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Opinión

Rebelión en la Clínica

Hace décadas, los médicos cubanos salían a cumplir 'misión internacionalista' por una extraña convicción que mezclaba lo heroico y misericordioso con el reconocimiento social. Hoy no.

Miami
Personal médico cubano listo para salir al extranjero.
Personal médico cubano listo para salir al extranjero. Reuters

A raíz del "motín" de los médicos a través de las cuentas #NoSomosDesertores, #SomosCubanosLibres, los medios digitales fuera de la Isla han estado recogiendo testimonios conmovedores sobre la colaboración médica cubana actual. Los indignados cubanos, galenos, se quejan de la apropiación que de su trabajo hace el régimen, los salarios bajos, las coimas, la vigilancia, las restricciones a la libertad individual y social, y las jornadas de trabajo, extenuantes y en muy difíciles condiciones.

Quienes antecedieron a estos "desertores" hace 40 o 50 años en las llamadas misiones internacionalistas no pueden expresar sorpresa, pero si alguna que otra pesadumbre. Hay una enorme diferencia entre el por qué se salía de Cuba a prestar servicios médicos entonces, a como se ejerce hoy esa colaboración. Lo único que no ha cambiado es que es el régimen, y no el individuo quien contrata y se lleva la mejor tajada. En el siglo pasado, el intercambio era en especies: médicos por maderas y petróleo de Angola; enfermeros por ron y carne nicaragüense; dentistas por arroz en Asia; brigadas médicas para desastres por votos en Naciones Unidas.

Quienes salían entonces a "cumplir misión" eran casi siempre seleccionados por sus condiciones políticas y profesionales. La lealtad al Partido, y un buen desempeño en la especialidad eran condiciones imprescindibles. Así, las primeras brigadas médicas civiles a Nicaragua estuvieron integradas por profesores auxiliares y titulares; la colaboración médica militar en Angola y Etiopía —y en parte la civil— tuvo la fortuna de contar con reconocidos clínicos y cirujanos.

No se salía de la Isla a "buscar plata". Aunque la recompensa después fuera un automóvil o un apartamento, la mayoría de los colaboradores de aquellos tiempos iban a "cumplir misión", en primer y casi único lugar, por una extraña convicción que mezclaba lo heroico y misericordioso con el reconocimiento social. La paga en el extranjero era mínima, ridícula. Y a pesar de la vigilancia, las restricciones a la libertad de movimiento y las relaciones humanas con los nativos, el personal médico hizo muy buenas amistades en los países donde tuvo presencia. La llamada deserción en esos tiempos era algo raro, diríase escandaloso; ciertamente, no había la miseria y el desorden que abate hoy a Cuba.

Más tarde, acosado por la falta de liquidez en dólares, el régimen echó mano a todo un regimiento de médicos, enfermeros y técnicos de la salud hambrientos, con poco techo y peor vestidos. La heroicidad del misionero se convirtió en la sordidez del mendigo; de ser apóstol del comunismo, el médico cubano pasó a ser párroco del individualismo. Sudamérica fue El Dorado para la Isla; y perecería un absurdo, pero en la medida que el Gobierno cubano pagaba mejor a sus colaboradores médicos —aun tomándose las dos terceras partes del salario— los abandonos iban en aumento.

La "rebelión de las batas blancas" comenzó cuando el personal de salud conoció el valor de los dólares, el capitalismo, los derechos de otros seres humanos en Brasil, Venezuela y Ecuador, lugares desde los cuales, no por gusto, se han producido verdaderas estampidas. Detrás de los esclavos modernos, como ellos mismos se hacen llamar, no hay otra lógica que la del cautivo insurrecto, tan bien reflejada en esa obra maestra de Tomás Gutiérrez Alea llamada La Última Cena (1976). Como en la película, la mansedumbre se despereza cuando conoce sus derechos; cuando los hombres se sienten iguales a otros hombres la noche en la que el amo tiene un desliz de compasión.        

A pesar de todo, en un intento no sabemos si falaz o de necesidad real, el régimen ha dicho que pueden volver a la hacienda y reincorporarse a la cosecha. Su lugar en el barracón y en el corte está garantizado. Hay machete y caña para todo el mundo. Y no habrá cepo. Tampoco se le quitara a nadie la ración de bacalao y de yuca. Eso sí, como todo arisco que ha conocido la libertad del monte, serán observados de cerca y "ni un tantico así".

Este nuevo episodio de cimarronaje clínico no tiene marcha atrás. Es exponencial, contagioso, modélico. Otros los seguirán porque las causas no han sido modificadas. Ellos han roto su contrato doblemente, con el régimen y con la profesión, a pesar de las consecuencias que les espera en las selvas del palenque-exilio; tardarán años en volver a ver a sus hijos y padres; se descalificaran en sus habilidades clínicas y quirúrgicas; deberán reinventarse para sobrevivir fuera de la Plantación-Isla y ayudar a quienes allí pagarán las consecuencias del desacato.

Debe ser muy grande la frustración para dar un paso así. También enorme el deseo de abandonar la Granja Animal. Dejar de pensar, como en Rebelión en la granja de George Orwell, que "todo lo que camina sobre dos pies es un enemigo".

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