Uno deja las predicciones.
Se va de un lugar
y ya no pertenece.
Con el tiempo uno usa tijeras
que cortan en trozos
aquella vida que saltó
al otro lado.
No hay palmas ni glorietas,
no hay murales que digan patria o muerte.
No hay agentes que vengan envidiosos
a amenazarnos con fusiles sin balas.
El miedo se termina en ese cruce,
con el nuevo aire, con el lenguaje
de la azafata sonriente que nos dice
Good Morning.
A otros pertenece el laberinto.
Uno aprende a decir goodbye,
dollar, cents, quarters,
meat and eggs,
a vivir audazmente.
Uno entra a la la calle central,
a la Quinta Avenida donde descubre
hormigas rápidas y eficientes,
apuradas como si el mundo
estuviera a punto
de acabarse.
Ejército uniforme
de urnas, de familia,
de loans y universidades.
Resolver constante.
Roma enardecida
donde Fortuna existe.
País desordenado
que respeta la miseria y la cría.
Están los altos edificios,
los besos rápidos,
amores que hacen olvidar
el ruido de la isla.
Ese corazón tan aplastado,
tan sin vida, fabrica otra esperanza,
otro oído, otro rostro
en ese hospital desconocido
y se transforma.
Estamos condenados a quedarnos.
Las sogas ya no existen.
Las desató el pavimento gris,
irreparable, raro.
Ir a un bar,
acariciar un cuello,
sentir la espuma que te baña
no importa a qué orilla pertenezca.
New York,
un hotel lleno de luces de neón
y muros plásticos.
Uno busca a alguien o algo
que no sabe si abrirá las puertas.
No importa que esté enfermo,
que maltrate,
que tenga la posibilidad de asesinarnos.
El amor anónimo de América
nos hace adictos.
Magali Alabau nació en Cienfuegos en 1945. Sus últimos libros publicados son Dos mujeres (Betania y Centro Cultural Cubano de Nueva York, Madrid, 2011) y Volver (Betania, Madrid, 2012).