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Narrativa

Las mierditas

'Ya se escuchaban malas proposiciones, como la de atacar la cisterna del edificio de enfrente donde, estaban convencidos, debía haber agua almacenada.'

La Habana

El grito de mi madre espantó aquella imagen, en la que me veía quitándome las ropas bajo un chorro de agua libre de suciedades. Al volver de golpe a la realidad, no pude hacer otra cosa sino apresurarme, e ir al patio con un vaso de metal para sacar un poco de agua, la última que quedaba en el único tanque de la casa.

"Me voy  a volver loca", era esa la frase preferida de mi madre, sin apartar el clásico: "Quiero morirme" o el envejecido y teatral: "Dios mío, ayúdame".

Con cada segundo, minuto y hora, su escaso sentido del humor no tardó en corromperse, llegaba  al extremo de tirarse de los pelos, mordisquear sus dedos, y con un  tono de voz irascible arrojar una innumerable sarta de improperios. Me acusaba de ser el culpable por no haber conseguido otro depósito. Diez días, diez maravillosos días en los que no entró ni una gota de agua a la cisterna del edificio, y a la vieja que permanecía como lechuga en cama: mi abuela, madre de mi madre, sangre de mi sangre, no podían contenérsele las mierditas pastosas, todo a consecuencia de un potaje de judías que cayeron en su estómago como una bomba.

Mamá no se cansaba de asearla, parecía nunca acabar con semejante tarea, limpiaba sin  siquiera poder renovar el líquido ya turbio.

En el jarro sumergía paños que alguna vez fueron adornos de cocina, trozos de sábanas, toallas, pedazos de mosquiteros ya inutilizables. Con vigor restregaba, era difícil librarse de esa tonalidad: amarillo pastel que se colaba entre las uñas y dejaba enormes manchones sobre cualquier tipo de tela.

Exprimía con rapidez, y eso solo ayudaba a esparcir los olores y a traer consigo a un millar de moscas, que comenzaban a rondar por los muslos, nalgas, y todo cuanto les resultaba atrayente en mi abuela.

Ya había realizado una inspección para comprobar que nos quedaba medio cubo de agua, que sería la destinada para aplacar la sed.

Mientras mi madre se dedicaba a espantar moscas, en las escaleras se oían todo tipo de comentarios, se hablaba de la posibilidad de que en dos o tres horas, llegasen algunas pipas para llenar aquel hueco vacío, era algo que no podía prolongarse por más tiempo, porque la situación empeoraba. Ya se escuchaban malas proposiciones, como la de atacar la cisterna del edificio de enfrente donde, estaban convencidos, debía haber agua almacenada.

 

 

El ritmo de las mierditas se hizo más frecuente e irresistible, si antes una ocurría cada treinta minutos, ahora no tardaban en llegar cada tres o cuatro, y estas mucho más fétidas y abundantes. Era increíble que abuela no mostrara síntoma alguno de deshidratación. Mamá con un algodón le dejaba caer de vez en vez sobre los labios algunos hilillos de agua. Pasadas tres horas, nada de pipas, y ya habíamos consumido toda el agua que nos quedaba.

 

 

Necesitábamos buscar, nos hubiésemos conformado con unas cinco o seis jarras para  mejorar el aspecto de aquellos trapos, y beber. Acudí a los vecinos con los que creí tener más confianza, esos a los que alguna vez les brindé mi ayuda sin mirar a los lados. Me agoté subiendo escaleras. Todos se negaron, y era de esperarse, cómo se puede ser tan estúpido e inconsciente  si en la mayoría de los treinta y cinco apartamentos conviven niños y mujeres.

Todos estábamos secos, tanto que en la piel ya llevábamos un olor a muerte. Nadie en el edificio tenía por costumbre almacenar el agua, y los que lo hacían, ahora no la brindaban por el temor de verse en una situación similar.

 

 

Mi madre limpia, lo hace sin esa agilidad que la caracteriza, ya no maldice, solo llora o simula hacerlo porque no alcanzo a ver cómo caen las lágrimas, sus ojos también están secos como esos paños, que ya escasean y se van amontonando al pie de la cama, y más que paños o trapos ahora a simple vista parecen bosta de caballos. "Hay que hacer algo pronto", dijo mi madre pasándose una mano por la frente.

No dudé en ir al closet para comenzar a rasgar camisas, pantalones y todo cuanto creí necesario para continuar limpiando, esta vez se hacía en seco, era mucho más engorroso porque la piel no quedaba limpia del todo.

Desde las escaleras volvieron las voces de los vecinos. Fui al balcón y desde allí muy interesado, presencié a un grupo de mujeres y hombres que en las manos cargaban pequeños troncos de madera, pedazos de hierro, machetes sin filo, además de una enorme cantidad de cubos y jarros plásticos, parecían decididos a asaltar la cisterna vecina. Según ellos no sería difícil. A nadie le importaba nada, ni siquiera les interesaba saber que todo estuviese mal hecho, porque los de enfrente supieron administrarse con el mecanismo de hacer funcionar el motor del agua solo una hora diaria en las mañanas. Algo que nunca se puso en práctica en el nuestro, porque cosa igual a esta en la historia, jamás sucedió. De lo que sí todos estaban conscientes era de que esa agua no era nuestra.

No sé por qué sentí temor, y de una manera inconsciente me preocupé por lo que pudiese ocurrir con aquella cisterna que pertenecía a otro edificio, donde igualmente había niños y personas que tal vez no merecían aquel trato. "Son todos unos hijos de puta", gritó uno de los del grupo impacientándose. Supe que algunos odiaban al gordo del tercero, otros sentían lo mismo por el del sexto, y más, mucho más detestaban a la rubia del quinto piso porque tiene de todo en su casa. Asimismo, otros no soportan a la del segundo por ser una estirada que no mira ni saluda a nadie, sucede igual con la manicura que es negra, y según se comenta vino en coche desde Santiago de Cuba a adueñarse del agua de los de acá. La mayoría afirma querer darle una tunda al de la planta baja si interviene, "a ese, por maricón", y también por tener un jardín muy bonito, que todos los domingos es invadido por gente de su misma especie.

Los veo a todos enfilar rumbo al otro edificio. Entro. Ya no me preocupa lo que pueda suceder con los de enfrente, si al final: estamos tan jodidos sin agua y sin ayuda.

Me duele ver cómo mi madre limpia a la vieja, tal parece que todas las comidas de los millones y millones de habitantes de la tierra han ido a buscar un sitio en su estómago, como si el gastado cuerpo ocupase la función de tripa universal, donde se vierten todos los desechos para ser digeridos con una voraz diligencia.

 

 

Ahora, casi ahora, las mierditas han pasado de los dos a cuatro minutos a una frecuencia  inalterable de tres o cuatro mierditas por segundo, puedo decir que ya no son tan mierditas, porque ahora la vieja, mi vieja, sangre de mi sangre, flota en el amarillo que comienza a correr por las patas de la cama.

Mamá se ha tragado la lengua que de tanta sequedad le pesa dentro de la boca. No sabe a dónde ir, a quién llamar ni qué hacer, se cruza de brazos apartándose porque ya no resiste ese olor que da náuseas, y tampoco quiere embarrarse el único vestido que le queda. Esta es cosa rara, de brujería, porque la vieja, mi viejita, sangre de mi sangre, solo nos mira de soslayo con sus ojos grandes, lo hace con una mueca en los labios que más que sonrisa parece una maldición. Ha de tener la carne tan entumecida que ni siquiera advierte que sus piernas y manos comienzan a hundirse. Su pelo se deja arrastrar mansamente partiéndose en cientos de hilachas por donde se desliza el amarrillo que va a parar a las losetas del piso haciendo una zanja que se alarga y se alarga.

Al parecer, abajo comenzaba la lucha. Fijo los ojos en la figura de mi madre, está tan pálida, ahora solo atina a treparse en un mueble alto, y sin decir palabra se cubre los ojos con las manos.

Me entran deseos de llorar pero no lo hago, recuerdo y saboreo la frase de mi padre ya muerto, tantas veces repetida, esa de que "las lágrimas son cosa de mujeres". Prefiero ir a la cocina, coger un cuchillo y dos cubos para salir afuera a acabar con todos los que se interpongan, tener solo seso y conciencia para lo que es mío y quiero.

 

 

Intento poner el pie izquierdo al frente, luego el derecho, pero por más que me esfuerzo todo parece inútil y poco creíble porque las mierditas ya sobrepasan la altura de mis muslos, apenas logro entender lo que sucede, intento ir adonde está mi madre, y no sin esfuerzo llego a su lado. Tiene el maquillaje corrido porque no deja de estregarse los ojos para arrancarse alguna lágrima. "Qué coño es todo esto", la cargo con cuidado de no embarrarle el vestido.

Vertiginosamente, las mierditas ascendieron del nivel de los muslos al ombligo. Ahora caminar se hace más trabajoso, porque de la cintura hacia abajo todo pesa y resbala.

 

 

Con la mirada busco a la vieja, mi vieja, sangre de mi sangre, y solo encuentro un pedazo de rostro tan blanco que da la impresión de ser una máscara veneciana rodeada de moscas. Al fin salimos al balcón, necesitábamos aire fresco. Para mi sorpresa, afuera también todo comenzaba a inundarse con las mierditas que brotaban de todas partes y engullían lo que encontraban a su paso.

Ya no hay aceras no hay parques, ni jardines, ni autos, gracias a la providencia divina del señor Dios, las cisternas se han llenado hasta el tope. Los vecinos tan amistosos destruyen puertas y ventanas que son utilizadas para navegar en lo que ellos llaman pequeñas embarcaciones, niños y muchachos se desnudan sin vergüenza para comenzar a divertirse dándose algunas zambullidas. Le digo a mi madre que mire, y cuando lo hace, le señalo al horizonte que ha comenzado a formarse con las mierditas.

Sin importar ya la blancura del vestido la dejo caer, y mas atrás la sigo para tocar el fondo y luego regresar arriba.

Es entonces cuando comprendo que nada es tan complicado, todos nos adaptamos a estar aquí, ya nada parece tan inverosímil ni asqueroso, al contrario, tiene buen gusto, por momentos me sabe a compota, a jugo de frutas, y lo mejor es que se puede ir de un lado a otro sin temor de ningún tipo porque el cuerpo siempre se mantiene a flote. Las ya no tan mierditas son tan espesas que es casi imposible  ir a parar a lo profundo.

 

 

Mi madre se ha perdido, regreso abajo, no puedo abrir los párpados porque bien sé que arderá, solo braceo y alargo los brazos para buscar. Cuando encuentro sus huesos la tomo por los hombros. Ya afuera nos miramos, por primera vez en mucho tiempo mi madre ríe a carcajadas, y eso me regocija. Le acaricio la cara que le ha cambiado de tono, ni siquiera parece su cara.

Ya hay demasiada gente a nuestro alrededor y antes de que anochezca debemos buscar una tabla o puerta para dormir cómodos porque ya sale el cansancio de los días, de los meses, de los años.

A ella no parece importarle la palabra cansancio. Solo se ríe, se ríe y con sus manos aparta las mierditas de mi cara para besar mis mejillas. Me viene a la mente el recuerdo de la vieja, mi vieja, sangre de mi sangre. Y feliz, tan feliz de estar aquí, vuelvo una vez más al fondo.

 


Nonardo Perea ha publicado el libro de cuentos Vivir sin Dios (Extramuros, La Habana, 2009). La editorial Montecallado publicará próximamente su novela Donde el diablo puso la mano. Este cuento recibió el Premio de Bibliotecas Independientes, en 2008.

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