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Crítica

Bien de archivo

Pedro Marqués de Armas sigue las pistas de letrados, médicos, higienistas, criminólogos y psiquiatras cubanos enfrascados en el estudio del hermafrodita, la mujer histérica, el homosexual, el esclavo suicida, el loco criminal, las masas.

Richmond

No tenemos equivalente en la tradición cubana para libros como La locura en Argentina y Aventuras de Freud en el país de los argentinos, de Hugo Vezzetti, historias nacionales de la psiquiatría y el psicoanálisis, respectivamente, o Médicos maleantes y maricas. Criminología y homosexualidad en la construcción de la nación argentina (Buenos Aires: 1871-1914), de Jorge Salessi, donde se estudia el papel fundamental que jugaron los médicos durante la consolidación del Estado nacional en un contexto marcado por la inmigración masiva, la urbanización acelerada y la aparición de nuevos actores sociales.

En mi opinión, las razones de esta falta no habría que buscarlas solamente en la menor solidez de la tradición intelectual cubana en comparación con la argentina, sino sobre todo en los desastrosos efectos de la revolución de 1959, esa ruptura fatal que terminó condenando a la intelligentsia cubana, como al país todo, a una suerte de desfase donde aún nos encontramos. Mientras en la revista Literal, en tiempos de la dictadura militar argentina, se discutía a Lacan, en Cuba el "idealista" Freud había quedado, si acaso, para mención en los cursos de "Filosofía no marxista".       

Mientras allá una ficción vanguardista como El niño proletario, de Osvaldo Lamborghini, parodiaba los discursos positivistas de fin de siglo y su correlato literario —la narrativa naturalista—, acá los escritores intentaban trabajosamente salirse de la camisa de fuerza del realismo socialista, recuperando los plácidos espacios del origenismo: la quinta familiar, el "sitio en que tan bien se está", la humanidad de los objetos domésticos, la caridad de las pequeñas cosas… De todo ese amable repertorio quedaba fuera eso que el inquietante relato de Lamborghini revelaba de una manera, por cierto, muy poco realista: la violencia, la sangre, el mundo, en una palabra, de la crónica roja.

En su "Elegía a Julián del Casal", Lezama maldecía a quienes se atrevieran a reírse de las colaboraciones del poeta en La Caricatura, alegrándose de que nadie las hubiera encontrado. Dos décadas atrás, en una conferencia sobre el propio Casal, frente a los "pasivos archiveros" que explicaban todo recurriendo a la noción positivista de influencia, él había propuesto una "crítica creadora", poética. Esa crítica debía ser capaz de llenar los vacíos —el de los tiempos de la factoría, siglos en que apenas hubo en la Isla poesía mientras en los ricos virreinatos florecía el arte barroco—, y hasta de compensar las pérdidas ("todo lo hemos perdido", dirá más tarde Lezama), pero soslayaba ese otro archivo, aquel que tiene que ver con la violencia morbosamente exhibida en La Caricatura mas también con la trama intrincada del saber y el poder, hecha de discursos vinculados no ya con la poesía y la imaginación sino con la ley y el orden.

Algo de ello sí asomaba, en cambio, en "La gran puta", el poema de Virgilio Piñera. Ahí ciertos personajes de la crónica roja aparecían, entre el hambre y la música de fondo, como actores, o al menos figurantes, de la "confusa gesta del danzón ensangrentado". Aunque escrito a comienzos de los años 60, ese poema no se publica hasta fines de los 90, primero en La Gaceta de Cuba (1999) y luego en el último número de la revista Diáspora(s) (2002), con una presentación donde Pedro Marqués sugería que en él Piñera había conseguido captar el núcleo de aquella ficción contenida en la famosa frase de "Habrá azúcar o habrá sangre", que pronunciara Batista al llegar al poder en 1940.

Pues bien, me parece que es justo en los años 90, cuando el origenismo resurgido en la década anterior se hace cada vez más consonante con la ideología del Estado, que llegan a darse las condiciones para mirar con más detenimiento ese archivo olvidado de la Colonia y la República que la cultura socialista, con su énfasis exclusivo en los discursos independentistas y revolucionarios, había vuelto ajeno. Es entonces, en aquella Habana de hambres y apagones donde, ya no Daniel Santos pero sí "El Tosco" y "El Médico de la Salsa", galvanizaban los solares, y los tanques que una noche de agosto recorrieron la calle Paseo advertían que habría Revolución o habría sangre, cuando comienza a gestarse este libro recién publicado de Pedro Marqués, Ciencia y poder en Cuba. Racismo, homofobia y nación. (1790-1970). Se trata de un libro absolutamente necesario, que viene a cumplir una de las tareas pendientes de la historia intelectual cubana. 

Ni la "Cuba secreta" de los origenistas ni la Joven Cuba de la revista de avance, sino otra Cuba casi desconocida, apenas recordada por algunos críticos e historiadores, encontramos aquí; la de La Caricatura, Vida Nueva, la Revista de Ciencias Médicas de La Habana… El volumen —que tuvo su versión preliminar, ya exiliado el autor, en la sección "Panóptico habanero" de La Habana Elegante—, se compone de 11 ensayos organizados en tres secciones ("El dispositivo sexual: hombre/mujer", "De la esclavitud a la nación: otros cuerpos anómalos", y "El nudo de la higiene: colonia república revolución"), más una serie de 14  anexos, que comienza con la "Historia natural. Descripción de un hermafrodita" (1813) de Tomás Romay y culmina con los debates de la Conferencia Nacional de Instituciones Psiquiátricas celebrada en 1963, pasando por otros documentos tan curiosos como La vivienda en procomún (casa de vecindad) (1904) de Diego Tamayo, "Psicología de las multitudes cubanas" (1915) de Israel Castellanos, y las fotos de esclavos que el médico francés Henri Dumont realizara en la década de 1860.

Un saber que va especializándose

Conjugando su extraordinaria familiaridad con el archivo cubano y un sólido conocimiento de la historia de la medicina, la criminología y la psiquiatría en las metrópolis del saber con las que los sabios de la Isla estuvieron en permanente contacto, el autor va siguiendo las pistas de letrados, médicos, higienistas, criminólogos y psiquiatras enfrascados en el estudio de ese otro que es el monstruoso hermafrodita, la mujer histérica, el asiático, el homosexual, el esclavo suicida, el habitante del solar, el loco criminal, las bárbaras masas. No busca, desde luego, en esos discursos normativos una verdad, sino más bien unos límites estructurales. Estos escritos salpicados de citas de Tarde, Lombroso o Ferri no valen tanto por lo que dicen sobre los "anormales" como por lo que revelan sobre sí mismos: "la ansiedad que suscitan […] las mezclas de razas, género y clases" (p. 11), el temor a un contagio que podría causar la desintegración del cuerpo social. Todo el valor científico se ha convertido en valor histórico; lo que en su día fue autoridad es ahora bien de archivo, un conjunto de mitologías donde no falta, por cierto, eso que en alguna ocasión Lezama llamó "el sobrante risible" de la época.

Leyendo los agudos análisis de Marqués, cotejándolos con los variados documentos a que refieren, podemos seguir el itinerario de un saber que va especializándose a lo largo del siglo XIX, desde ilustrados como Tomás Romay y José Agustín Caballero, que publica su "Carta crítica del hombre muger" en el Papel Periódico de La Habana, hasta el antropólogo Luis Montané y Dardé con su "Estudio de medicina legal. La pederastia en Cuba", escrito originalmente en francés y recogido en las actas del Primer Congreso Médico Regional de la Isla de Cuba en 1890.

A fines de siglo, se ha completado el tránsito de lo que el autor llama el "período romántico de la medicina cubana" (p. 41) a otro período francamente positivista. En la década de 1880, con la concurrencia de "la naciente sociedad civil de 1878, el alza de la inmigración blanca, y el progresivo desmontaje de la esclavitud" (p. 48), es evidente que, al tiempo que comienza a plantearse ya esa "cuestión social" que se agudizará desde luego tras la fundación de la República, se ha producido una cierta diferenciación de los discursos. Así como aparece la literatura, desgajada del orden de las "bellas letras", va emergiendo la ciencia, una forma de conocimiento que no circula ya tanto en los periódicos como en revistas especializadas.

Si la figura de Casal encarna insuperablemente la autonomía de la literatura, la de la ciencia antropológica se encuentra representada, en las primeras décadas del siglo XX, por las obras de Fernando Ortiz e Israel Castellanos, cuya autoridad es propiamente científica, aunque muchas de sus fuentes sobre los rituales religiosos y el modo de vida de los esclavos sean las crónicas y relatos costumbristas del XIX.

Luego, a medida que progresa la vida republicana, y en particular tras la revolución del 33 y la Constitución del 40, se ve cómo esa episteme positivista va perdiendo predicamento; aunque Israel Castellanos no parece evolucionar demasiado, el cambio de signo en la obra de Ortiz viene a significar la crisis de aquellos discursos eugenésicos y lombrosianos que tuvieron su apoteosis durante la década del 10, cuando el gobierno populista de José Miguel Gómez, unido a la inmigración de braceros jamaicanos y haitianos, propició en buena parte de los intelectuales cubanos un repunte del viejo discurso sobre el "peligro negro".

A propósito, en "Rondas del discurso homofóbico cubano", Marqués ofrece una hipótesis sobre la presencia simultánea de los dos peligros fundamentales —el peligro negro y el peligro homosexual— a lo largo de la nación cubana. "De hecho, en términos históricos podrá hablarse de periodos donde se acentúa una u otra variante. Así, mientras la homofobia es particularmente visible a finales del siglo XIX, la persecución por motivos raciales lo será en la primera República, con ímpetu que remite a la primera mitad del XIX. Con la Revolución, por su parte, se pasa de la homofobia, intensa en los años 60 y 70, a la discriminación racial, patente en las dos últimas décadas" (p. 50).

Psiquiatría bajo el régimen revolucionario

En "Psiquiatría para el nuevo Estado. El poder enfermo", el autor analiza ese resurgimiento del discurso eugenésico que en los "años duros" se concentró en el homosexual, pero incluyó también, como se sabe, a practicantes de religiones afrocubanas, hippies y otros tipos de "lumpen" que debían regenerarse o desaparecer. A la luz del conjunto de documentos comentados y reunidos en Ciencia y poder, parece como si regresaran ahora aquellos discursos decimonónicos sobre los petimetres (¿qué si no eran esos hijitos de papá que se dedicaban a vagabundear por ahí con sus pelos largos y sus pitusas?), sobre el "hombre-muger", sobre la "vagancia en Cuba", sobre la necesidad de ejercer un "control de focos" para evitar el efecto contagioso de los "negros brujos" en contacto con obreros blancos.

Visto en ese continuum, se diría que el poder revolucionario viene a reafirmar, paradójicamente, la axiología de la civilización contra la barbarie. Justo ese régimen más-que-populista, donde se llamó a la universidad a pintarse "de negro, de pueblo", pretendió consumar, con la fuerza demoledora de un Estado absoluto, el ideal civilizatorio; homogeneizando al país, blanqueándolo espiritualmente, saneándolo al punto de volver innecesaria la crónica roja.  

Ciertamente, el nudo entre el saber y el poder nunca fue tan apretado como en aquella Conferencia Nacional de Instituciones Psiquiátricas donde confluyeron Bernabé Ordaz, representante del gobierno establecido en 1959, Diego González Martín, guardián de la ortodoxia marxista-leninista, y el Dr. García Oliva, miembro del Ministerio del Interior. Entonces, el sueño de la razón produjo monstruos, y es a esa paradoja a la que Marqués llama justamente "poder enfermo". La ingeniería social del hombre nuevo, ese  terror rojo que, obsesionado por curar, identificar y separar a los "enfermitos" de las partes sanas del organismo social, podría verse, en aquel sentido en boga en los tiempos del primer Ortiz, como fundamentalmente atávico, en tanto regresó a unos discursos eugenésicos y civilizatorios propios de décadas atrás, que en los 60 carecían ya de prestigio científico en el mundo occidental.

La condena   del psicoanálisis para imponer la reflexología pavloviana es reveladora a este respecto. Como recuerda Marqués, fue a petición del dirigente comunista Fabio Grobart que Diego González Martín escribió el artículo "Algunas consideraciones críticas sobre la teoría freudiana" (Cuba socialista, 1965) con la intención expresa de disuadir "a los escasos núcleos de freudianos revolucionarios que mantienen sus ideas". Ya desde antes de 1959, González Martín había tachado al psicoanálisis de "superchería burguesa", pero solo ahora los partidarios de Freud se encontraban sin la posibilidad de defender públicamente su posición. Ante la disyuntiva de convertirse a la ortodoxia marxista-leninista o partir al exilio, muchos optaron por lo segundo. El nivel teórico de la psiquiatría, que se encontraba al triunfo de la revolución "en su mejor momento" (p.176), no hará sino involucionar a lo largo de la década. No era que todo lo hubiéramos perdido, como escribía Lezama en 1967; todo lo perdíamos entonces.  

Dos mataderos y la Princesa de Asturias

Leídos juntos, los documentos reunidos en Ciencia y poder en Cuba suscitan más de una reflexión. Se me ocurre que, curiosamente, ese discurso decimonónico de la civilización contra la barbarie que el gobierno revolucionario pareciera haber retomado en gran escala no tuvo en Cuba, a diferencia de la Argentina, un texto fundacional. Compárese, por ejemplo, "El matadero" de Echeverría con "El matadero" de Casal. Aquel muestra la dicotomía en todo su esplendor; negros y mulatos, que hablan alto, carecen de educación y son consecuentemente feos, encarnan la barbarie; esas masas incultas que, tras la independencia, han aupado al caudillo Rosas, se complacen en la violencia de unos salvajes matarifes que acaban ocasionando la muerte del joven unitario, representante de la civilización. Pues, como reza la conclusión del relato, "el foco de la federación estaba en el matadero".

En su crónica Casal describe, al igual que Echeverría, el sangriento espectáculo así como a las "gentes que ya por gusto, ya por ociosidad, acuden a presenciar la matanza, trabando amistad con los sacrificadores y enardeciéndolos con sus gritos de entusiasmo" (p. 263), pero falta la alegoría política. No creo, como Marqués, que "Casal equipare el matadero al régimen colonial" (p. 138); la analogía con la plaza de toros responde, en mi criterio, exclusivamente al parecido físico entre uno y otro recintos siempre llenos de sangre. Este matadero no es metáfora ni foco de nada.

Cansado de recorrer la ciudad buscando "algo nuevo que admirar", Casal decide acercarse a él, en busca de un asunto "para una de esas crónicas que [le] reclaman alguno de [sus] lectores". La crónica periodística aparece, una vez más en Casal, como el reverso del arte, un mero trabajo donde el poeta tiene que bajar a mundos menos ideales que los que frecuenta en su poesía. La escisión entre lo propiamente literario y el discurso civilizatorio, que en el relato de Echeverría no se ha producido aún, es evidente aquí. Casal no es ya un letrado, como el Zequeira de "El Paseo de La Alameda" (1804), quien criticaba la costumbre de las "petimetras" habaneras de ir siempre en volantas, mandándolas a ejercitar los músculos con "un paseo a pie extramuros de la ciudad" (p. 221).   

Esta diferencia entre ambos mataderos refleja, desde luego, su falta de contemporaneidad, la distancia entre los ideales morales de la generación argentina del 37 y los ideales estéticos de los escritores modernistas latinoamericanos. Pero refleja también, de algún modo, ese primer desfase de la tradición cubana causado por el retardo de la independencia; si allá en el Río de la Plata, España ya fuera de escena,   indios, negros y blancos analfabetos vinieron a ocupar el lugar de la metrópoli en la Carta de Jamaica, que no es otro que la barbarie, acá la persistencia de la situación colonial hacía imposible, o al menos problemático, un discurso fundacional como el de Echeverría o Sarmiento.

En Cuba los criollos se hallaban ligados aún a España pero sobre todo a la esclavitud, que los esclavizaba tanto como la propia metrópoli. Eran ellos quienes habían impulsado la trata mientras que en la Argentina los negros habían sido llevados, en mucho menor escala, durante los tiempos del Virreinato, de modo que la barbarie que los caracterizaba era más fácil de concebir por los criollos ilustrados como algo exterior. El discurso civilizatorio se produjo, desde luego, en la Isla con Caballero y Saco, así como en la crítica de costumbres que ejercieron los grandes prosistas de mediados de siglo, pero no llegó a entrar del todo en la ficción, no tuvo novela.

La gran novela del siglo XIX cubano, Cecilia Valdés o la Loma del Ángel, mostraba justo la grieta de tal discurso: esa institución nefasta de la que la clase criolla no podía liberarse y que por ósmosis ponía en peligro su moral y sus buenas costumbres. La figura de la nodriza esclava que con su leche contaminaba irremediablemente a los cubanos de clase alta, que al decir de Marqués "marca de tal modo el imaginario de la burguesía que, en ocasiones, no habrá modo de deslindar entre el odio vuelto hacia ella y el recelo consecuente de muchos blancos para con su origen" (p. 62), encarna muy bien esa contradicción: como la bella Cecilia casi blanca, la oscura ama de leche viene siendo una femme fatal.

En su crónica del matadero Casal menciona "las barracas habitadas por las gentes del lugar, semejantes a islotes negruzcos en que han venido a refugiarse los supervivientes del naufragio social" (p. 263). Se trata, indudablemente, de una entrevisión de la barbarie, pero no ya desde una perspectiva ilustrada o positivista; Casal, como bien señala Marqués, "no le hace ningún guiño a la Higiene" (p. 148). El otro texto discordante con los discursos de letrados, médicos y criminólogos, de todos los que se reproducen en los anexos de este libro, constituye también una mirada compasiva a esos seres excluidos, "escorias de raza, si usted quiere. En todo caso, fatiga, exasperación, hambre, pasiones y un trabajo terrible, como un castigo" (p. 241). Se trata de "Los chinos", magistral relato de Alfonso Hernández Catá publicado originalmente en la revista Social en 1923.

Es cierto que estos chinos aún no hablan. Sigue teniendo la palabra un sujeto burgués, que ha ido a parar, no sabemos por qué (quizás se trate simplemente de una convención de la narrativa naturalista, que aún no puede, como lo hará unos años más tarde Novás Calvo, dejar hablar sin mediación a los personajes populares) a una cuadrilla de operarios que laboran en la construcción de unas líneas férreas destinadas, probablemente, al transporte de caña en algún lugar de la provincia de Camagüey o de Oriente. Pero también es cierto que lo que el relato capta, esa violencia de la historia sobre las "gentes sin historia" que provoca a su vez la violencia de unos sobre otros, ese "carácter profundamente onírico de la violencia" que señala Marqués, desborda con mucho los límites del saber civilizatorio de los buenos burgueses.

Ahora bien, en el interior de ese propio discurso científico, normativo, paradójicamente se pueden oír también las voces de los otros. Es el caso de la Princesa de Asturias, un travestido que Luis Montané había examinado y cuyo testimonio reprodujo en "La pederastia en Cuba". "Montané pretende exorcizar, bajo el calificativo de 'traducción exacta', esa irreverente (e impúdica) historia que intercala en el cuerpo de su texto. Intenta a toda costa mantener la sanitaria distancia, a fin de que no se confunda su voz con la del pederasta y quede este reducido a un relato escritural que, profusamente realista, suponga un conjunto de indicios y evidencias. Pero ocurre todo lo contrario: el pedazo intercalado desgrana una voz que se traslada, en lo propiamente biográfico, desde la incontrovertible infancia del sujeto hasta su reclusión violenta; y, en lo social, de uno a otro estamento, delatando territorios de pretendida respetabilidad y acusándolos desde lo conmovedor de sus aventuras. Las preguntas del sujeto son las que se tornan exigentes y dejan sin voz —la verdadera respuesta— al galeno" (p. 46).

En esa breve autobiografía de la Princesa de Asturias, como en las microhistorias de "la corpulenta Albertino, que se hacía afeitar una barba imaginaria" o la de Jarroncito Chino, personajes de "La gran puta" de Piñera, hay in nuce una novela. Porque solo la ficción puede recobrar las voces de unos sujetos al margen de la ley, en gran parte silenciados, objetivados por el saber de su época o lo inexplicable de sus actos. El zapatero que en 1856 le cortó la cara al padre Claret, tras oficiar este misa en una iglesia de Holguín, o aquel otro loco que en 1873 asesinara al Conde de San Fernando a la salida de la Catedral de La Habana: esas historias truculentas de la Colonia también se rescatan del olvido aquí.

El archivo de la ciencia podría ser, a contrapelo, un hontanar de ficciones.Alguien tendría que escribir la historia del insólito narrador de "Los chinos", desde su origen en "cuna rica" hasta la "caída" en esa variopinta cuadrilla de obreros donde se mezclaban todas las razas del mundo.


Pedro Marqués de Armas, Ciencia y poder en Cuba. Racismo, homofobia, nación (1790-1970) (Verbum, Madrid, 2014).

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