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Sociedad

Resaca de carnaval en La Habana

Nadie sabe quién ganó, pero hubo un claro perdedor.

La Habana

Muy parecidos a las recientes ediciones, y diametralmente opuestos a lo que fueron cuando Pello el Afrokan calentaba la fiesta hasta que aparecían las navajas, concluyeron este año los carnavales de La Habana.

¿Con un poco más de organización? Tal vez. ¿Que tal incremento organizativo contrastó con un servicio lento e ineficaz? Es posible.

Desde el Castillo de la Punta y a lo largo de gran parte del Malecón habanero tuvieron lugar, en par de fines de semana, las fiestas del proletariado cubano, que año por año acude en busca de un poco de cerveza, música y el colorido de las carrozas.

Estas últimas, por cierto, desde hace mucho han dejado de ser el plato fuerte. El sentido original de las comparsas, en fin, lo competitivo, ha pasado a un segundo plano.

Como viene sucediendo desde hace varias décadas y, tal vez con mayor acento en el nuevo milenio, los grandes eventos pierden su significado cultural, dando paso a uno nuevo y más práctico: encontrar comida.

Y si de comida se trata, tampoco es que en estas fiestas, organizadas por el Centro Provincial del Carnaval, merezca la pena abandonar la casa para entregarte, junto con tu familia, a las calles medio en penumbras, a los kioscos atestados de gente y a los baños hediondos.

Al menos así lo atestiguaron los que estuvieron 50 minutos delante de este reportero en una cola para comprar una cajita. "Esto es una basura. Uno viene porque no tiene otras opciones recreativas, pero mira tú mismo como está".

Cincuenta minutos no son tantos en la vida de una persona. Sobre todo en la de una que está dispuesta a divertirse, pero lo que sucedió en este kiosco, perteneciente a la cafetería El Polar, no fue diversión.

Marcamos en la cola de las cajitas esperanzados de poder comer pronto, pues ya caía la noche y el hambre arreciaba. Al menos esa cola parecía caminar más velozmente que la destinada a la cerveza, en la misma casilla.

En los carnavales ya no se vende cerveza de pipa. La oferta es de cerveza Tínima, al precio de 11 pesos cubanos. Nada mal si lo comparamos con los 24 pesos que vale una Cristal o una Bucanero.

Lo malo es que la cola avanzaba muy lentamente y, encima, el consumidor no podía llevarse la botella, sino que era el propio dependiente el que la vaciaba en un vaso en el cual no cabía toda la bebida.

Pero volviendo a la cola de las cajitas con un pollo que parecía barato, pues la tablilla anunciaba el precio de 1,67 pesos cubanos por una porción de 29 gramos, allí estaba Graciela, una señora muy amable que había ido a los carnavales para vender maní.

Estaba comercializando ilegalmente su producto, porque el impuesto a pagar es demasiado elevado para sus ingresos. Junto al Bim Bom de 23 y Malecón habían establecido un punto al cual debían acudir todos los cuentapropistas que quisieran vender en estas fiestas. La suma que tenía que pagar Graciela para obtener permiso era de 100 pesos cubanos.

El solo hecho de pagar una cajita de comida por 20 o 30 pesos ya le significaba un gasto excesivo. La conversación en la cola oscilaba entre problemas personales y la lentitud con que se desenvolvían los dependientes. Al irnos acercando a la inicio de la cola comprobamos el tamaño casi ridículo de la freidora donde cocinaban el pollo.

Tres dependientas de brazos cruzados, una pequeña pesa y un grupo de cajitas desarmadas que terminaban armando los propios clientes, en su desesperación por disminuir en algo aquella demora, conformaban el panorama del kiosco.

"Pareciera que estuvieran regalando la comida —comentó la manisera—. Y el dinero está corriendo allí dentro, por eso los ves (a los vendedores) con tanta intriga".

"Cuando yo era jovencita todo era distinto. Había más violencia, a las mujeres les cortaban las nalgas con cuchillas de afeitar y una bronca se formaba en nada, pero había más comida", recordó Graciela.

A unos pasos del kiosco había cuatro policías en postura amenazante. Para un pueblo que vive al borde del delito, la mirada vigilante de la ley es siempre una amenaza. Lo era para la fauna habitual de esa zona habanera, que incluye a mujeres y hombres de la vida, alcohólicos y otros, y también para un reportero independiente.

Al cabo de 50 minutos desistimos de la cajita. Fuimos rumbo a la luz de las carrozas y comprobamos que todo el tramo hasta el parque Maceo estaba compuesto de lo mismo. Gente sentada en el muro, un baño pestilente cada 50 metros, kioscos similares al de La Polar y policías en postura vigilante.

Luego, el carnaval comenzó a parecerse más a un carnaval. Con los únicos fuegos artificiales de la noche, marcando casi el cañonazo, atravesamos un cordón policial que revisaba los matules.

En la zona de las carrozas había quioscos con menos cola, pero vendiendo a mayor precio y hasta en divisa. Un tipo hizo la maniobra de tropezar contra este reportero, que ya avisado, había escondido la billetera. Tropezó a la vez contra una mujer a la que pudo carterear.

La visión de las carrozas era buena desde las gradas, a las que solo tenían acceso los que previamente habían comprado las entradas.

La población siguió acudiendo hasta bien entrada la noche, en busca de cerveza y algún alimento para aguantar el golpe.

La Compañía Danza Teatro "Villa San Cristóbal" se llevó el gran premio; pero eso, entrada casi la madrugada del domingo, no le importó prácticamente a nadie.

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