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Política

Putin contra Occidente, Occidente contra Putin

Putin deberá decidir ahora a qué lado de la línea sitúa su política internacional. O emulando a Lenin y Stalin, o siguiendo la tradición de Yeltsin y Gorbachov.

Oldenburg

Pocas veces, quizás desde la Segunda Guerra Mundial, Occidente —el Occidente político por supuesto, no el geográfico— había llegado a ser tan occidental como en los últimos días de marzo, cuando la gran mayoría de los países europeos, más Australia, Canadá y EEUU han procedido a expulsar diplomáticos rusos de sus países, como represalia frente al intento de asesinato cometido a Skripal y a su hija.

El caso Skripal fue solo la gota de agua que colmó el vaso. Antes habían sido cometidos asesinatos en contra de ciudadanos rusos residentes en Inglaterra y otros países. Más aún: el mundo democrático observaba atónito como Putin, después de la ocupación de territorio ucraniano, intervenía abiertamente en las elecciones que han tenido lugar en EEUU y diversos países de Europa, o de cómo sistemas de espionajes rusos tendían sus hilos en torno a la política de los países occidentales, o haciendo ostentación de su poderío militar, amenazando a las naciones democráticas en el mismo estilo mediático de sus predecesores soviéticos.

Evidentemente, Putin no esperaba la masiva, unitaria y decidida reacción de los gobiernos de las naciones occidentales, mucho menos después de unas elecciones en las cuales emergía triunfante al haber cerrado el paso, inhabilitar e incluso eliminar a sus principales opositores.

Putin y sus asesores habían hecho suya la idea de que Occidente está formada por naciones decadentes, gobernadas por blandos y corruptos liberales, susceptibles de ser amenazados e incluso comprados a buen precio. De ahí que el apoyo recibido por Theresa May de gran parte de los gobiernos occidentales —con excepción de los latinoamericanos (¿dónde estaba la OEA?)— ha tenido un enorme poder simbólico.

Simbólico, porque "el grito de May" surgió desde la nación cuya Carta Magna de 1215 puede ser considerada el acta fundacional de la democracia occidental. Simbólico, porque el Reino Unido de May es el mismo de Churchill, lugar desde donde fue forjada la unidad de las naciones occidentales en contra de la Alemania nazi y del avance de Stalin.

Simbólico, porque demostró que el Brexit no ha mermado las relaciones políticas de Inglaterra con Europa. Todo lo contrario: la concertada acción interoccidental ha demostrado claramente que Inglaterra necesita de Europa y Europa de Inglaterra.

Y finalmente simbólico porque EEUU demostró que el aislacionismo económico al que pretende conducirlo Donald Trump no es un aislacionismo político. El pacto histórico entre EEUU y Europa continúa inalterable. La Alianza Atlántica no ha muerto como muchos pensaron cuando asumió Trump su presidencia. La OTAN sigue tan viva como antes.

Muy pragmático será Putin, pero lo hubiera querido o no, debe haber tomado nota del significado simbólico de esos signos. Pues detrás de esos signos se esconde su enorme soledad internacional. Y eso no es simbólico. Tampoco fue simbólico que Polonia, precisamente en los mismos días en que estaba siendo formada la gran coalición internacional en apoyo al Reino Unido, haya "comprado" a EEUU el más refinado sistema de defensa antimisiles del que se tenga noticias.

Pero la expulsión de diplomáticos rusos llevada a cabo en distintos países occidentales no fue solo una demostración de solidaridad altruista con Gran Bretaña. En ningún país del mundo la política internacional contradice a la nacional y, como es sabido, la política internacional rusa tiene alcances en los propios interiores de los países occidentales. No nos referimos solo a los sistemas de espionaje sino a los "caballos de Troya" que mueve Rusia al interior de Europa. Pues para nadie es un secreto que las extremas derechas y las extremas izquierdas europeas cuentan con el apoyo de Rusia en todo lo que tenga que ver con la desestabilización de los gobiernos y de la Unión Europea.

El antieuropeísmo de los extremistas europeos colinda perfectamente con el antieuropeismo (político y cultural) del Gobierno ruso. Marine Le Pen, por ejemplo, nunca ha ocultado su admiración por Putin. En España, ni el extremismo de Podemos ni el separatismo catalán, han dicho una sola palabra en contra de las injerencias rusas en Inglaterra. En Alemania tuvo lugar incluso un hecho interesante pero también grotesco: los neofascistas de AfD y los posestalinistas de Die Linke se pronunciaron al unísono en contra de la expulsión de los diplomáticos rusos llevada a cabo por el Gobierno Merkel.

Putin, para decirlo en pocas palabras, ha llegado a ser para muchos gobiernos europeos no solo un problema de política externa sino, además, interna. La solidaridad hacia Theresa May manifestada por la mayoría de los gobiernos europeos puede ser considerada sin problemas como un acto de autosolidaridad.

La diplomacia rusa ha reaccionado con sarcasmo, tratando, como era de esperarse, de minimizar el hecho. Por supuesto, ya está enviando de vuelta a diplomáticos de otros países cuyos gobernantes no han cometido ningún crimen. Putin, lo sabemos todos, no se va a dejar intimidar por condenas simbólicas, ni siquiera por actos de repudio internacional. Él, un Real-Politiker, sabe muy bien que solo los ilusos y los políticos nonatos creen que con sanciones o bloqueos económicos provenientes de la comunidad internacional puede ser debilitado un gobierno.

Todo indica que Putin piensa lo contrario. La posición de quedar "solo frente al mundo" puede incluso favorecer el ultranacionalismo que intenta aplicar en su país. El significado de la acción internacional hay que verlo entonces desde otra perspectiva, a saber, en el hecho de que por primera vez en muchos años, el Occidente político ha dado prueba de su existencia.

Se demuestra así una vez más que la unidad política no es el producto de declaraciones diplomáticas sino de situaciones existenciales en las cuales la "sociedad abierta" (Karl Popper) debe ser defendida de sus enemigos. Con lentitud, pero con certeza, los gobiernos democráticos del mundo aprenden que una democracia no amenazada desde dentro y desde fuera es, en los tiempos que vivimos, una imposibilidad histórica.

La acción común llevada a cabo por el Occidente político ha trazado una línea demarcatoria. Putin deberá decidir ahora a qué lado de la línea sitúa su política internacional. O emulando a Lenin y Stalin, en dirección hacia el Oriente antidemocrático, o siguiendo la tradición que intentaron crear Yeltsin y Gorbachov, en dirección hacia el Occidente político.

Todo parece indicar que Putin elegirá la primera vía. Y así el mundo no descansará en paz.


Este artículo apareció en el blog Polis. Se reproduce con autorización del autor.

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