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Política

China-Venezuela, ¿relaciones en declive?

China aún no posee la capacidad de imponer un régimen de sanciones internacionales o de desplegar su poderío militar fuera de su área geográfica.

Madrid

A principios de febrero, el portavoz del Ministerio de Relaciones Exteriores de China, Geng Shuang, anunció que Pekín "ha estado en estrecha comunicación con todas las partes" en Venezuela

Una declaración que contrasta con el respaldo único al régimen de Nicolás Maduro manifestado por otros aliados de peso como Rusia y Turquía.

Después de Cuba, China es el país que más tiene que perder en la actual crisis venezolana. Así, en la última década, entre 2007 y 2016, Venezuela ha sido el mayor destinatario de los préstamos chinos en América Latina, al recibir de la potencia asiática unos 62.000 millones de dólares.

Unos empréstitos otorgados con condiciones de reembolso relativamente flexibles, en buena parte pagados mediante remesas petroleras.

Las empresas chinas han conseguido además importantes concesiones para operar en la minería, otro sector en que Venezuela cuenta con ingentes reservas, ya sea de oro, de hierro o bien de coltán –un mineral utilizado en la casi totalidad de los dispositivos electrónicos– y de torio –cuyo uso como combustible nuclear está en fase de experimentación–.

Una colaboración en la cuerda floja

La colaboración económica entre China y Venezuela había comenzado ya bajo la última presidencia de Rafael Caldera, entre 1994 y 1999, pero fue con la llegada al poder de Hugo Chávez que se desarrolló plenamente.

Una relación que servía los intereses de ambas partes. El Gobierno de Chávez buscaba diversificar el destino de las exportaciones del crudo venezolano para sustraerse de la dependencia del mercado estadounidense y garantizar el sustento del proyecto bolivariano, mientras que China aseguraba otra fuente de combustibles para su economía y a la vez se granjeaba una zona de influencia para sus incipientes designios de potencia mundial.

Sin embargo, con la caída del precio de las materias primas en los mercados internacionales y la debacle económica venezolana, que se ha ido arreciando desde 2014, el acuerdo entre ambos países se ha visto sometido a prueba. 

Debido al descalabro de la petrolera estatal PDVSA, Venezuela incumple sistemáticamente las entregas de petróleo acordadas con el país asiático, solicitando periodos de gracia. Se estima que Caracas debe a Pekín alrededor de 20.000 millones de dólares.

A su vez China ha decidido congelar el crédito al país sudamericano y ha limitado sus inversiones al mantenimiento del nivel de explotación en los rubros en que están involucradas sus empresas. 

En 2017, por primera vez en una década, los bancos institucionales chinos no concedieron un nuevo préstamo a Caracas. Y en 2018 no hubo confirmación por parte de las autoridades chinas de un empréstito de 5.000 millones de dólares anunciado por el Gobierno de Maduro.

Recientemente, la petrolera PetroChina manifestó su intención de cancelar su asociación con PDVSA en un proyecto en el sur del gigante asiático, valorado en 10.000 millones de dólares, a causa de las insuficiencias de la compañía venezolana.

Los temores de Pekín

Ahora bien, en este contexto, ¿por qué el Gobierno chino persiste en su respaldo al régimen de Maduro? Varios factores intervienen en esta postura.

El más evidente es el recelo hacia la oposición venezolana. China teme que un cambio de liderazgo en el país se salde con una anulación de las concesiones que sus empresas han conseguido por parte del régimen. 

En este sentido, el apoyo de EEUU a la oposición hace que Pekín sospeche que Washington aproveche la ocasión para asestarle un duro golpe en lo que tradicionalmente ha sido un área de influencia estadounidense.

Por ahora, Juan Guaidó no ha sabido persuadir a las autoridades chinas de que sus intereses serán respetados. Por una parte, ha asegurado que las inversiones chinas serían bienvenidas, pero, por otra, ha manifestado que se pagarían los acuerdos que hayan sido legales, dejando entrever una posible auditoría de la deuda.

China, además, considera que el actual pulso de legitimidad entre la oposición y el régimen puede desembocar en una guerra civil. Un escenario que dejaría en punto muerto las inversiones chinas en la infraestructura petrolera del país. Y probablemente forzaría a Pekín a tomar parte de modo más contundente a favor del régimen, con el riesgo de ver su presencia en Venezuela reducida a la nada en caso de derrota del bando de Maduro.

Por último, la cautela del país comunista en la crisis venezolana está en sintonía con su política exterior de no intervención en los asuntos internos de otros países. La expansión de China como potencia en las distintas regiones del globo se ha hecho aunando el desembarco de inversiones y préstamos a la defensa de la no injerencia en los asuntos internos de los estados.

Esto le ha permitido a China desmarcarse del modus operandi de las potencias occidentales, empezando por EEUU, pero también de Rusia. Es también una manera de prevenir cualquier mediación del extranjero en su política doméstica. 

Sin embargo, el soft power que Pekín pretende convertir en su marca distintiva en el escenario internacional corresponde a su estatuto de potencia en devenir. 

Pese a contar con la segunda economía mundial y un ejército, en términos materiales, solo superado por EEUU, China aún no posee la capacidad de imponer un régimen de sanciones internacionales (como es el caso de EEUU) o de desplegar su poderío militar fuera de su área geográfica (como lo hacen EEUU, Rusia, Francia y Reino Unido) para hacer prevalecer sus intereses. 

Un estado en las relaciones de fuerza que condiciona la moderación de Pekín en la política exterior, cuando no se trata de su patio trasero.

"No importa cómo evolucione la situación, la cooperación China-Venezuela no debería verse menoscabada", insistió Geng Shuang, dejando la puerta abierta al entendimiento con todas las partes del conflicto venezolano. 

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