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Política

A Martí rogando...

La censura en torno a los símbolos patrios marca la reducción de la ideología revolucionaria cubana a un nacionalismo de poco vuelo.

Madrid

"Martí es un mojón", una simple réplica de un personaje de ficción de una película (ni siquiera terminada) ha disparado las alarmas de las autoridades culturales de la Isla estas últimas semanas.

Los medios oficiales, como buenas correas de transmisión de lo permisible, se han apresurado a resaltar el carácter sagrado de uno de los padres de la patria. A todo esto, la UNEAC ha tenido el mérito de plasmar los quilates de la discordia: "¡Con José Martí no se metan!". Alabados sean los escritores.

Este frenético levantamiento de escudos en defensa del Apóstol raya con la histeria. Y, por lo tanto, es sintomático de algo mucho más profundo, el impasse ideológico en que ha encallado el régimen cubano.

Otra veta de este callejón sin salida es la reciente intervención, por parte del viceministro de Cultura, Abel Acosta, contra los gustos musicales "impuestos" por el mercado. Algo que sonó como un llamado al orden a los cantantes cubanos con éxito en la escena internacional.

El problema para las instancias oficiales de casos como los de Yimit Ramírez o, por ejemplo, de Descemer Bueno, es que su creación no se ciñe a los cauces institucionales, ya sea porque logran financiarse de modo independiente o porque se rigen según las pautas del mercado internacional.

Una autonomía que logra, hasta cierto punto, desentenderse de los dictados de la política cultural del Gobierno. Pero que también, y por ello mismo, revela en la sociedad cubana, y en particular en la juventud, centros de interés, en el plano de la producción y del consumo, completamente ajenos a la retórica oficial.

La nueva realidad

La obsesión por los posibles "desvíos" de las nuevas generaciones ha sido una constante en la Revolución cubana —el diversionismo ideológico agazapado a la vuelta de la esquina—. Pero las mutaciones de las dos últimas décadas han dado luz a una sociedad que dista como nunca antes de ser el cuerpo indivisible que proyectara la ideología socialista.

Así, la irrupción paulatina de los mecanismos de mercado, el aumento de la pobreza y de las desigualdades socio-económicas, el desangramiento demográfico debido a la emigración, la importancia creciente de la diáspora en el sustento de la economía doméstica, han ido socavando los pilares de la propaganda revolucionaria.

Al parecerse Cuba cada vez más a cualquier otro país latinoamericano, se ha ido desvaneciendo la ilusión de su excepcionalidad —ese destino manifiesto con el que se enardeciera Martí y que el régimen ha recuperado a su guisa—.

Además, al hacer aguas la igualdad que promovía la existencia de un país relativamente homogéneo, y a la vez legitimaba los resortes del sistema, saltan a la luz con total crudeza los antagonismos que atraviesan la sociedad cubana actual.

Estos fenómenos, sin embargo, no son sino consecuencia de las propias políticas puestas en marcha por las élites para asegurar su perpetuación en el poder. Por lo tanto, el aparato ideológico se ve en la imposibilidad de colmatar las fisuras entre un socialismo convertido en espejismo y el capitalismo de Estado endogámico que rige el país.

El reino de la incertidumbre

No es azaroso, en ese sentido, que el revuelo coincida con el periodo de sucesión en la Presidencia de la nación. Por primera vez en seis décadas, Cuba tendrá como máximo representante a una persona que no ostenta el apellido Castro.

Hasta ahora el relevo se ha planteado en términos de continuidad. Y no se han ventilado fricciones que pongan en riesgo el guión establecido. Aun así, el aplazamiento de la sucesión da a entender que quedaban detalles por ajustar.

Sea como sea, toda novedad conlleva su lote de incertidumbres. Y es difícil saber a ciencia cierta qué dinámicas se darán con el poder en mutación.

En este contexto, la crispación en torno a los símbolos patrios no es pues, como en tiempos anteriores, el reflejo de una ideología capaz de insinuarse en cada intersticio del tejido social, sino más bien el repliegue al mínimo denominador común, un nacionalismo de pacotilla.

Y es que el embalsamiento de los próceres, al sustraerlos del cuestionamiento (incluso del choteo), los priva en realidad de vigencia. Dicho de otro modo, los petrifica. Los censores terminan así replicando el gesto que pretenden borrar, convirtiendo a Martí en un mero mojón —una piedra que fija los límites por donde transitar—.

Pero una cosa es regular el manejo de los símbolos en el presente y otra fijarlo para la eternidad. Lo primero resulta cada vez más difícil, puesto que el Estado cubano ha perdido el mecenazgo absoluto del mundo artístico. Lo último es querer coger agua con las manos.

Irónicamente, el flamante culto a la piedra, instaurado desde que fueran sepultados los restos del "Líder Máximo", supone un tormento para sus legatarios. La vecindad de tumba con el Héroe Nacional está destinada a fusionar ambas figuras en una sola memoria póstuma. Pero, ya se sabe, las asociaciones son contagiosas —o, peor aún, infecciosas—.

En lo adelante, los autoproclamados celadores de la dignidad patria se verán condenados a una vigilia sin fin, velando por que no ceda el dique profiláctico que han alzado con redoble de tambores estos últimos días, porque si Martí es un mojón, Fidel ¿qué es?

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