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Narrativa

Guanabo gay

'¿Te acuerdas de la loquita de Banes que al llegar a la capital de la república la llevaron dos tremebundas al Floridita, y cuando vio el busto de Hemingway se desmayó sobre un camarero?'

Miami
Playa de Guanabo.
Playa de Guanabo. TripAdvisor

 

¡Ay niño! ¡Qué barbaridad! No no no. Si no puedo ni hablar. El aire tiene una cosita, como un perfume francés. Sí, comprado en Champs-Elysées. Un leve, un dejito a salitre, a Poisson de Christian Dior. Y el fresco comienza a entrar por la ventanilla en cuanto la guagua color crema, con su mulatazo de chofer, arranca de la parada donde montamos, antes de la rotonda de Guanabo.

Pero aún el aire Dior no es fuerte,  más bien como de un abanico chino de los que vendían en la calle Zanja, con cisnes rosados y melocotoneros. Claro, no puede secarle las lágrimas, solo regar los hilillos salobres del Poisson, las perlitas transparentes, de tutú de bailarina de rumba. No puede desbaratar el llanto en gotas, los cristales parisinos que hieren a Cirito, a su mirada de ojos de semillas de marañón, fija en el paisaje donde no ve nada porque está peor que una bailarina cegata en el escenario del teatro, que tropieza como tres veces en el segundo acto de Giselle. Nada, Cirito no ve ni las casuarinas que balancean sus agujas casi al borde de la playa, ni los escasos transeúntes —¿Qué parece transeúnte? ¿Suena culta? Transeúntes, transeúntes y transeúntes— que regresan o van a los hotelitos y moteles y matorrales. O vagan —vagabundean al estilo de Robert Walser por Suiza— en busca de algo que beber, redondear la noche del sábado, ligar, empatarse sabrosamente macho con macho, hembra con hembra o el juego que apareciera, que se diera, que se cuadrara. Hasta macho con hembra. ¡Qué horror!

Pues Cirito llora que te llora lenta, silenciosamente. Cada uno de sus gestos parece abotargado, hierático —como el maquillaje de una marica vienesa fleteando por las callejuelas de San Stéfano. Tieso frente a la escenita que una hora antes, más o menos, padecimos cerquitica, detrás de las canchas de tenis de Boca Ciega.

Cada una de las lágrimas que le corren es una trompetilla al noviazgo, un antihomenaje, un extrañamiento, como diría Bertold Brecht —alemán controvertido, invertido— que estuvo de moda en  Teatro Estudio con su mamacita llena de coraje, como le dijo la poeta Salvador Novo a la Pepona Rodríguez Feo mientras ligaban un mezcal por la Zona Rosa de Ciudad de México. Y cada lágrima semeja el derrumbe de las vivencias —vivencia huele a psiquiatra argentino— acumuladas desde dos meses atrás, cuando se conocieron en el papel de chaperones y se lo dije: "Niño, cuidado, no te embulles que a ti no te gustan, no te hagas".

¿Extrañamiento? ¿Vivencias? ¿Pedanterías? Así empezó este mambo sin el Rey Pérez Prado y sin Benny Moré qué bueno canta usted. Porque ni tú ni yo registramos boquitas pintadas por la Manuel Puig, vocalizamos tanto, envolvemos como los guaguancós de El Bárbaro del Ritmo que añora a la mejor, a Celia Cruz con La Sonora Matancera. Así tengo que aclarar la garganta con un martini antes del cuento. ¿Te acuerdas de la loquita de Banes que al llegar a la capital de la república la llevaron dos tremebundas al Floridita, y cuando vio el busto de Hemingway se desmayó sobre un camarero? ¡Al cuento de chapuzón sin chupazón, con almíbar marroquí y sin digresiones Almodóvar en el Festival del Nuevo Cine Latinoamericano! Mala que soy.  

Míriam acompaña a su hermana Amalia —que enseguida me hace recordar Amalia Batista, zarzuela melosa de una chiva que amarraba a los hombres—. Y la acompaña porque solo tiene dieciséis años la muy reputísima, y los padres prolongan  la pepita-costumbre de no dejarla salir sin orquesta acompañante; la ilusión, las ilusiones perdidas de mantenerla atada, virgen purísima como el Colibrí de la Severina Sarduy, como la cancionísima del Pájaro Chogüí. ¿Por dónde? ¿Por el oído?

Cirito le hace el favor a Enrique. Lleva la misión UNESCO de entretener a Míriam, marearla con lo que fuera, hasta donde pudiera o pudiese. Romperle la cancerbera —celadora, carcelera, jodedora, matronera—. Romperle la matronera. Pero no iba a hacer falta, lo sospeché en cuanto le tiré una ojeada: calentona de las calentonas.

Fuimos al cine Riviera. Enrique lo seleccionó, cartelera en mano, rato de rato hasta que la halló: soviética sobre la Primera o la Segunda o la Tercera Guerra Mundial, en blanco y negro y héroes. Pintada para la panadería que el machito de Enrique quería inaugurar con Amalia Batista, para los manoseos sin perder el largo hilo largo del filme —esa sí me priva: filme. Me imagino en el Titanic con Filipo en la parte trasera del auto jugando con su delantera, en el Central Park con un rapero, y allí donde tú sabes, en la azotea que tú sabes.

Las dos películas se acabaron alrededor de la misma hora en que hoy salimos del mar hacia la fiesta que hace unas dos horas dejamos sin ni media palabra universitaria para irnos a unas uvas caletas cercanas a la orilla; hacia el acto que resultaba ridículo posponer más, sobre todo después de la última confesión de Míriam cuando bailaba apretadita las cadencias de un viejo bolero arreglado para Luis Miguel —tan mono, tan rico que está el muy cabrón.

La guagua 62 ronca como quien duerme una borrachera de vino seco con alcoholifán. Ronca como una dentadura postiza contra la empinadísima loma de Guanabo, rumbo a  la Vía Blanca. La Vía Blanca que no le salió a Cirito, coño. Y aquí está Cirito de infeliz subiendo por los fragmentos de Míriam, por los sucesos que aparecen a nuestra derecha por la ventanilla, por el cristal que se transforma en espejo, pantalla que recompone sin desearlo, sin antena de transmisión Plaza de la Revolución; vía satélite tropical, vía correo electrónico. Que recompone la historia de la pareja, de una pareja donde él no quiere ser Cirito, donde odia volver a su sombra, al cuerpo de Cirito; a volver con el tic nervioso, con los segundos en que los labios se le mueven hacia la derecha, levanta ligeramente la nariz y guiña los ojos. O pestañea, pestañeara. ¿Chic? Très chic.

¡Qué pena! ¡Ay pena penita pena, pena de mi corazón! Ay, la historia lo cala  —de horadar— como los aguaceros de los ciclones, con ráfagas casi horizontales. Pero no en la línea recta donde la mariconería  de los historiadores dice que los acontecimientos se despliegan. ¡No, qué va, adiós Alejo Carpentier! A rachas intermitentes, circulares, rítmicas, sin armar el rompecabezas, como una modelo indecisa ante la sombra de los ojos que mejor le pega con el vestido malva, como un niño que se entretuviera en alterar las teclas de la computadora, evitar que el programa tenga secuencias, introducirle virus...Y menos mal que la historieta comienza sin tiempo eslavo —ritmo de bostezos que nos hacía volar del Riviera, refugiarnos dentro de algún proyecto, desesperarnos ante los rodeos que acrecentaban los héroes y los malos requetemalos que se oponían al partido del proletariado.

¡Mira que se lo dije veces! Pero todavía está como cuando Chopin se enamoró como un perro polaco de la bicha aquella... ¿Cómo se llamaba? Pero Cirito sacude el moño. Reconstruye, sufre sin acordarse de aquel francesito tanático —Tánatos, tanatorio, sidatorio, que entonces no era el SIDA— que se llamaba Condorcet porque quería que le pusieran su nombre a un liceo. Pero Cirito nunca va a escribir un Esbozo de un cuadro histórico de los progresos del espíritu humano, nunca se va a dejar templar por el futuro, y por eso no le van a poner su nombre ni a un puesto de fritas con guarapo. Perro y pero. Y mi cultura Buick Century, Sheaffer punto blanco, happy animals. Eso es lo que Cirito se está perdiendo. No tiene credit cards. Ni Visa ni Diners ni American Express. Tiene el cristal de la ventanilla y la historieta, a Guanabo y a mí que cambiado por eso mismo se pierde el envase.

Ya vamos llegando a la cima de la loma, por la avenida que no es la Rue Servandoni, que no pasa por la église Saint-Sulpice, por la casa de Condorcet, sino por Míriam, por el arrepentimiento de la burlita al tiempo eslavo. Y Míriam empezó a tirar preguntas: ¿Tiempo eslavo en Tarkovski, en Bulgakov, en Alexander Soljenitsin? ¿Eh? ¿En Eisenstein? ¿Tiempo eslavo o del realismo socialista?


José Prats Sariol nació en La Habana, en 1946. Ha publicado los libros de cuentos Erótica, Cuentos, Por sí o por no y Delusions, y las novelas Mariel, Las penas de la joven Lila y Guanabo gay, que acaba de reeditar en Valencia la editorial Aduana Vieja y al cual pertenece este fragmento.

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