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Sociedad

Las dos Cubas

Cada vez más cubanos buscan en La Habana lo que no hallan en la Cuba rural, cercada por el subdesarrollo.

La Habana

Yardiel y Osmani conversan en el asiento delantero del viejo Chevrolet azul cobalto que avanza a trompicones por una estrecha carretera entre plantíos infinitos de caña madura. Ponderan las ventajas y los inconvenientes de la lucha por la subsistencia en la capital y en el campo. Lo bueno y lo malo de la gran ciudad, sometida ahora a una creciente presión migratoria por la llegada de miles de provincianos en busca de oportunidades, y de la Cuba rural, cercada por el subdesarrollo.

No llegan a ninguna conclusión: cada quien prefiere lo suyo, aunque los dos se ponen de acuerdo cuando el palabreo deriva hacia las grandes lacras del "sistema" que les impiden progresar: sueldos miserables, impuestos altísimos, falta de internet libre y corrupción generalizada.

Yardiel, habanero de 23 años y chófer de taxi privado, se queda pensativo al volante, observando a los trabajadores de un pelotón de zafra que descansan en un carromato destartalado después del almuerzo. La temporada de cosecha arrancó hace pocas semanas en estas tierras de Ciego de Ávila, agobiadas por una sequía pertinaz.

Osmani, que nació en la comarca hace 30 años y practica el pluriempleo como mecánico electricista y técnico de laboratorio en un policlínico local, atribuye la falta de lluvia al cambio climático. Vive en un municipio cercano, donde funciona un central azucarero que se salvó del cierre masivo de plantas de molienda organizado por el régimen a partir del 2002 para "reestructurar" la industria y elevar su rendimiento. Como muchos otros planes económicos del socialismo tropical, ese también fracasó y Cuba —que antes de la revolución era uno de los mayores productores de azúcar del mundo— el año pasado solo fabricó 1,6 millones de toneladas de refinado, menos de lo que logró en 1912.

La enorme columna de humo blanco y espeso que exhala la chimenea del ingenio surca en horizontal la inmensidad del cielo hasta perderse de vista. El aroma del vapor, dulzón y ahumado, impregna el aire cargado de bagacillo, una bruma imperceptible de partículas de fibra de caña que cae sobre la pequeña ciudad durante la molienda. Día y noche.

Desde que la fábrica fue construida en el año 1916, todo allí gira en torno al azúcar. Aunque la crisis del sector —una de las principales fuentes de ingresos para la economía nacional, después de la exportación de médicos, el turismo y las remesas familiares— ha traído fuertes recortes de personal. Hace un año, el ingenio prescindió del 30% de sus trabajadores y, de los cuatro turnos de ocho horas que daban continuidad a la producción, se pasó a tres tandas de doce horas.

"Yo no estuve de acuerdo, lo dije en la asamblea, pero aquí nadie se queja", masculla Oldanier, un empleado, entre vahos de aguardiente extremo, mientras juega a los dados con Usniel, un vecino que trabaja en los servicios de mantenimiento municipal. Los dos viven en las cuarterías que circundan la fábrica, hileras de habitáculos adosados de cuatro por cuatro metros, sin agua corriente por falta de grifos en baños y cocinas, pero que el Gobierno entregó como obra terminada.

Los despidos en la central dejaron a decenas de empleados en la calle, que han pasado a formar parte de la legión de cuentapropistasque se buscan la vida fuera de la nómina del Estado. "Aquí no es como en La Habana, tenemos pocos negocios independientes porque hay mucha escasez de productos y los que se encuentran son carísimos", explica Osmani.

A diferencia de la capital, donde abunda el mercado negro en divisas, en el campo cubano la oferta para el consumo es limitada. En cambio, el acceso a los artículos básicos no regulados —los que nos están en la exigua lista de víveres de la libreta de racionamiento— es más fácil y económico. Por la proximidad a la tierra y a los campesinos que la trabajan en usufructo y venden en el mercado libre parte de su producción, una vez han cumplido el volumen de entrega pactado con el Estado. Aunque la mayoría se salta la regla, igual que los precios máximos de venta, porque no tienen otra forma de cubrir gastos.

"Si el inspector te coge, hay que darle un menudo por abajo. Lo mismo pasa con los taxis. Aquí tenemos cincuenta carros que se dedican a eso y solo uno con licencia", dice Carlos, agricultor por cuenta propia, con más de 15 hectáreas sin sembrar por falta de agua.

"He sido revolucionario toda mi vida, he cumplido con ellos, pero ahora que necesito que lleven una línea eléctrica hasta la turbina de mi pozo para poder regar, pretenden cobrarme 6.000 CUC. Aquí falta de todo: fertilizantes, fumigaciones, repuestos... Nos entregan una tercera parte de los insumos necesarios. Trabajamos con yuntas de bueyes y tractores MZT soviéticos de los años 60 porque no se nos permite importar nuevos. Ya no se puede ser más ovejita, hay que defender lo de uno", se explaya.

Yardiel, el joven taxista habanero, escucha y asiente. "Estos son los logros del compañero que se acaba de morir", ironiza, sin mentar a Fidel Castro. Tampoco se asombra de que en las calles de la pequeña ciudad provinciana escaseen los automóviles y que en su lugar circulen carros tirados por caballos, bicicletas y alguna que otra moto china. Conoce el campo porque se crió en un pueblo de oriente, pero emigró de niño a la capital con su madre recién divorciada.

Igual que lo hacen ahora decenas de miles de cubanos del este del país que llegan a La Habana huyendo de la miseria o buscando la forma más rápida de irse al extranjero, el mayor anhelo de una gran parte de los jóvenes de la Isla. Muchos de ellos, ciudadanos ilegales en su propio país.

En Cuba no hay libertad de tránsito y está prohibido desplazarse de una provincia a otra sin un permiso especial de la autoridad, previa demostración de que se cuenta con un domicilio en el lugar de destino o con alguien que se compromete a hospedar al recién llegado. La mayoría de los inmigrados no cumple con ninguno de los requisitos y se instala en los barrios periféricos de La Habana, donde el control policial es más laxo que en las áreas rurales. La ciudad, además, les ofrece un abanico de oportunidades mucho más amplio que la provincia. Allí, pueden emplearse en algún negocio de la incipiente clase media urbana o conectarse a los dólares del turismo —un sector minúsculo en la zona oriental— y a sus actividades colaterales, como el trapicheo de cualquier alijo, la prostitución o la venta de drogas. En las calles más transitadas de la capital, los dealers ofrecen ya abiertamente su mercancía: un gramo de cocaína por 120 CUC y una bolsita de marihuana por 30 CUC.

El aluvión —que según estimaciones no oficiales habría disparado la población de la capital hasta cerca de los tres millones de habitantes— es joven, pobre y, casi siempre, de raza negra.

Su llegada en masa en los arrabales de la ciudad está provocando tensiones sociales y brotes de delincuencia, que el régimen se empeña en ocultar. Casos como el que sucedió en pleno duelo por la muerte de Fidel Castro en el barrio de El Cerro, cuando tres sujetos armados con pistolas entraron de noche en una bodega estatal de alimentos, ataron al vigilante con un cable eléctrico y se llevaron todo lo que pudieron. Los medios oficiales obviaron el incidente, pero la gente del lugar lo comentaba alarmada.

"En los barrios hay de todo. Drogas, armas, mercancía robada... lo que quieras", asegura Yardiel, que vive en La Lisa, uno de los focos rojos de La Habana. Dice que en el campo siente mayor seguridad, aunque se inquieta por el férreo control social que el régimen aplica en la Cuba profunda, al enterarse de que la policía municipal ha llamado a cuentas al propietario de la habitación donde se hospeda un periodista.

También le fastidia que en la pequeña ciudad azucarera no haya un solo espacio público de conexión wifi, mientras en la capital ya son más de 30. Esa misma frustración siente Osmani, el mecánico, que se informa a través del Paquetesemanal y su terabyte de material digital vendido en el mercado clandestino y repleto de series de televisión, películas, reality­show, documentales y aplicaciones pirateadas.

En cambio, valora la tranquilidad de la provincia. "Aquí no hay asaltos, el peor delito es robar o matar una res. Si te agarran, te puede caer más cárcel que por asesinar a una persona", explica. Y en efecto, el "hurto o sacrificio de ganado mayor", como dice la ley, es penado con hasta 20 años de prisión.

Fuera de esa transgresión, ni Yardiel ni Osmani dudan un segundo en abrazar la ilegalidad y llenar el tanque del Chevrolet azul con diesel estafado a alguna empresa oficial de transporte, que se vende a mitad de precio gracias a una intrincada cadena de corrupción que involucra a miles de personas en todo el país.

La Habana, donde escasea el combustible, está a casi 500 kilómetros. Ellos argumentan: "Ya tú sabes..., el Gobierno hace como que nos paga y nosotros hacemos como que trabajamos. Por eso todos los cubanos le robamos al Estado. Aquí eso no es un delito, es una necesidad".


Este reportaje fue publicado originalmente en el periódico La Vanguardia. Se reproduce con autorización de la autora.

 

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