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Opinión

Cuba: La contrarrevolución virtuosa (II)

'La posibilidad para la reinvención de la ciudadanía en Cuba están en esta nueva vertiente de contrarrevolución': el segundo de una serie de tres artículos que publica DIARIO DE CUBA.

La Habana
Violencia revolucionaria y, detrás, Fidel Castro.
Violencia revolucionaria y, detrás, Fidel Castro. Diario de Cuba

Este artículo ha sido antecedido por el primero de una serie de tres artículos que publica DIARIO DE CUBA.


Revolución y sujeto

El carácter de una revolución lo determina su sujeto. No es lo mismo una revolución campesina (de hecho y no tan curiosamente, el predominio campesino en una revolución ha llevado a los estudiosos a considerarlas más como revuelta) que una revolución burguesa, del "proletariado" o de las clases medias. Y el sujeto es importante porque determina su alcance, sus límites y sus limitaciones. Hablando con el rigor que dan el tiempo, el análisis comparado y el estudio de las fuentes, podría decirse que nunca ha ocurrido una revolución del proletariado. Lo único cierto en verdad han sido las revoluciones en su nombre.  

Esto debe poner una mejor luz sobre el sujeto específico de la revolución cubana de 1959. ¿Fue la de aquí la revolución del proletariado?

En lo que toca a la versión castrista de la revolución cubana hay un dato clave: el pueblo, como los intelectuales, ambos en su mayoría, se aproximaron a ella durante, y entraron a ella después de la fiesta, es decir, después del triunfo. Este triunfo estuvo más ligado al proceso de los rebeldes, en toda su diversidad, a la lucha clandestina, al aporte de fuerzas vivas, aunque minoritarias, a la desmoralización del ejército y a la quiebra de la elite batistiana que a la rebeldía popular. Su identidad aquí es tardía. En principio, eso debilita cualquier crédito político o moral tanto del grueso de la intelectualidad como del pueblo para definirla. Por lo que la revolución se hace en nombre del pueblo, pero también se define qué es pueblo.  En su lógica, para 1961 el pueblo ya no son todos, sino los que la revolución decida quiénes son.

Ya está bastante bien documentada cuál fue la posición de la revolución cubana frente a todos los sectores que dieron contenido y brillo a las luchas sociales y emancipadoras de su época triunfante: los demócratas consecuentes, intelectuales, artistas, y dentro de los grupos tradicionalmente susceptibles de marginación: los gays, las lesbianas, los negros, los hippies, intelectuales y poetas de la emancipación. En su mayoría estos fueron expulsados del proyecto y reprimidos si persistían en canalizar su emancipación social aprovechando la supuesta emancipación política con el propósito de verter su identidad en el molde de un pueblo nuevo, nunca visto.

Este momento, que recorre todo el periodo que va de 1962 a 1968, es clave para revelar la auténtica y profunda naturaleza antirrevolucionaria del proyecto que comienza su instauración a partir de abril de 1961: un conservadurismo cultural y político de fuerte contenido social, que nace en el molde jesuita latinoamericano, el del dominio técnico, el adoctrinamiento desde la cuna, el antiliberalismo y el rechazo de la ciudad moderna. El desprecio de La Habana, como ápice de la cultura cubana, y sus "vicios" es de antología para este proyecto.  

La división de la sociedad cubana entre amigos y enemigos, que es lo que en definitiva traduce el par revolucionarios-contrarrevolucionarios desde el poder, y que arrancó en el mismo 1959, se reproduce constantemente en el concepto de la "política de la eternidad" teorizado muy bien por el historiador Timothy Snyder en El camino hacia la no libertad. Desde este concepto, cualquier proyecto se define por la identidad, no por las aspiraciones.

La sociedad civil de amigos y enemigos, de patriotas y mercenarios, de creadores y oportunistas reaparece cohesionada con los años y en medio de las sucesivas crisis para borrar esas divisiones artificiales, moviéndolos en pleno hacia la ciudadanía como contrarrevolución. Los sucesos acaecidos en torno al Movimiento San Isidro, el 27N, el 11J y el 15N son los últimos momentos de unos desarrollos que tuvieron otras expresiones de eclosión cívica: El Mariel en el 80, el vigoroso movimiento de derechos humanos, agosto del 94, Concilio Cubano, el Proyecto Varela, entre otros momentos precursores.

Y es bastante raro que la perspectiva siguiente, con sus correspondientes preguntas, no se haya explorado suficientemente: una revolución que se estabiliza negando al mismo tiempo todo lo que está a la derecha y todo lo que viene a la izquierda —con sus identidades, temas y representantes—, que impide la circulación de las otras palabras y desarticula el pensamiento, ¿es propiamente una revolución o es una dominación instituida en nombre de un pueblo al que se le borran sus rostros reales, al que fallidamente se le intenta resetear?

No católicos, pero tampoco santeros; no música americana, pero tampoco rumba; no pequeña burguesía, pero tampoco hippies; no Diario de la Marina (a la derecha), pero tampoco periódico Hoy (comunista); no José Lezama Lima, el escritor católico, pero tampoco Walterio Carbonell, el marxista, el de la negritud; no invasión a República Dominicana en 1965, pero sí invasión a Checoslovaquia; no bases militares yanquis, pero sí soviéticas; no invasión norteamericana a Irak, pero sí rusa a Ucrania; no latifundio yanqui, pero sí sujeción rusa; no bienes de la economía del mercado, pero sí su disfrute en la elite; no obreros, pero sí proletariado. No derechas, pero tampoco izquierdas, en toda su rica variedad.

Una pintura completa y en tiempo real del curso de la revolución cubana en sus orígenes (1959), ese primer tiempo primordial para su estabilidad, la presentaría como un proyecto en estado de negación frente a la sociedad real, independientemente de la orientación política, social o de los valores morales y culturales cuajados en esa sociedad. La podríamos ver como el triunfo de un grupo de jóvenes antimodernos con escasa apreciación por la diversidad y la pluralidad, fuera a derecha e izquierda, y poco sentido de cómo se forja una cultura.

Un libro de reciente aparición, del profesor Loris Zanatta, de la Universidad de Boloña —Fidel Castro, el último rey católico—, explora este camino de la revolución cubana, oculto detrás del fuerte marketing ideológico del socialismo, que describe la anatomía y dinámicas reales del poder desde su fuente jesuítica, en su vertiente latinoamericana, con la sociedad cubana, que fue forjada durante cuatro siglos en una modernidad tensa.    

La noción del hombre nuevo, un invento de ingeniería política racista si los hay, es fundamental en esta pintura porque es la que da paso a la idea de pueblo que se inventa la revolución: un invento dando pie a otro para presentarnos como legítimo todo lo que en realidad no es la cubanía.  

El resultado antropológico del traspaso de la revolución al castrismo es la estatalización del revolucionario; con la sublimación de tres comportamientos típicamente humanos: la intransigencia, la intolerancia y la violencia.

Al subordinar la persona al grupo, no a cualquiera, sino al grupo de poder, el revolucionario se transforma en un sujeto simple y temible que se convierte desde arriba, por dictado, en el único presuntamente competente para concebir, pensar, definir y admitir la cubanidad. Presuntamente porque, además, se valorará en ellos que no realicen sus competencias otorgadas.  

Importante es este matiz. El revolucionario no se agota en la idea del socialismo ni tampoco en la del comunismo. Llegado su momento la trasciende. Casi se confunde con el castrismo, pero también lo supera. Ya es tendencia la corriente, entre los que apoyan al poder, la de decir que ellos no son ni comunistas ni socialistas, sino revolucionarios y fidelistas. En este punto, y reducido a su esencia, un revolucionario es el típico sujeto violentos necesario para sostener el poder. Con entera suspensión de las premisas del pensamiento: los instrumentos de la razón, la argumentación, aunque fuere retórica, y la estética. El fin mismo de la ciudadanía por anulación "revolucionaria". Que se acompaña con el intento de ahogar esa misma ciudadanía, nombrándola contrarrevolución, en cualquier espacio que levante su voz autónoma.  

Nos atrevemos a decirlo: el revolucionario que no esté dispuesto a afirmarse mediante el uso de la violencia en sus diversas expresiones para reducir al resto, a los diferentes, puede irse despidiendo en Cuba de esa condición. No es posible que sobreviva empleando los recursos civilizados de la cultura ni los políticos de la ciudadanía. En Cuba no se puede ser revolucionario, ciudadano, decente, inteligente y pacífico, todo al mismo tiempo.   

Para los ciudadanos no es fácil este acto de derivar en contrarrevolucionarios dentro de un régimen que se cierra a lo diferente. Definirse políticamente distinto no será posible sin sufrir las consecuencias que la revolución hacía padecer antes, además, a los gays, a los religiosos, a la heterodoxia cultural y a la diversidad de comportamientos laxos del hombre "viejo". Para los revolucionarios sí es posible devenir un sujeto sin criterio, espontaneidad ni voluntad, entrenados para la persecución de lo contrarrevolucionario, es decir, de la acción ciudadana, en la que se movilizan activamente. Es por eso que el revolucionario, el que se lo cree desde la fe, piensa el modo de dejar de pensar, razona lo pertinente de abandonar la razón y revivifica el asesinato físico, moral y mediático como una celebración de la vida.

Si la movilización es a favor de la democracia, habrá que estigmatizarla sin miramientos. La palabra libertad será borrada de los muros donde aparecerá pintada una mañana o arrancado el vestuario de quienes la exhiben. Contrario a lo que el prejuicio contra la ignorancia gusta de dictar, la revolución no tendrá sujetos diestros únicamente entre los iletrados, sino que se proveerá también de ellos en la academia. Si en un mitin de repudio un ignorante se deja filmar orgullosamente declarando "Me cago en la madre de los derechos humanos", un intelectual, acodado en el marxismo-leninismo o en cualquier ideologema, no tendrá ningún reparo, luego de decenas de libros publicados, en afirmar, frente a la escandalosa escalada del número de presos políticos, del hambre, frente al colapso de los servicios públicos, y a las violentas agresiones físicas contra manifestantes famélicos, que "la represión solo existe en los mensajes que incitan a la violencia y respaldan el bloqueo, contrarios a los intereses y anhelos de la patria".

Volverá a parecer paradójico, pero la identificación entre Cuba y revolución, entre lo cubano y lo revolucionario solo es posible porque la Revolución en mayúsculas hizo dos movimientos contradictorios, casi sin transición: cerrar su reducido ciclo temporal lo más rápido posible y fijar su nombre como mito. Si su ciclo breve se prolongaba en el tiempo, habría tenido que confrontarse con sus propios ideales y dejar abierto los espacios a los otros revolucionarios identificados con ellos.

Fidel Castro necesitaba contrarrevolucionarios, pero era imposible crearlos ateniéndose al programa del Moncada. Para inventárselos tenía que reorientar (1961) el carácter de la misma revolución legitimada (1953). Los contrarrevolucionarios lo empiezan a ser, pero de algo que tiene que iniciar la búsqueda de su nuevo contenido y porque se niegan a abandonar lo que sí estaba definido concretamente en la partida de nacimiento de la revolución. Contrarrevolucionarios como consecuencia de una sombra sin cuerpo, en el mismo lugar y a la misma hora en que son revolucionarios gracias a un proyecto pactado y con vida propia.

La revolución vacía

En esta permuta de papeles impuesta por un cambio de libreto de última hora sucede uno de los procesos que probablemente tenga, si alguno los tiene, pocos antecedentes históricos: la sobrevivencia de una palabra que ha dejado atrás su contenido inicial. Sobrevivencia en dos sentidos: la de un fenómeno que vive en el límite de la escasez de recursos propios, nacionales, y en el de sobrevida: un cuerpo que prolonga su existencia más allá del pronóstico estructural de su muerte.  En este sentido, una buena definición para un proceso de 63 años podría escribirse así: la revolución es un proyecto fatigado desde sus inicios, que prolonga su vida frustrada en las energías que le proporciona el poder de una palabra desconectada de su realidad y en sus herramientas de castigo.

Tres factores concurren en su auxilio: 1) la capacidad mítica de las palabras para dotarse de un cuerpo hecho de palabras, una vez que abandonan los hechos (la realidad alternativa); 2) el nacionalismo; y 3) la Guerra Fría y sus distintas versiones posteriores a 1991. Para la fuerza de la palabra (su uso repetitivo y circular ayuda en su prolongación temporal, el "te repito, luego existes") no se puede perder de vista que Guerra Fría y nacionalismo confluyeron al mismo tiempo y en el mismo lugar como tensión estabilizadora.  

La revolución hecha de palabras no adquiere por tanto más contenidos generadores que los que se les proveen desde el exterior: EEUU le proporciona nacionalismo, antimperialismo y anticapitalismo, tres recursos políticos poderosos, y la desaparecida Unión Soviética, y luego Venezuela, le proporcionan la capacidad material.

Librada a sus propias energías internas, la revolución no se habría prolongado como palabra luego de haber abandonado sus promesas. No es su capacidad, por muy poderosa que sea, la que le otorga vitalidad permanente, sino los préstamos externos: económicos, políticos, ideológicos y estéticos.   

Son ellos los que explican la estabilidad de un nombre sin contenido. Y lo duro ha sido que, en nombre de una palabra vaciada, han muerto y sufrido un montón de cubanos marcados desde la fantasmagoría política como contrarrevolucionarios. ¿No quemaron las iglesias a mujeres, hombres y gente de ciencia en nombre de palabras cuyo único contenido eran otras palabras? La revolución cubana tuvo (tiene) la misma potencia medieval: la de quemar sobre significantes vacíos. Que siempre tienen detrás la ambición de poder.    

Ultimar a los diferentes por la palabra emitida desde el poder, sean la liquidación física o el asesinato social, es la situación que convierte la muerte, real o simbólica, en un acto heroico, y al contrarrevolucionario en héroe. La mezcla, frente al paredón y dentro de los calabozos, de quienes apoyaron al Gobierno depuesto en 1959 con los que les confrontaron, pero se resistieron a acatar después de 1959 la desviación del ideal revolucionario republicano, combinó la justicia sin ley de la revolución con la liquidación por anticipo del disenso futuro. En la confusión, el terror, a mansalva y con el orgullo suficiente como para que Ernesto Guevara lo exhibiera  sin empacho en la ONU en aquel discurso en el que tronó: "Hemos fusilado, fusilamos y seguiremos fusilando”. El escenario lo completó entonces la música popular cantando paredón y el desenfreno de la masa rápidamente constituida, a más radical mientras menos expediente revolucionario, que consideraba de buen tono instar a jueces y políticos a penalizar con la muerte.

El galimatías de las palabras deshabitadas es importante para el poder. Contrarrevolucionario es paradójicamente el que utiliza los mismos métodos que la historia oficial reivindica en los medios y en la conmemoración de sus efemérides, y también el que quiere vindicar la ciudadanía solo por el poder propio de otras palabras distintas: democracia, libertad, Estado de derecho, sociedad civil, elecciones libres, pluralismo y diversidad.  

En 1959 está lejos aún el Código Penal de 1987 en el que se mencionará más la palabra muerte para anunciar los casos en que la infligirá el juez, que aquellos en que la juzgará. Y estaríamos a más de medio siglo del Código Penal de 2022, en el que la pena de muerte se ampliará, cierto que después de una moratoria de 18 años, como reflejo de un Estado en pánico defendiéndose de una sociedad cada vez más proactiva, pero pacífica. Y ella, la pena de muerte, se aplicó siempre más en defensa del Estado que de los ciudadanos. Pero todo estaba inscrito desde el principio en el espíritu y en la conducta, sin necesidad y a veces en contra de la letra y del relato.  

Los derechos humanos, enemigos de la revolución

En un principio, contrarrevolución y revolución compartirán la violencia. Tanto por los criminales del régimen depuesto, que no conciben otra forma de violencia que el latrocinio, y son contrarrevolución, como por los del movimiento revolucionario que no se avienen al nuevo orden y se separan para enfrentarlo, sin abandonar los métodos del terror y del asesinato. A eso se suman los que experimentan, durante la transformación cínica de la revolución democrática en revolución socialista, el atropello de sus derechos más elementales, y conciben la violencia como la forma más eficiente de resistencia. Esta confrontación tendrá un final que resultó en la destrucción de la resistencia violenta y en la hegemonía del castrismo sobre la sociedad cubana.

Es durante este tipo de enfrentamiento que una revolución confirma su sino democrático. En el caso cubano, la destrucción de la resistencia consumó la destrucción del ciudadano. De ahí que cualquier intento por reinventarlo sea tipificado como contrarrevolución. El empeño por la decencia y la igualdad ante la ley caracterizará en lo adelante a la ciudadanía ejercida como militancia: a la contrarrevolución. Pero en la revolución es ilegítimo distinguir.

En los inicios, la movilización cívica corre pareja a la violenta, y tanto contra la dictadura de Fulgencio Batista como contra la de Fidel Castro, que le sigue, sus empeños se vigorizan y refuerzan. La revolución continuará llenando el imaginario para definir a la contrarrevolución, pero esta vez a una contrarrevolución nueva: la que quiere devolver la ciudadanía al centro de lo político para reinaugurar la política, recuperándola, con métodos pacíficos. Este nuevo contrarrevolucionario tiene que enfrentarse a situaciones tragicómicas cuando debuta en la escena cubana. Espoleado por el poder, y no sin atentados sospechosos de falsa bandera o accidentes redefinidos como terroristas, el imaginario popular lo identifica con la quema de círculos infantiles, las plagas agrícolas y ciertas violencias difusas, cuando sus acciones van desde la repartición de la Declaración Universal de Derechos Humanos, hasta la repartición de bienes a familias desamparadas.    

La promesa y la posibilidad para la reinvención de la ciudadanía en Cuba están en esta nueva vertiente de contrarrevolución. Digamos que es casi inevitable que la nueva ciudadanía cubana sea percibida así por el poder. Ella se funda en el reconocimiento de los derechos y adopta la postura ciudadana esencial: la de colocarse de frente al Estado. Comienza así a estar poblada por artistas, activistas de derechos humanos y políticos, actores del mercado informal, campesinos independientes, mujeres y grupos feministas, hombres y mujeres de iglesias y de religiones populares, luchadores antirracistas, periodistas y actores de la comunidad LGBTI, y todo aquel que emita su criterio independiente del Estado.

Para todos hay una nueva visión ética: la búsqueda de la democracia tiene que adoptar una distinta relación entre fines y medios en la que el fin, la democracia, debe coincidir con los medios democráticos para lograrla. Lo más importante, sin embargo, para las posibilidades de la ciudadanía, es el regreso a su propia fuente: el reconocimiento al y del otro, de los diferentes, en un plano de igualdad dentro de una misma comunidad política. Tal y como recogía la Constitución de 1940. A este hecho le estaría faltando, desde luego, una mejor y más clara definición constitucional y legal, y la narrativa correspondiente.

La clave es que la contrarrevolución pacífica recupera las bases de la convivencia civilizada en Cuba de un modo inadvertido, en oposición lógica a la revolución, cuya base y naturaleza es la destrucción de la diferencia y, por ende, de la ciudadanía y de los códigos civilizados de comportamiento.

La pugna es civilizatoria, la revolución queda para refugio de lo torcido y perverso. En términos más actuales, la contrarrevolución redefine y traza la solidaridad donde la revolución institucionaliza el mitin de repudio y la orden de combate contra ciudadanos pacíficos. O en frases paradigmáticas e igualmente actuales: "Todos los seres humanos nacen libres e iguales en dignidad y derechos…", diría la contrarrevolución como eco de la Declaración de Derechos Humanos, donde la revolución apuntaría: "Machetes, que son poquitos". Que los valores actuales de la contrarrevolución sean universales, como la solidaridad y la igualdad, no es casual. Dondequiera que se luche contra la opresión se exhiben cualidades que son las mismas desde el primer día.  

Ello presenta dos dilemas. El primero: la revolución cubana no puede, aunque quiera, desembocar en la ciudadanía. El segundo: la ciudadanía, y aunque no lo sea, solo será vista por el poder como contrarrevolución. Es una necesidad instrumental.

El problema lo está siendo para la revolución, desde luego. La ciudadanía ha regresado atravesando una durísima y costosa puja con el Estado por la incapacidad de este para gestionar y lograr el dominio sobre la escasez; lo que Hannah Arendt vio muy bien en la Revolución Francesa y en la Revolución Rusa, recogido en Sobre la revolución, y que consideró la base de sus respectivos fracasos.

La revolución colapsa cuando, después de emplear la represión y la marginación contra toda forma de actividad económica fuera del currículo revolucionario, se ve dominada por la escasez y tiene que admitir la derrota en toda la línea de su propio modelo de gestión económica. Y, dada la gravedad de la escasez que generaliza, esta se convierte en uno de los principales problemas para la gestión política. Este hecho no se admite, por supuesto, en la narrativa, a través de las palabras; por el contrario, estas sostienen una fantasía retórica, y a estas alturas ya ridícula, contra el capitalismo; al tiempo que lo introducen de contrabando.  
 
El ciudadano regresa como contrarrevolución a la sociedad cubana, además, por medio de la actividad económica ilegalizada, luego legalizada a medias, y por el arte en aquel primer grupo de artistas que la revolución permite que vayan a vender su obra en las galerías y escenarios del mundo. Sigue penetrando en la lucha por los derechos, en los espacios religiosos y en un creciente número de demandas que se van enraizando en la sociedad. Pero, sobre todo, el ciudadano se afirma en el mercado informal en la medida que el esquema productivo revolucionario lo miserabiliza. Esto de maneras bien curiosas. Un cubano es revolucionario mientras debe vigilar su puesto de trabajo para evitar el robo y el comercio ilícito crecientes, y es ciudadano cuando los practica. Ambos momentos pueden ser coincidentes, todo depende del modo en que se realiza esta ciudadanía aviesa.

La ciudadanía se impone a la revolución y contra la revolución como hecho demográfico (el número) y sociológico (la mayoría de los sectores y grupos etarios) desde el momento en el que la revolución ya no puede seguir cantando las virtudes de la pobreza. Lo que sigue, la novísima sociedad de consumo, en contradicción y en tensión con una economía improductiva; la apertura a las remesas desde otros países y la introducción del capitalismo de compinches, es la abdicación revolucionaria en los hechos. Las palabras de la revolución siguen su curso y sus propias contorsiones para concentrar el espacio de la contrarrevolución a toda esa nueva sociedad que, admitida en los hechos, quiere vivir con coherencia su propia autonomía y luchar por su emancipación.

El colapso de la revolución en los hechos se resiste, sin mucho éxito, en el campo simbólico y frente al regreso del pluralismo social. Una pluralidad que la revolución la asociará a su contrario.  A fuerza de alejarse de lo distinto, la revolución ha devenido un aparato de reproducción de poder desde el poder, y por el poder mismo. Semejante ente no puede representar a la pluralidad, contrarrevolucionaria per se, por la simple razón de que su ser, o la turbulenta recuperación de su ser, se lo debe a ese acto de exclusión. Privado el ciudadano de los derechos que legitiman la representación política, y por su medio bloqueada su capacidad para hacer valer la noción de la política como servicio público, el Estado, que da cuerpo a la revolución, ha devenido de ente servidor en parásito por ser servido.

Enajenada la autoridad que proviene de la ciudadanía, la revolución se escudará más en la violencia, tanto en la de tipo simbólica como en la física. El Código Penal aprobado en mayo de 2022 actualiza muy bien ambas: incrementa los delitos que contemplan la pena de muerte hasta 24, cuatro más que el Código que le antecedió, y la privación perpetua de libertad hasta 31, 28 más que su antecesor. Por otra parte, el sinsentido constitucional que era el Artículo 61 de la Constitución de 1976 (Artículo 62, luego de la reforma de 1992), que declaraba punible el uso de las libertades reconocidas a los ciudadanos "contra lo establecido por la Constitución y las leyes, …contra la existencia y fines del Estado socialista, (y) contra la decisión del Estado cubanos de construir el socialismo y el comunismo", ausente de la Constitución de 2019, reaparece en el artículo 120.1 del Código Penal de 2022, con las siguiente palabras: "Quien, con cualquiera de las finalidades expresadas en el Apartado 1 del artículo anterior, ejercite arbitrariamente cualquier derecho o libertad reconocido en la Constitución de la República y ponga en peligro el orden constitucional y el normal funcionamiento del Estado y el Gobierno cubano, incurre en sanción de privación de libertad de cuatro a diez años".

Así la revolución, que cede en todos los terrenos, se atrinchera en el castigo. Si se priva en su capacidad de infligir dolor y sufrimiento, termina. El castigo queda, así, como la identidad más profunda de la Revolución y la única posibilidad para su prolongación.
 
El repliegue de la revolución la obliga a estrechar su campo de acción sobre la contrarrevolución. Ya no ataca su presencia, ahora ataca su voz: en los espacios públicos y en los digitales. Con lo que no le queda más remedio que invocar los mecanismos propios del terror. Recordémoslo bien: la meta última del terror es el silencio.

De ahí varias consecuencias inevitables. Al estrechar su campo de acción sobre la contrarrevolución, la palabra misma estrecha su campo semántico; ahora no abarca tanto el ser diferente, sino el hacer valer todas las consecuencias de esa diferencia, empezando por la reivindicación frente al Estado. En sentido contrario, se extiende la palabra revolución en el espacio físico. Se cosifica en el universo material con el que pretende premiar la adhesión imposible en términos simbólicos. Ser revolucionario se convertirá en la condición para participar política y socialmente; para beneficiarse de la distribución de bienes suntuosos dentro de la diversificada cesta capitalista; para administrar la justicia de maneras que garantice legalmente los nuevos bienes de alta gama o de valor patrimonial previamente redistribuidos en la elite, alejando a los intrusos, a los de abajo, a los marginados —a través del castigo— de las cercas que enmarcan los nuevos condominios del poder. También, para aspirar a capitales simbólicos como el futuro, la felicidad o la esperanza; para desarrollar una carrera exitosa como parte de la burocracia, la meritocracia o los nuevos administradores de las ideas y, en los casos más graves de confrontación, para aspirar a la libertad o la vida. Valores que se precarizaron, y que ahora se subliman, hasta convertir la militancia revolucionaria en una cuestión de sobrevivencia dentro de la novísima sociedad de consumo.  

¿La condición para participar de esta revolución ensanchada? El silencio.  

Cuando es confrontado con los mitos que le dieron origen, el revolucionario o la revolucionaria responden: "Es verdad, nosotros no existimos, pero tú sí existes como contrarrevolucionario en tanto te opones a nuestra no-existencia". Es decir, en tanto el ciudadano o la ciudadana critican la conversión de su modelo de vida mientras sostienen, contradictoriamente, las mismas palabras que lo niegan.  Aquí el cinismo se reafirma en la perversión de los valores.


Este artículo fue antecedido por el primero de una serie de tres que publica DIARIO DE CUBA. El tercero y final aparecerá en los próximos días.

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1 comentario

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Una persona contrarrevolucionaria es, en resumen, aquella de buenos y humanos principios que practica los 10 mandamientos, especialmente, amarás a Dios sobre todas las cosas, no matarás, no robarás, no levantarás falsos testimonios. Por eso, en los primeros años de la dictadura hubo una intensa campaña contra el cristianismo y muchos Testigos de Jehová y de otras religiones cristianas fueron internados en aquel infernal gulag llamado UMAP, donde las torturas más dantescas que se puedan concebir estaban a la orden del día.