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Opinión

El programa del Moncada o la revolución inconclusa (II)

¿Qué medidas específicas se proponía aplicar Fidel Castro en caso de que el Gobierno de Batista hubiera caído el 26 de julio de 1953?

Málaga

¿Qué medidas específicas se proponía aplicar Fidel Castro en caso de que el Gobierno de Batista hubiera caído el 26 de julio de 1953, como consecuencia del golpe del Moncada?

La parte del alegato que Castro dedica a "las cinco leyes revolucionarias que serían proclamadas inmediatamente después de tomar el cuartel Moncada y divulgadas por radio a la nación" comienza con una mentira solapada. Sin afirmarlo categóricamente, Castro sugiere que él mismo o alguno de sus lugartenientes llevaban encima un texto con las leyes que los atacantes iban a promulgar en caso de alcanzar el poder y que "es posible que el coronel Chaviano haya destruido con toda intención esos documentos".

Resulta por lo menos curioso que, si ese documento existía ya la noche del 25 de julio, Castro ni siquiera lo mencionara ante su tropa en la reunión donde leyó el "Manifiesto". La acusación contra Chaviano tampoco es coherente con el hecho de que el ejército presentara un gran volumen de pruebas documentales —libros, cartas, mapas, etc— y que, en cambio, hubiera destruido únicamente un solo texto donde figuraban cinco leyes hipotéticas.

La manipulación tenía el propósito de sembrar la idea de que las "leyes revolucionarias" ya estaban redactadas y consensuadas antes del ataque a los cuarteles de Bayamo y Santiago, cuando no existe prueba ni testimonio alguno de que así fuera. Pero lo más interesante no es esa pequeña insidia, sino lo que Castro prometía en las cinco leyes revolucionarias que enumeraba a continuación.

Veámoslas en el orden en el que figuran en el panfleto La Historia me absolverá.

Ley No. 1: Usurpación del poder judicial y castigos sumarísimos

Según Castro, "un gobierno aclamado por la masa de combatientes, recibiría todas las atribuciones necesarias para proceder a la implantación efectiva de la voluntad popular y de la verdadera justicia".

Por supuesto, el intérprete de la voluntad popular y el jurisconsulto facultado para decidir cuál sería la verdadera justicia era el mismo que había llevado al matadero la noche de carnaval a un centenar de adeptos y, tras desencadenar la masacre, culpaba al ejército de las represalias.

Era necesario, afirmaba, dar un "castigo ejemplar" a quienes el año anterior habían traicionado a la Constitución de 1940 y "no existiendo órganos de elección popular para llevarlo a cabo, el movimiento revolucionario, como encarnación momentánea de esa soberanía, […] asumía todas las facultades [aquí la redacción es confusa] de legislar, facultad de juzgar y ejecutar".

La usurpación totalitaria de la judicatura estaba justificada, según Castro, porque "el Poder Judicial, se ha colocado desde el 10 de marzo frente a la Constitución y fuera de la Constitución". Nada más falso. En siete años de dictadura, Batista nunca pudo dominar a los jueces, que en innumerables ocasiones fallaron en contra de los intereses del Ejecutivo. El mismo juicio por los sucesos del Moncada es la mejor prueba de esa independencia de los tribunales. Responsable de 90 muertes y decenas de heridos, Castro fue juzgado con todas las garantías procesales, desbarró en defensa propia todo el tiempo que quiso y fue sentenciado a 15 años de cárcel de los que solo cumplió 21 meses, en condiciones de reclusión realmente privilegiadas.

Esta ley, que comienza como un anuncio de restauración constitucional ("La primera ley revolucionaria devolvía al pueblo la soberanía y proclamaba la Constitución de 1940 como la verdadera ley suprema del Estado…") es en realidad el preludio de los fusilamientos y las condenas astronómicas que los tribunales revolucionarios prodigaron desde los primeros días de 1959…. y que 60 años después siguen aplicando. La justicia al servicio del Poder Ejecutivo, usada como instrumento pedagógico para aterrorizar y someter a la sociedad civil.

Ley No. 2: Confiscación de tierras para repartirlas como propiedad "inembargable e intransferible"

En la formulación de Castro, esta ley "concedía la propiedad inembargable e intransferible de la tierra a todos los colonos, subcolonos, arrendatarios, aparceros y precaristas que ocupasen parcelas de cinco o menos caballerías de tierra, indemnizando el Estado a sus anteriores propietarios…"

Esta medida es el prólogo de las dos reformas agrarias por las que se estatizó la tierra después de 1959 y prácticamente se eliminó la propiedad privada en el campo, con las consecuencias económicas ya conocidas. Pero incluso sin haber llegado a esos extremos, la injerencia del Estado en el mercado agropecuario habría causado la ruina de la ganadería y la agricultura, por el afán confiscatorio y regulador que ya reflejaban estas ideas en 1953.

Decretar el carácter intransferible de los predios rurales equivalía a paralizar la compraventa de terrenos y a dejar la propiedad real en manos del Estado. Sin mencionar el daño que este enfoque minifundista habría causado a la industria azucarera, asunto que se trata más adelante.

Cuba habría pasado de país exportador a importador de alimentos y productos agrícolas, como ocurrió poco después de 1959, aunque tal vez la involución hubiera ocurrido en un plazo más largo.

Ley No. 3: El 30% de los beneficios de las empresas para los obreros y empleados

Esta promesa típicamente populista "otorgaba a los obreros y empleados el derecho a participar del 30% de las utilidades en todas las grandes empresas industriales, mercantiles y mineras, incluyendo centrales azucareros".

La medida era el equivalente de imponer un impuesto adicional del 30% sobre los beneficios empresariales y comerciales, algo que muy pocas compañías hubieran podido soportar.

Esta ley era la fórmula más rápida para quebrar el aparato industrial y mercantil del país y destruir su tejido productivo, como se comprobó en su momento. Una vez constatada la ruina, el Estado no tenía más que recoger los deshechos y socializar los costos, que fue lo que el Gobierno revolucionario hizo a partir de 1960, con el consiguiente empobrecimiento de toda la nación.

Ley No. 4: Sin azúcar no hay país

Según declaró Castro, "la cuarta ley revolucionaria concedía a todos los colonos el derecho a participar del 55% del rendimiento de la caña y cuota mínima de 40.000 arrobas a todos los pequeños colonos que llevasen tres o más años de establecidos".

En consonancia con la segunda ley, esta medida estipulaba la intromisión del Estado en el mecanismo de mercado, lo que llevaría a la ruina general por falta de competitividad. Los resultados de la política azucarera del castrismo son harto conocidos: en 2018 Cuba produce el mismo volumen de azúcar que en 1894 y ha perdido las cuatro quinta partes de su aparato agroindustrial.

La cuarta ley era un señuelo populista que carecía de sentido económico. La industria azucarera cubana hubiera sobrevivido muy poco tiempo en las condiciones que esa legislación preconizaba.

Ley No. 5: Confiscación de bienes malversados.

"La quinta ley revolucionaria ordenaba la confiscación de todos los bienes a todos los malversadores de todos los gobiernos y a sus causahabientes y herederos…", proclamó Castro. So pretexto de luchar contra la corrupción, esta medida era un ensayo de la confiscación general que seguiría poco después.

Tras la enunciación de las cinco leyes sigue un párrafo cuya autoría y fecha de inclusión en el texto son todavía dudosas. Algunos eruditos sostienen que no figuraba en la primera versión de La Historia me absolverá y que se añadió en versiones posteriores, en particular en la edición de marzo de 1959: "Estas leyes serían proclamadas en el acto y a ellas seguirían, una vez terminada la contienda y previo estudio minucioso de su contenido y alcance, otra serie de leyes y medidas también fundamentales como la reforma agraria, la reforma integral de la enseñanza y la nacionalización del trust eléctrico y el trust telefónico, devolución al pueblo del exceso ilegal que han estado cobrando en sus tarifas y pago al fisco de todas las cantidades que han burlado a la hacienda pública".

Aunque Fidel Castro afirmaba en La Historia me absolverá que "todas estas pragmáticas y otras estarían inspiradas en el cumplimiento estricto de dos artículos esenciales de nuestra Constitución, uno de los cuales manda que se proscriba el latifundio […] y el otro ordena categóricamente al Estado emplear todos los medios que estén a su alcance para proporcionar ocupación a todo el que carezca de ella y asegurar a cada trabajador manual o intelectual una existencia decorosa", era perfectamente posible impugnar la legitimidad y legalidad de esas medidas sobre la base de otros derechos reconocidos en la propia Constitución, tales como el derecho a la propiedad privada o la primacía del bien común.

Si Castro hubiera trepado al poder sobre un montón de cadáveres en julio de 1953, no habría necesitado proclamar el marxismo-leninismo ni implantar una dictadura comunista. Le hubiera bastado con aplicar a fondo las medidas que figuran en La Historia me absolverá para que la economía del país quedara totalmente trastornada y la vida social cubana sufriera una conmoción de la que difícilmente se hubiese recuperado. Y, naturalmente, la oposición política a tales disparates habría sido enorme, lo que hubiera justificado la represión del nuevo régimen, en aras de la defensa de la revolución y el interés del pueblo, como efectivamente ocurrió después de 1959.

El "programa del Moncada", dado a conocer por primera vez 15 meses después del asalto al Moncada, marcaba un rumbo a la ruina y la tiranía quizá más lento y más parecido a lo que años después haría Hugo Chávez en Venezuela, pero de resultados previsiblemente similares.

El espíritu y los contenidos de la revolución, que inspiraron las reyertas políticas del periodo republicano, fracasaron y quedaron invalidados por los frutos que dieron a partir de 1959. La pretensión de resucitar el "socialismo verdadero" o "el culto de la revolución" —como llamaba Martí a ese delirio colectivo—, es un ejercicio de pensar desiderativo y un anacronismo, tras el naufragio del comunismo del siglo XX, el Socialismo del Siglo XXI y la crisis interminable de la socialdemocracia europea.

La historia de Cuba a partir de 1850 se fundamentó en el mito de un destino nacional grandioso, solo realizable mediante la revolución. Esta visión teleológica de la historia se hizo realidad en 1959, pero el resultado de la revolución (o de las cuatro revoluciones sucesivas) ha sido un país hundido en la miseria y la opresión, aquejado de una descomposición social y nacional imparable.

Puesto que esa historia es la crónica de un fracaso inapelable, lo más lógico y lo más ético sería no entroncar con ninguna "tradición histórica", sino precisamente romper con ella y superarla, de una vez y para siempre. Pero ahí radica, en última instancia, la paradoja en la que se debate hoy la sociedad cubana. No hay medios pacíficos para realizar los cambios que el país necesita, por lo que la revolución es ahora más necesaria que nunca. Pero los fracasos sucesivos de los métodos revolucionarios son los que han conducido a la situación actual y esto —además del miedo al aparato represivo, reforzado por las experiencias de Venezuela y Nicaragua— genera una aversión insuperable al uso de la violencia con fines políticos.

Es absurdo pensar que el futuro de Cuba deba pasar por la repetición de los disparates de los últimos 170 años. La reiteración de un experimento socialista o la recuperación de los "valores revolucionarios" sería un acto de contumacia, o sea, de persistencia en el error.

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