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Opinión

Monseñor de Céspedes

Su legado es palpable en el lenguaje y la práctica de prelados y laicos dispuestos a acompañar a Raúl Castro en el tránsito de la dictadura sin mercado a la dictadura con mercado.

Miami

Más que ninguno de los obispos que permanecieron en Cuba, más que el cardenal Jaime Ortega y Alamino,  monseñor Carlos Manuel de Céspedes encarnó la contradicción de una Iglesia que estuvo a punto de ser mártir y acabó por ser una amordazada sobreviviente.

La muerte de De Céspedes, y el inminente retiro de Ortega, cierran un ciclo para el catolicismo cubano. Ambos apostaron por preservar a toda costa un papel para la Iglesia frente al dictador que arrasó con sanguinario frenesí una estructura eclesial de cinco siglos. Aquello que se haya salvado para hoy habrá que pesarlo un día contra aquello que se perdió para siempre.

Sería poco elegante aprovechar la muerte de uno para hacer el obituario de dos. Sin embargo, De Céspedes y Ortega son las figuras emblemáticas de una corriente dominante de nuestra Iglesia que, en aras de promover el diálogo con el verdugo, a veces opta por no escuchar a la víctima. Sus defensores aplauden como preservadora estrategia lo que otros condenan, por lo menos, como ligereza.  

De Céspedes fue un hombre culto, bonachón y de una insaciable inteligencia. Tenía, además, esa fibra refinadamente lúdica que en algunos cubanos puede seducir como candidez. Bajo el mínimo techo que la dictadura dejó a la Iglesia, hizo en su momento un encomiable esfuerzo por mantener en pie el Seminario de San Carlos y San Ambrosio. Brilló en la caridad y la austeridad. Aunque su escritura no consiguió trascender la gran confusión origenista, debe aplaudirse su persistencia en la palabra de la tradición y los Evangelios.

En el estéril ejercicio de pronosticar el pasado podemos conjeturar la fértil influencia que este hombre hubiera impuesto a nuestra sociedad y a la Iglesia en un marco de plenas libertades. Precisamente, el espectro de esta potencialidad acusa la complacencia que en muchas ocasiones mostró hacia la dictadura. Cualquiera que fueran sus motivaciones o, si prefieren, sus estrategias, no alcanzan a explicar la perversa lógica de algunas de sus acciones.

Se le podía ver en los cócteles oficiales pero nunca se le vio tratando de proteger con la dignidad de la cruz a los opositores pateados por la Seguridad del Estado en el mismo umbral de los templos. En el 2008, publicó en el diario oficial Granma una apología de Ernesto Che Guevara. La primera vez en medio siglo que la opinión de una importante figura católica accedía al órgano de propaganda personal del dictador. Pudo hablar de la Teología de la Liberación o los curas guerrilleros, para citar temas aprobados por la censura. Pero eligió a Guevara, el despótico comandante que presidía entre chiste y chiste los fusilamientos de la crema y nata de la juventud católica.

Al igual que otros muchos intelectuales y artistas investidos de la ortodoxia castrista o disfrazados de heterodoxos, coherentes con el libreto dictatorial tanto en la Isla como en Miami, promovió una fraudulenta reconciliación que exige como premisa despojar a las víctimas de su memoria y, sobre todo, de su razón. Con brutal desenfado, afirmó más de una vez que "el desencuentro" entre la Iglesia y la dictadura (por supuesto, él no decía "dictadura") se debía a un malentendido de "parte y parte".

Su legado es palpable en el lenguaje y la práctica de prelados y laicos dispuestos a acompañar a Raúl Castro en el tránsito de la dictadura sin mercado a la dictadura con mercado. Ahí podemos leer sus finales panegíricos, acarreando el agua de la ambigüedad y la cobardía al molino de unas reformas que, así en su realidad como en su promesa, eleva a la Cuba de Fulgencio Batista a un nostálgico precedente de igualdad, oportunidades y derechos.

Para un católico, el castrismo propone una desgarrada lectura teológica. Por encima de la coyuntura política, Fidel Castro introduce el mal radical en nuestra historia. Una descomunal obra en negro que rebasa quizás nuestra posibilidad de recuperación. La dictadura aniquiló la esperanza del cubano en sí mismo y corrompió sus señas de identidad con la fuerza regresiva propia de un deliberado proyecto de exterminio material y espiritual.

De todas las instituciones cubanas, ante semejante amenaza, la Iglesia estaba llamada a ser piedra de resistencia, manantial de creadora verdad, ejemplo de sacrificio. De Céspedes, Ortega y otros muchos hicieron lo que pudieron para apartarla de ese camino. Algún día sabremos por qué.

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