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Narrativa

Es tan fuerte el sonido del viento

'Tato la miró. No la conocía de nada. Solo en las películas uno se encuentra a conocidos así. ¿Y si los seguía? Pero luego pensó: que maldita manía la mía de querer seguir gente...'

Madrid
Gaviotas.
Gaviotas. YouTube/ Heriberto JG

Tato está encerrado. La puerta de madera lo separa de su mujer y su hijo pequeño. Tato está metido en la pequeña terraza, con las ventanas y las puertas bien cerradas. Ahí es dónde único puede fumar. En ese espacito, en ese patinejo, está todo su ser.

Del lado de allá del cristal está el salón con la mujer y el niño jugando entre un millón de juguetes. La mujer de Tato no entiende que él no esté las veinticuatro horas del día concentrado en lo más bello que les ha pasado a los dos: el chiqui.

Pero Tato no lo ve así, y la ha tratado de convencer. Él sí está todo el tiempo pendiente del niño. No mira el teléfono. No lee. No escribe. Todos sus sentidos en eso: en que el chiqui crezca sano y salvo en un mundo de amor.

Tato es un emigrante cubano que vive en Marsella. Su mujer es una francesa, feminista, que está muy al tanto de Montessori y las nuevas técnicas para criar a los niños.

Una vez cada dos días, Tato siente que se ahoga y necesita un tiempo para él. Es entonces cuando, a escondidas, sale a comprarse unos puros de dos euros que no son nada buenos, pero que le recuerdan a su país. Eso de "a escondidas" es una farsa, ya que al final se los va a fumar en la terraza. Encerrado para que el humo no llegue a su mujer, para que no llegue a su hijito; pero ahí. A la cara de los dos.

Desde adentro, los dos seres, más desarrollados y europeos que él, lo que ven es un espécimen mulato rodeado de humo, invocando y rezando por algo. Algo intangible.

¿Por qué reza Tato hoy? Por lo mismo que ha rezado desde el día que llegó: por trabajo. Porque la editorial Standard 44 se acabe de enamorar de su novela y al fin, ser un escritor con un libro publicado.

Hace semanas que la editorial tiene el manuscrito y no se han puesto en contacto con él. Encerrado, pasando frío, Tato fuma y mira sus santos cubanos que también están encerrados en la terraza. Ahí es dónde único los puedes tener, le había dicho la jefa.

Tato tenía un Eleguá para que abriera los caminos (que era una piedra con dos caracolas que hacían función de ojos) y tenía un boniato en un plato con agua (para que crecieran las cosas buenas en su vida como las maticas verdes que salían del tubérculo).

Tato llevaba muchos meses ahí, de visitante pasó a residente, pero todavía no había conseguido trabajo. Mira que muchas veces había escuchado a algunos amigos que llevaban años en Marsella decir que la ciudad más difícil para conseguir trabajo era esta. Después de diez años, muchos se iban a probar suerte a una ciudad mayor.

A Tato le gustaba estar ahí. Su amor era de ahí. Su nueva vida, su hijo que era mitad francés. Marsella tenía muy buen internet y podía mandar sus manuscritos a las grandes editoriales en español; pero algo había con él que no acababa de chocar con la verdad. El oro, el éxito, le rehuía.

El santero que era su padrino le había mandado tres baños con flores blancas y perfume. En cada momento en que se restregaba con las flores y el perfume, Tato pedía porque lo malo se fuera de su cuerpo. Necesitaba ser alguien nuevo. Una mejor versión de él. Un Tato 2.0.   

Entonces, Tato está ahí, encerrado en la terraza, fumándose su tabaco, mirando el paisaje, la catedral y un montón de árboles de paraíso. El mismo árbol que había en el patio de la casa de su abuela, ¿sería una casualidad o sería que la abuela muerta lo estaba protegiendo desde el más allá? ¿Y si la abuela lo protegía, por qué no apuraba el tema de publicación de su libro?

Tato les echa un poco de humo a sus santos, que yacen en el piso de la terraza junto con la escoba y el recogedor, y vuelve a mirar al paisaje.

Su esposa toca en el cristal de la puerta. Ya. Se acabó la tranquilidad. Se acabó el pensamiento. Se acabó el momento Cuba. Tato apaga el tabaco, se pasa las manos por la ropa para limpiarse y no pasarle el olor al pequeño. Tato se limpia, como limpiándose de sus creencias y de todas las cosas de Cuba y entra para el salón.  

Cuando Tato mira a los ojos de su hijo es como si se metiera en una laguna profunda sin fin. Su chiqui es su salvador. Desde que él está todo es mejor. Es mitad cubano, piensa. Es algo de él. Es un bastón para sostenerse en el medio de un millón de personas que solo hablan en francés y que tienen una serie de costumbres y formas a los que él no ha podido acabar de acceder. Nunca se sintió un patriota, pero últimamente no puede con nada de esta tierra nueva que lo acogió y que le regaló una familia.

Allá en Cuba era impensable tener una familia. Sus novias se hacían abortos porque no había manera de mantener un hijo en Cuba. No había comida, no había pañales. En un sentido, Tato era un privilegiado. Tenía un hijo.

Un hijo que regaba la comida por todas partes, porque su mujer acá, no usaba las formas de Cuba. Acá no había avioncito con la cuchara: no. Acá era una técnica que hacía que los niños conocieran mejor la textura de los alimentos y para eso había que dejarlos que hicieran lo que les diera la gana. Jugar con la comida.

Después de cada comida, Tato tenía que limpiar todo, en cuatro. Agachado. Limpiando. Sintiéndose mal: como si los escritores no tuvieran que andar a tientas por el suelo limpiando. ¿De dónde venía ese pensamiento clasista? ¿De la isla? ¿De aquí?

Es verdad que aquí había tenido que aguantar todo tipo de chistes y maltratos por su mulatez. Pero bueno, una amiga le había dicho, no te detengas en las piedras del camino porque si no, no te vas a acostumbrar a este nuevo país que es tu país. También le había dicho: deja de pensar en los problemas de la isla, ese país no tiene arreglo y ahora esta es tu patria. Piensa en Macron, en la bouillabaise, en Houellebecq…

Tato se entretenía viendo a su hijo comer y pensaba en su madre, su madre que aún no conocía a su nieto. Su madre que no había conseguido visa para Francia. Su madre que tenía que hacer mil malabares para comer y mil más para saltar del lecho y no morirse de tristeza, sola, en medio de la peor crisis económica.

Amanece y el salón está lleno de juguetes, pañales cagados, pijamas meados, los platos sucios; pero ¡sorpresa! Tato está sentado en el sofá con un puro en la boca. Lo está llenando todo de humo y le da igual. Es como el momento de la victoria. Su cubanía le ganó a los franchutes. No se crean que es que se ha envalentonado nuestro cubanito: no. Es que mujer e hijo se han ido una semana de viaje a la casa de su suegra, en las afueras de Toulouse, a una reunión familiar. Tato pudo haber ido, pero una llamada con un supuesto trabajo lo había detenido.

Su mujer, a regañadientes se fue con el chiqui y Tato se quedó solo en ese campo de guerra que es la casa donde hay un pequeño, solo, fumando, a la espera.

No era el trabajo que quería. No era la publicación de su libro. No era una empresa que le fuera a dar reconocimiento; pero sí le iba a dar dinero. Uno de sus primeros pagos.

Tato se quedó fumando y en medio de la soledad, antes de ponerse triste, se levantó y empezó a recoger. Dejó la casa como nueva, limpia, ordenada. Miró la cajita de madera donde su mujer (que pagaba el alquiler, mantenía al hijo y lo mantenía a él) le había dejado unos cuarenta euros para cualquier imprevisto en su ausencia.

Vio el dinero. Pensó en comprar libros. En comprar más puros. Llegó la llamada. El trabajo consistía en traducirle a un poeta ruso en un evento sobre la guerra de Ucrania que iba a tener lugar en San Sebastián, España. Por eso le pagarían cuatrocientos euros.

Tato anotó todos los datos. Dio su número de pasaporte y nombre completo y colgó. Llamó a su mujer y le dio la buena nueva.

Ella se alegró, aunque sonó un poco seca.

Tato salió a la calle con ganas de celebrar. Se compró dos puros y un libro de Miguel Collazo que encontró en la librería de autores latinoamericanos. Se sentó en un banco frente al mar y empezó a mirar a la gente pasar.

Estaba hinchado, realizado. El viento movía con fuerza el humo de su puro y por esto la hoja no quemaba parejo. Los transeúntes bañados por el humo lo miraban con mala cara, pero a Tato le daba igual. Tato fumaba y les agradecía a sus santos mentalmente. Tato le escribió a su madre y le dijo que había conseguido un trabajo.

Un grupo de turistas pasó siguiendo a su guía y Tato, que ya no tenía mucho dinero, pensó en unirse. ¿Qué pasaría si me pongo al final del grupo? Pegado. Como un pez parásito. El viento le movía las sayas a unas extranjeras hermosas que se veían bien alimentadas. Nadie lo miraba. Él era un clase B. Un obrero más. Un nobody.

Antes de deprimirse se fue a dormir a la casa y en la soledad, entre el frío y los juguetes del chiqui, trató de masturbarse y acabó llorando. ¿Extrañaba Cuba?

Los vuelos en la isla eran un infierno. Había que ir tres horas antes para presentar todos los papeles que les pedían a los cubanos. Ahora no estaba en la isla y además era un viaje dentro de la comunidad (Marsella-San Sebastián), pero así y todo salió tres horas antes.

En el aeropuerto pasó por todos los controles hasta llegar a la puerta 44 (su número de suerte). Pensó en la editorial Standard 44 y revisó su mail y nada. ¿Y si les escribía? No, podía cagarla. Podía sonar desesperado. Como un emigrante latino pobre desesperado. No. No podía sonar como lo que era. Tenía que "Ho ponoponear", ser zen, pensar en que estaba bien. Así se lo había dicho su bella mujer: no estás tan mal.

El tiempo de vuelo fue una bobería y en San Sebastián lo estaba esperando una de las organizadoras del encuentro que también servía como chofer. La señora, contenta, no paraba de hablar. Ya el poeta ruso estaba en el hotel. Esa noche había una cena. En la mañana iba a tener lugar el encuentro en una antigua fábrica. Luego había un paseo. Y ya en la noche lo devolvían al aeropuerto. Tato asentía a todo con una gran sonrisa sin dejar de revisar su mail en el teléfono. Él tenía que leer. Él tenía que tener un traductor. Él también era un artista. Pero nadie parecía reparar en eso. Es como si desde que llegó a Europa hubiera tenido que estar explicándole a todo el mundo que había hecho antes en su vida durante treinta y nueve años.

En la carpeta del hotel pasó gran pena (pero no es nada nuevo esto para los cubanos) a la hora en que le pidieron una tarjeta de crédito por si consumía algo en el minibar. Sudado, nervioso, tuvo que gastar mucha lengua explicando por qué los cubanos no tenían tarjeta de crédito en la isla. Llevaba poco tiempo acá. No tenía trabajo, ¿Cómo iba a tener tarjeta? ¿Qué dinero iba a meter ahí?

Subió a la habitación, pequeña, un poco cutre, y se tiró en la cama con los zapatos puestos. Puso la televisión donde hablaban de la reina de Inglaterra y trató de masturbarse, pero acabó pensando en aquello que le había dicho su padrino de santería: a ti lo que te toca es un signo viajero. La letra del que no tiene hogar. El deambulante.

La vida le había regalado una mujer inteligente, hermosa, una mujer fuerte y un hijo bello; pero así y todo… ¿Por qué no sentía que tenía un hogar? ¿A qué estaba esperando? ¿A una autorización? En ese momento se asustó y pensó que había dejado en la terraza de la casa la vela de los santos encendida. Si se quemaba su casa sí no se lo iban a perdonar. Su suegra, su suegro, las tías de su mujer ya lo tenían bastante atravesado: ¿Por qué ella se había tenido que buscar un cubano?, con tanto francés lindo que había por ahí.

Se duchó. Se arregló y bajó. En el lobby estaba el poeta ruso que lo trató como si fuera un criado incompetente. Tato lo miró de arriba abajo. No parecía un poeta. Estaba vestido como un jugador de golf. El poeta lo miró de arriba abajo: ¿No había un traductor español? ¿Por qué este mulato raro?

La cena pasó sin grandes sorpresas. El poeta ruso hablaba y hablaba y Tato no paraba de repetir, sudando, tratando de no equivocarse. Tato pensaba mientras hablaba: ¿Por qué me llamaron a mí? Y en su pensamiento pensó en lo que le diría su mujer: sé positivo, si no te llaman porque no te llaman y si te llaman porque te llaman. Entonces dejó de pensar en lo que estaba pensando y pensó que debía concentrarse en lo que estaba hablando el ruso. Casi no pudo comer de tanto hablar. El poeta no parecía tener hambre. Del lado de allá de la mesa, los que escuchaban eran siete: la que lo invitó (una vieja amiga de su viaje a Moscú), la que lo recogió en el aeropuerto, los dos esposos de ellas, y tres estudiantes.

A la hora de la despedida hubo una incomprensión y parecía que el poeta ruso no quería seguir con él atrás, así que lo mandó a casa. Ellos se iban a por chupitos, pero Tato quedó como solo, abandonado. Tato pensaba que seguro el poeta estaba tratando de llevarse a la cama a una de las estudiantes, pero no quiso pensar más y se fue.

Entre risas, el grupo lo dejó ir. A las mujeres les daba pena, pero bueno, el que mandaba, la estrella, el artista, era el ruso. Tato se inventó un cuento, estaba cansado, gracias, gracias; pensó en su salario y se fue.

Caminando solo por La Concha, sintió el olor a mar y recordó la Playita de 16 en La Habana. Recordó como enamoró allí a una muchacha, una levantadora de pesas que tenía los brazos más bellos que ojos humanos hubiesen visto. Pensó en sus días de sueños y esperanzas en la isla, cuando pensaba que iba a ser un gran escritor. Cuando iba al patio del centro de escritores a hablar de Musil, de Lezama… en eso, una voz lo despertó y lo trajo a la realidad. Una cubana pasó por su lado del brazo de un hombre mayor. Ese acento era inconfundible. La cubana soltó: "Es que es tan fuerte el sonido del viento"; y se abrazó a su pareja.

Tato la miró. No la conocía de nada. Solo en las películas uno se encuentra a conocidos así. ¿Y si los seguía? Pero luego pensó: que maldita manía la mía de querer seguir gente, ¿Qué busco? ¿Qué me falta?

Regresó a la habitación y escuchó un mensaje de voz de su madre. La voz cansada, triste, sin esperanzas, de una mujer de más de setenta años que tenía la familia dividida y desperdigada por varias partes del mundo. La historia de una vecina que la había tratado mal porque necesitaban en el barrio eliminar a Tato de la libreta de racionamiento socialista. Su pan, su azúcar, querían dárselo a otro. A fin de cuentas, el ya no estaba allí. Él no necesitaba eso, pero se molestó porque lo sintió como si fuera un entierro en vida. Con Cuba le quedaban pocos lazos y ahora este corte (que antes no había pasado por su mente ese conflicto de bodegas socialistas) lo hacía sentir más raro. Como si no pudiera regresar. Como si no tuviera a dónde regresar.

Tato se levantó de la cama preocupado y fue a ver su pasaporte: ¿Cuánto tiempo le quedaba de vigencia? ¿Y después? Como un pez de agua dulce en un mar salado y extenso; se sintió fuera de todo. El deambulante. El sin casa, le había dicho el padrino.

¿Y si le habían echado una maldición antes de venir para Francia? Lo que mejor hacía era olvidar todas esas supersticiones y centrarse en su hijo, en su familia y en dejar las ganas de escribir a un lado y ponerse a trabajar duro. Doblar el lomo. Con tantas cosas en la mente esa noche tampoco se pudo masturbar.

Amanece y en la televisión hablan del rey de España. Fue de los primeros en bajar al desayuno y como buen cubano con hambre vieja se prepara en el buffet un plato cargado de cosas: chorizo, jamón, pancakes, queso… Desayuna como un troglodita y no ve al poeta ruso por ningún lado. El encuentro es a las diez. Seguro que se quedó a dormir con la estudiante. Debo leerme sus poemas. Piensa. Sube a la habitación y abre el PDF con los poemas del tipo antes de que sea la hora de lectura (que es el evento principal).

Lee los poemas. Son buenos. Se da cuenta que el tipo además de pesado es buen escritor. ¿Qué pasa? Que sus poemas sí interesan por la guerra, porque Rusia es un país más peligroso, más grande… pero sus dramas, ¿Dramas cubanos? ¿En el siglo XXI? Cuba ya pasó de moda. Sus escritos críticos a nadie le van a interesar. Interesaban poco cuando vivía en la isla, imagina ahora que es un emigrante.

Pensó en los grandes escritores cubanos que murieron en el exilio: Severo Sarduy, Cabrera Infante, Reinaldo Arenas...

Lorenzo García Vega que era un genio y que había terminado trabajando en un supermercado de bag boy en playa Albina. ¿Por qué él se merecía algo mejor? Era muy goloso, siempre queriendo más. Debía bajar la cabeza. Aceptar su destino. Estaba sano. Tenía un techo. Una mujer paciente. No cualquiera carga con un vago de casi cuarenta años.

Sonó la alarma.

Bajó al lobby y ahí estaba el poeta ruso. Vestido como Trump. Que tipo más raro. Raro, pero con talento. Tato lo felicitó por sus poemas. El tipo se asombró de que el traductor mulato lo hubiese leído; y la verdad es que le agradeció de corazón. Una de las estudiantes los recogió. Había pasado algo en la noche. ¿Dónde estaban las organizadoras? Por un momento, mientras iba en el asiento trasero del auto, como un niño pequeño mirando adelante los contornos de sus padres, pensó que lo envidiaba. Envidiaba al ruso. Por rock star. Por poder vivir de escribir. Por ser libre. Más libre qué él.

La antigua fábrica estaba medio vacía. Unas cincuenta personas estaban interesadas en la lectura. El resto estaba en las calles, comprando, paseando, aprovechando un poco el sol. El escritor ruso se sentó en una silla roja inmensa y a él lo sentaron atrás en una sillita de metal. Poniendo el culo y cogiendo el micrófono pensó: debo pedir mi dinero. Me tienen que pagar antes de regresar.

Varios poemas leídos. Par de preguntas sobre la guerra. El poeta respondiendo sin deseos. Apurado. ¿Apurado por volver a la habitación de la estudiante? ¿Apurado porque estaba decepcionado? ¿Decepcionado por tener tan poco público?

Tras unas cortinas le dieron el sobre con su pago. Contó los billetes (que estaban en billetes de cincuenta), sonrío, agradeció. Le dieron la hora de recogida en la noche y lo liberaron del resto de actividades. No lo necesitaban en la comida. Pensó: o sea, me tengo que pagar mi comida. Sonrío. Se despidió del poeta que estaba firmando libros y le regaló una mueca rara. Salió y caminó.

Caminó y caminó tratando de dejar atrás todo. Llamó a su mujer y nadie respondió al teléfono. Seguro estaban paseando, de compras, cambiando al niño. Miró la hora y su madre estaba durmiendo aún (varias horas de diferencia con la isla). Quería contarle a alguien que había cobrado un salario, pero nadie estaba disponible para él.

¿Qué iba a hacer ahora con estas horas? Faltaba buen rato para regresar a Marsella.

Empezó a caminar, siguiendo a los turistas. Había sol, pero el viento fuerte golpeaba la cara.

Pensó en la frase: "Es tan fuerte el sonido del viento".

Caminó y la repitió par de veces más: Es tan fuerte el sonido del viento. Es tan fuerte el sonido del viento.

En el mar, unos surfistas, brincaban y hacían murumacas con el viento, con las olas.

De repente, como un golpe duro, una tristeza honda le llenó el estómago, el pecho, el cuello y finalmente la cabeza.

Dos lagrimones salieron de sus ojos y pensó que por suerte había viento. Es el viento. Es el viento. No estoy llorando.

Se abrazó y se pegó a una columna. A una farola. ¡Coño se me olvidó el abrigo! Si tuviera mi abrigo…

Caminando rumbo al hotel, apuraba el paso, abrazado a sí mismo, como un animalito recién nacido.

Tres grandes grupos de turistas nórdicos le pasaron bien pegados.

Escuchó palabras raras… idiomas que no le sonaban… como un lenguaje nuevo.

Pensó en que eso de traducir no estaba tan mal. Necesitaba encontrar más trabajitos así. Pero solo sabía ruso. No sabía inglés. No había aprendido francés.

Que ganas de poder entenderlos a todos. A ellos. Al resto. (Pensó mirando a los turistas). Que ganas de no sentir extrañas esas miradas. Esos sonidos.

Las voces se hacían más raras. Las ráfagas de viento traían arena y mar desde La Concha.

Apuró el paso y se dijo para sí: coño es verdad que está fuerte el sonido del viento.

Un viento que no deja escuchar. No deja ver más allá de dos pasos.

Hace falta un poco de calma. Un poco de silencio. Para ver si me siento un poco más cómodo. Más a gusto en este lugar.

Unas risas a lo lejos.

Una gaviota que casi lo hiere al pasar.

Una ambulancia.

Unos africanos empujando los carritos de la compra.

Hace un gesto para saludarlos, pero no lo ven.

Es muy fuerte el viento.

 


Carlos Lechuga nació en La Habana en 1983. Guionista y director de cine, sus filmes Melaza y Santa y Andrés tuvieron grandes éxitos en Toronto, Nueva York, Rotterdam y Guadalajara. Ha publicado los libros En brazos de la mujer casada (Hypermedia, Miami, 2020) y, junto a Adriana Normand, Ni Santa, ni Andrés (Verbum, Madrid, 2022). Su más reciente filme, Vicenta B, fue estrenado en el Festival de Toronto. Este cuento pertenece a un libro en preparación.

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