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Ensayo

Mimí Yoyó

'No saben que la primera persona del singular es la más difícil de adoptar con éxito artístico en cualquier género.'

Miami

Es un acto de ignorancia atribuirle a Miguel Barnet haber sido el primer blanco del delicioso, exacto apodo. Aristófanes, en su comedia Las ranas, atribuye algo de esa ridiculez insoportable a Eurípides.

Miles de Mimí Yoyó pueblan la historia de la literatura y las artes. Y por supuesto que Cuba —aunque sea una isla en peso— no se sustrae a los egos desbocados. Más bien todo lo contrario. El salitre favorece que la autoestima se convierta en yoyomimí, ciego narcisismo que conduce enseguida al ridículo.

Como este apunte no pretende ser costumbrista, sino flecha de crítica literaria, me limito a sus efectos en poemas, cuentos, novelas, ensayos; aunque en entrevistas y memorias quizás se justifique un poco. La risa que como primera reacción causa, se convierte en sospecha —no siempre certeza— de mediocridad.

Pasa de psicopatología —en sus múltiples variaciones—  a texto fallido, que pretendió ser literatura, connotar. Resbala en el fango ególatra, se encharca en la feria de las vanidades, se ensucia de arrogancia. Y Mimí Yoyó, para colmo, ni cuenta se da. Cree que el escaparate de su abuela en el antiguo Central Delicias va a ser de universal interés, y dedica un capítulo de su novela a describirnos —muy lejos del embrujo de Marcel Proust en sus descripciones— hasta un par de medias que la pobre mujer tejió a su nieto.

Un santiaguero —víctima del mismo virus— no se quedó atrás para ofrecerse de somnífero, cuando en una novela dedicó no sé cuántas páginas —no sé, porque ahí la dejé— a una conversación sobre la relevancia de su obra en un café chino, junto a amanuenses adoradores de Alá a la puesta del sol.

No creo que Pascal tuviera razón cuando afirmó que el yo es odioso. Cioran lo caracterizó muy bien. La seguridad en uno mismo, la satisfacción ante algún reconocimiento, por supuesto que alienta, anima... Pero a los Mimí Yoyó los encabrita y dispara. Así como a los que luchan por lo que llaman "llegar", "ser reconocidos", "famosos". Unos y otros caen por el mismo precipicio, que mientras no trasciende a sus obras, aunque resulta la mayoría de las veces cargante, uno lo excusa porque el enfermo es talentoso, pero tuvo una recaída, y qué se le va a hacer, el pobre.

Porque hay escritores de obras relevantes que —una pena— han sido víctimas de su ego. Menos mal que sin afectar la calidad expresiva, como se dice de Juan Ramón Jiménez, aunque lo demuestra en su polémica con Luis Cernuda.

Últimamente —también aquí en DIARIO DE CUBA— he leído poemas infectados de Mimí Yoyó.  No siempre, desde luego, he podido llegar al verso final. Algunos de firmas conocidas dan la impresión de que el autor ha confundido lo elemental: no se escribe sobre vivencias, el acto de escribir es una vivencia otra, que transforma su motivo temático, que vale por cómo lo dice. Nada más.

¿A quién le puede interesar una carnicería en Lawton si una larga enumeración, más bien un inventario, agrede la inteligencia, al carecer de curvas ascendentes o descendentes o mixtas, imprescindibles en el tan difícil recurso retórico de enumerar, para colmo gastado por el coloquialismo para oligofrénicos de Ernesto Cardenal?

Y así... Son, se llaman, "líricos". El ego —es patético— los engulle hasta escupirlos. Declaran que son "autobiográficos", pero no se descargan en Facebook, con lo que pasarían inadvertidos. O en chateo con los parientes y amigos. Ah, no. Creen perpetuarse.

Defienden que se basan en hechos "reales". "Tenía que escribirlo porque me sucedió", le oí a uno en Miami, en el casi desatendido Centro Cultural Español. Por urbanidad no le contesté que me daba igual, que yo no era historiador ni sociólogo, ni multiculturalista ni psiquiatra; apenas un lector de literatura "creativa" —sin que el adjetivo me guste—-, no de documentos, evidencias judiciales, actas de confesiones, defunciones.

Lo peor es que se trata de una raza insumergible, con sus propias asociaciones de bombos mutuos, que ni medita en lo efímero, en el "polvo" que la herejía de Quevedo quiso "enamorado". Llamarse "poeta" o "escritor" les pone la piel de gallina. Y de nuevo empiezan las toneladas de anécdotas personales, triviales, tontas, cursis... Creen —ya en el delirio— que esperan por ellos.

Por lo general, estos pacientes ven el acto de escribir como un trabajo fatigoso, no como un placer similar a un buen acto sexual, del que uno puede salir tan feliz como fatigado, sin ni siquiera esperar el aplauso de la pareja, aunque siempre estimula. Lo ven laboralmente, hacia el pago por la mercancía, que desde luego nunca va a ser tan premiada como una zona de su cerebro les indica. Para ellos la enferma mental fue Emily Dickinson —el más grande poeta en lengua inglesa del siglo XIX— porque dedicó sus poemas a las plantas de su pequeño jardín en Amherst y ni siquiera se preocupó de titularlos.

Por lo general, los Mimí Yoyó suelen subestimar a los demás. Este síntoma los acompaña, es parte de su desafuero egoísta. Recuerdo, y otros asistentes deben recordarlo, a un discreto poeta cubano que, como la fiesta coincidía con el merecido Premio Juan Rulfo a Eliseo Diego, llegó a decir que se trataba de un poeta de segunda fila. No me pude aguantar y le pregunté: "¿Y si Eliseo Diego es de segunda, donde estarás tú?"

Fanáticos de su ego —id y alter ego van de regalo en el mismo paquete—, llegan a creer trascendente hasta el revoltillo del almuerzo. Tema que enseguida les inspira versos de calidad inefable —hacen un gesto con la mano como si tirarán un beso al público—, admiten los más astutos bajando la cabeza. "El modo en que yo bato las claras con las yemas"... "Yo no sueno el tenedor"... "Yo les echo leche".... "Yo" y "yo".    

Parte de enfermedad, parte de ignorancia, no saben que la primera persona del singular es la más difícil de adoptar con éxito artístico en cualquier género.  Tampoco que muchas veces los elogian para no leerlos. Ni que a sus espaldas ríen, porque a alguien —malévolos siempre sobran— se le ocurrió encasquetarle el viejo apodo, de exactitud fenomenológica.

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