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Transporte

Multas, 'secuestros' y corrupción: la lucha entre boteros e inspectores en La Habana

En la espiral de corrupción que es la sociedad cubana da igual precios que multas. Al final, todo se paga con el dinero de los cubanos de a pie.

La Habana
Un almendrón en La Habana.
Un almendrón en La Habana. Diario de Cuba

La crisis del transporte en La Habana no tiene solución inmediata, y a la irrisoria frecuencia de la mayoría de las rutas de ómnibus urbanos (el 66% de los vehículos está fuera de funcionamiento) y la escasez de gasolina y diésel, se le ha sumado la renuencia de transportistas privados, "asfixiados" por los nuevos topes de precios, quienes, o trabajan menos, o cobran montos excesivos para compensar la carencia de combustible y las posibles roturas de las piezas de sus vehículos.

El último episodio que involucró a los popularmente llamados "boteros" y a las autoridades de la Isla empezó el pasado 5 de junio, con un nuevo anuncio por parte de la Dirección Provincial de Transporte en la capital cubana que estableció tarifas para tramos cortos, medios y largos. La directriz, impopular por estar lejos de solucionar problema alguno, otra vez ha fracasado.

Un considerable número de boteros mostró su inconformidad con varios días de inactividad, suceso que tuvo un impacto visible en las calles habaneras, en las cuales la aglomeración en paradas y aceras creció a medida que desaparecieron buena parte de los almendrones y demás carros particulares. Sin embargo, a finales de mes, trascendió el fin de la "huelga".

Las tarifas impuestas por el Gobierno permanecen, pero como ha ocurrido en todas las oportunidades anteriores, tal tope de precios solo ha sido un paripé, pura fachada. En el fragor cotidiano, los precios de un carro colectivo suelen ser el doble, incluso el triple de lo establecido.

Ante dicha situación, las autoridades del transporte han enviado una avalancha de inspectores a las calles, quienes, según fuentes cercanas, tienen un plan de multas diarias para choferes que incumplan el polémico tope de precios.

Hace algunos días, este reportero fue testigo de un suceso que evidencia la ola de incongruencias, situaciones absurdas y corrupción que predominan en el transporte cubano de pasajeros. Todo ocurrió más o menos así: 11:00 de la mañana y sol intenso en la Virgen del Camino, La Habana. En ese punto, cuando transcurren 10 o 15 minutos sin pasar alguna guagua de cualquier ruta, el hacinamiento de gente en espera de transporte aumenta junto con el calor, la desesperación y las dificultades para abordar.

Hasta que llega aquella "bola maciza" de cuatro ruedas. "¡Vamos, a 100 para Guanabacoa!", grita el chofer desde su posición tras el timón, y un batallón de posibles pasajeros se lanza en busca de asiento. En medio del tumulto, logro subir al almendrón.

Hasta ese instante inicial, todo había sido una oda a lo rutinario. Saco dos billetes de a 50 de mi mochila y vuelvo a guardar todo y cerrar el zipper, sabiéndome victorioso de una de las tantas "batallas de la Virgen del Camino". Gané hoy, mañana ya veremos. Pero en estos monstruos rodantes, cualquier cuidado es poco. Los ladrones no suelen presentar sus credenciales de antemano y la impunidad reinante en nuestra sociedad me obliga a andar "a cuatro ojos".

En el almendrón azul, repleto, van delante dos pasajeros: una señora de complexión gruesa y un señor de mediana edad. Detrás, compartimos el asiento de tres una iyawo a quien por el ildé identifico como hija de Yemayá, una muchacha de baja estatura y unos 30 años, y yo, pegado a la puerta trasera a la izquierda. Pero este viaje aparentemente tranquilo "sacará las uñas" tan pronto como en el primer semáforo de la avenida Vía Blanca.

"Chofe, déjeme después de cruzar", dice en tono elevado la mujer gruesa sentada delante. Cuando el auto se detiene, ella hurga en su monedero y, en lugar del dinero, saca un carnet de inspectora. El chofer da un golpe con ambas manos en el timón. Pone cara de frustración. "Soy funcionaria del Gobierno —dice ella— y usted acaba de incumplir con el tope de precios para este tramo".

El chofer arranca de golpe el almendrón y el señor de mediana edad, ya parado en la acera para permitir bajarse a mujer, queda allí, tirado a su suerte, no sin antes recibir un portazo que, por lo brusco de la fuga pudo provocarle daños físicos —más tarde supe que también era inspector—. "Ahora ustedes van a terminar todos en mi casa", espeta rojo de cólera el conductor y aprieta el acelerador.

La inspectora intenta frenarlo entre lecciones y retos. "Graba todo con el móvil, niña", dice y destapa con premura a otra inspectora, la iyawo sentada detrás. "Eso es lo que ellos están haciendo ahora. Te sacan del municipio y, si no los grabas, después dicen que tú les pediste dinero. Así te quieren ganar: es su palabra contra la tuya. Pero esto es un secuestro, oíste, ¡para o te denuncio!".

Le repite al chofer que detenga el carro, que no siga violando leyes, que no se busque más problemas porque será peor. Este no atenúa la marcha hasta que la tercera mujer, sentada junto a mí y que había hecho silencio absoluto, parece hastiarse del viaje "rápido y furioso" y saca su carnet del DTI (Departamento Técnico de Investigaciones de Cuba). Un chofer medio loco, dos inspectoras y una oficial del DTI…. "¿dónde coño estoy metido?", me pregunto. Pero, en realidad, la extraña trifulca entre estos elementos sociales aborrecibles hace que mi mañana gane en entretenimiento.

Finalmente, la inspectora sentada delante le extiende al botero una multa de 8.000 pesos. Repite una y otra vez ser "funcionaria del Gobierno", pero asegura que no lo denunciará en la estación de Policía por carecer de tiempo para ello.

Arribamos a Guanabacoa en medio de un silencio absoluto del conductor. Antes de bajarse, para mi perplejidad, la mujer del DTI le dice al chofer que había mostrado una actitud de bruto, que eso con 2.000 pesos para los inspectores lo habría resuelto.

No fue así, y pienso entonces que en medio de esta espiral de corrupción que es la sociedad cubana dicha multa será pagada con el dinero de los cubanos de a pie.

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