mundo creía que habría de sobrepasarla. Sin embargo, la mujer menuda y enlutada que descendió del avión en Heathrow para recibir el homenaje y la adhesión de un gabinete presidido por Winston Churchill tenía la fibra de los grandes monarcas, aunque avenida a los tiempos en que le tocaba reinar. A partir de ese día se dedicó por entero a servir en el alto oficio al que estaba destinada e inició una relación de amor con su pueblo —y con otros muchos en el mundo— que habría de mantenerse hasta el último día. Los aplausos, las sonrisas y las lágrimas por ella siempre fueron genuinos.

Casi la totalidad de mi vida transcurrió durante el reinado de esta persona extraordinaria. Aun para los que estábamos lejos, sujetos a otras realidades y víctimas de otras circunstancias, la permanencia de Isabel II era como el fiel de la balanza: la conciencia de que, en otra parte, existía un orden benigno, inmutable y sereno que no naufragaba en medio de los cataclismos y calamidades del mundo. Vivió tanto que terminamos por asumir —a sabiendas de que la muerte no habría de respetarla— que nunca dejaría de estar en su puesto, de ahí que su repentina partida dejara en muchos una sensación de asombro y orfandad. Tuvimos el privilegio de vivir en la época de Isabel la Grande, mucho mayor, sin duda, que su homónima del siglo XVI.

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4 comentarios

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Mucho sentido del deber tenía esta señora y sabía lo que venía detrás cuando ella faltara porque, “Ay qué familia, Señor!!!”

Profile picture for user Ana J. Faya

Cada quien es libre de tener cualquier criterio sobre la reina Isabel II y de admirar a la figura pública que se le ocurra. Yo personalmente le guardo respeto a la reina Isabel II, y como el autor, recuerdo la portada de publicaciones sobre su coronación y hace un año su muerte. Pero lo valiente no quita lo cortés. Creo que un gran número de irlandeses, de escoceses, y hasta de londinenses del East End, Westminster y King's Cross no van a coincidir con que en sus territorios "...existía un orden benigno, inmutable y sereno". Pero, cada quien es cada cual.

Pues sí está en disputa, lord Vicente... la que debiera ser más famosa, si fuera por genuinos méritos personales, sería Madre Teresa de Calcuta. Y también, en el orden filosófico, para nosotros los libre pensadores, Hannah Arendt. Nobleza no obliga. Ella quizás representa el epitafio de las monarquías, de una larga saga de crímenes y corrupciones.

Harry hizo lo que tenía que hacer para sentirse un hombre libre: dejar la esclavitud de la corona con sus protocolos.