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Crítica

Mirar o atravesar los poemas de humo de Lizette Espinosa

'Encuentro en ella ecos de la poesía de Eliseo Diego, de Fina García Marruz, de Dulce María Loynaz, esos poetas que encontraron asomos de la eternidad más diáfana dentro de lo doméstico.'

Miami
Lizette Espinosa.
Lizette Espinosa. Nagari Magazine

Calderón de la Barca  escribió que la vida es sueño. También pudo haber escrito que la vida era humo. Si no pregúntenle a los dedicados cremadores que a las orillas del Ganges incineran los cuerpos de los seres que pasan a otro ciclo kármico. El humo de los leños que arden en el corazón de un bosque, las cortinas de contención contra el bando enemigo, las volutas de las pipas de la paz, el humo del sahumerio ceremonial, el del tabaco vertido sobre la nganga…

Ardemos por accidente, por volición, o de modo conjeturalmente simbólico. Si Prometeo trajo el fuego para los hombres, con él debía venir el humo, esa sombra volátil que el fuego traza. Y en esa afirmación desafiante de amor por ellos, estaba contenida su traición al deseo de los dioses, y por tanto la asunción de sus consecuencias. El mito que es a-histórico se desentiende del hecho de que una vaca tumbe una lámpara de querosene en un almacén en Chicago y se incendie la ciudad hasta consumirse. Se necesita una cierta conciencia sobre nuestros actos, prometeicos o no, para que la realidad no sucumba ante la noción de que somos ceniza por venir, pasto de llamas de la ira de algún demiurgo.

Me acerco al poemario Humo (Bokeh, 2019)  de Lizette Espinosa (La Habana, 1969) con la certeza de que no es un libro nacido de accidentes sino de desafíos. Reconozco vestigios de mí misma en lo que leo, de alguien que fui, que tuvo cimientos parecidos. Simpatizo con el pretérito amparo  que le tiende a las palabras más amables de la lengua. Es puntualmente adicta del buen decir: no blasfema, no injuria, no castiga. Esos desafíos son otros: buscar mínimas permanencias, alivios para los dolores de otros, soplar sobre las voluntades que se apagan.

En un mismo poema llamado "Lumbre" vemos arder estos vocablos prístinos: hoguera, humo, fuego, cirio, resplandor, estufa, ceniza, horno, pira. Me quedo con un verso para calentar el ánimo: "Naranja enaltecido, justo incendio". Palabras que rodean o intentan preservar la existencia del mundo tenaz del hogar el primer santuario; la madre, diosa primera: "Serás la primavera, acaso un salmo/ en la mano de mi madre entre mis manos…"

No es lamento  lo que se desprende de estos poemas cerrados y concisos, sino una transmutación que reivindica a los objetos, los cuerpos, los lugares, por sobre la fugacidad del tiempo. "…la memoria de la piedra/ que un día fue calle/ luego casa/ y ahora muro por donde salta la muerte", dice en "Funeral", primer poema del libro. Sabe tomar distancia de cualquier causa que no sea personal, como si de antemano las grandes causas las supiera perdidas, y ahí vuelvo a "Lumbre":

   Destello
   en los ojos del tigre, en su guarida
   donde se ofrecen vastos funerales
   en el horno, en el lodo
   con que el hombre amasa su destino
   en el miedo, en la hoguera
   donde la historia cuece al heroísmo

Vuelvo a este poema sabiendo que es de los más ambiciosos del conjunto;  buen exponente de una intención innegable en su escritura que se arroga el derecho al orden y a la templanza. Voluntad conciliatoria, para resumirlo de algún modo. O dicho con sus propios versos: "el don de la congregación/ el círculo sagrado de una alianza". No es una poeta maldita (o maldecida)  y seguramente lo sabe.  No va a abrir la llave del gas y esconder su cabeza ahí para siempre, o a ingerir una poderosa ración de barbitúricos.

En su poesía los ruidos del mundo se decantan pasando por un tamiz muy fino de selección; el dolor colectivo del mundo no respira aquí. No hay lugar para la multitud, los destinos plurales. Pudiera decirse de estos poemas lo que en su momento se ha dicho de la lírica de torre de marfil. El hablante poético se desentiende de su época; su tiempo es el Tiempo, y por tanto sus dilemas se expresan con palabras mayores. "Sana el cuerpo de su cruz/ renace del último exterminio/ se sobrepone a él como a una enfermedad" ("Estampida").

Encuentro en ella ecos de la poesía de Eliseo Diego, de Fina García Marruz, de Dulce María Loynaz, esos poetas que encontraron asomos de la  eternidad más diáfana dentro de lo doméstico. Fuera de ese cielo interior pesa el desasosiego: "Detrás de esas paredes crece el mundo/ se ensillan los caballos de la muerte…" ("Extramuros"). En ese escogido desertar del mundo está la posibilidad de preservar un latido antiguo. "Cuán lejos busca la sangre/ qué tan alto" ("Smoky Mountain") Una tradición de poetas que no incendian sino ofrendan.

Algunas de las imágenes de Espinoza ostentan una belleza visual que nos conforta de los ajados paisajes del mundo y del hombre que lo des(habita): "la herencia que el tiempo/ fue dejando caer como una cruz/ sobre los pastizales" ("Como una cruz").  
Otras veces es lo auditivo lo que eleva el poema a su condición más nítida y ahí tenemos "Jazz", dedicado a la escritora Ena Columbié: "En la antigua casona de tablas carcomidas un piano se lamenta/ y la voz que rocía su cuerpo con Jack Daniels/ revienta en los cristales".

Muy poco sabemos de quién escribe este libro, o de eso que Bajtin llamaba el "cronotopo". No sabemos cuál es su ciudad, cuál su pasado, cómo se nombran sus muertos, en qué esquina se acurruca esa homeless del edredón y las cortinas; no nos mira de frente, no nos involucra nunca. Y sin embargo, sus poemas se alzan como esos mojones de piedra que en las carreteras van indicando las distancias. Seguros, confiables referentes.  La diferencia es que en el caso que nos ocupa el cemento tiene las más de las veces la transparencia de un cristal de Lalique.

Esta mañana llegó a mis manos un poemario de Bukowski y pensé que no era casual. Los efectos de la lectura de "Humo" y la del viejo malhablado y procaz se confundían. Lo que debería excluirse comenzó a mostrar indicios de ósmosis. "…dicen que el humo puede verse desde lejos/ y según el color será el mensaje", dice Lizette. Y el viejo maestro responde desde el ejemplar de bolsillo: "…lo más importante es saber atravesar el fuego".  Mirar o atravesar, he ahí la cuestión, he ahí el diálogo entre este par de poetas esta mañana donde resulto vagamente provechosa en el mundo de los homúnculos. Disculpen, quise decir, de los humanos.


Lizette Espinosa, Humo (Bokeh, Leiden, 2019).

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