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Opinión

En Mazorra alguien volará sobre el nido del cuco

Daniel Llorente corrió con la bandera estadounidense el Primero de Mayo y lleva más de cinco meses en la sala de penados del hospital psiquiátrico habanero.

La Habana

Los manicomios son y fueron escenarios de historias espeluznantes. Estos feudos de los tranquilizantes, las camisas de fuerzas y los electroshocks han servido de inspiración a innumerables novelas, películas y obras teatrales. Por la vía de las investigaciones y las vivencias personales de Ken Kesey en un pabellón psiquiátrico donde tuvo empleo, nació la novela Alguien voló sobre el nido del cuco (One Flew Over the Cuckoo's Nest), considerada como una de las 100 mejores escritas en inglés entre 1923 y 2005.

La novela trata sobre un obrero que se finge loco para eludir una corta condena que cumple en una granja penitenciaria. Randle McMurphy cree que tendrá una estancia más placentera en el manicomio, pero resulta ser un error y tropieza con la tiranía de la enfermera Ratched. De entre la caterva de pacientes, McMurphy se convierte en el demente antiestablishment que desafía la autoridad de Ratched, quien gana la pugna logrando someterlo a una lobotomía.

Publicada en 1962, una década después fue llevada al cine por Milos Forman, con Jack Nicholson y Louise Fletcher en los roles protagónicos. La cinta arrasó con cinco premios de la Academia y otros tantos Globos de Oro.

La vida del autor Ken Kesey se tornó azarosa (fue detenido dos veces por tenencia de marihuana y anduvo un tiempo prófugo por México), pero dio riendas sueltas a sus instintos comprando un viejo autobús escolar, que equipó con altoparlantes y otros accesorios para iniciar una suerte de viaje épico con rock a todo volumen y desenfrenos provocados por el consumo de LSD, droga no prohibida entonces.

El periodista y novelista Tom Wolfe escribió una formidable crónica de esa aventura —Ponche de ácido lisérgico—, detallando las fascinantes experiencias de este "núcleo duro" del movimiento hippie que batalló por la paz y el fin de la beligerancia entre EEUU y Vietnam, a pesar del seguimiento que sufriera por parte del FBI.

Felipe y la sala Carbó Serviá

Felipe C. G. reside en El Vedado, cumplió 74 años y tiene la cabeza rapada. En sus occipitales puede observarse pequeñas cicatrices que, según él, fueron causadas por los electroshocks. Cuenta que en la misma época en que Ken Kesey viajaba en autobús celebrando orgías con ponches de LSD, él se dejó crecer el pelo y se identificaba con el movimiento hippie.

Frecuentaba La Rampa y solía reunirse con otros jóvenes en la esquina de la calle O, donde se encontraba Casa de la Cultura Checoslovaca. Allí hacían tertulias, escuchaban y cantaban música de The Beatles, y recuerda que el trovador oficialista Silvio Rodríguez (algunos le tildaban de rebelde) era uno de asiduos a esos encuentros.

Durante una redada policial Felipe fue apresado junto a decenas de "peludos". Él se rebeló cuando sus captores intentaron cortarle el pelo, razón por la cual lo trasladaron al hospital psiquiátrico de Mazorra para recibir un tratamiento forzoso.

Fue ingresado en la sala Carbó Serviá, un pabellón destinado a criminales dementes, con rejas a la entrada y la salida. Felipe no ha podido borrar de su memoria el día en que, alrededor de su cama, varios enfermos lo miraban con fijeza y rostros endurecidos por la animadversión. Desde ese instante, y a pesar de los psicofármacos, comenzó a padecer insomnios por el temor a ser agredido mientras dormía.

En aquel infierno reinaba el enfermero Heriberto Mederos, un émulo de la enfermera Ratched, quien vestía de blanco desde la cabeza a los pies y cuyos zapatos permanecían impecablemente limpios y brillosos. "Imagen que no he podido borrar de mi mente", confiesa.

Mederos era un hombre desgarbado a quien los locos más peligrosos le abrían paso como a un mandamás de galera, y tenía la habilidad de manipular a otros enfermos para que le ayudaran a doblegar violentamente a los que se resistían a ser tratados con electroshocks.

Tiempo después Felipe fue dado de alta, pero no se curó: salió etiquetado de esquizofrénico e inhabilitado por el resto de su vida para el trabajo por capacidad disminuida.

Llorente y la sala Giralt

A medio siglo de las andanzas del autobús de Ken Kesey que demandaban la paz y el fin de la guerra con Vietnam, el mundo fue sorprendido con la noticia del deshielo entre Cuba y EEUU.

Entre los entusiastas de la nueva política de acercamiento se encontraba Daniel Llorente Miranda, un chofer de almendrón que desafió un tabú vigente: enarbolar la bandera estaodunidense en Cuba.

Cubierto por la bandera de las barras y las estrellas posó ante las videocámaras de la prensa extranjera cuando el crucero Adonia atracó en la rada habanera y durante la ceremonia de izamiento del pabellón estadounidense por el restablecimiento de relaciones diplomáticas.

Pero a la tercera fue la vencida. Llorente se atrevió a elevar la bandera estadounidense durante el desfile del pasado Primero de Mayo, entre un mar de puños alzados, banderas rojas, imágenes de Fidel Castro y loas al socialismo.

Burló el cordón de seguridad adelantándose a la vanguardia de la marcha, pero fue interceptado por los agentes de Seguridad del Estado que lo sometieron a la obediencia. Luego lo trasladaron a la sede de la Policía Técnica en 100 y Aldabó y, después de un mes de proceso de instrucción, lo ingresaron forzosamente en el hospital psiquiátrico de Mazorra.

Llorente lleva más de cinco meses encerrado en la sala Giralt, destinada a penados ―como antaño lo fueron las salas Carbó Serviá y Castellanos―, donde permanece sometido a tratamientos de psicofármacos y terapia ocupacional.

Su hijo Eliécer alega que la doctora Marien Guerra, jefa de sala forense del hospital, miente sobre su situación legal y viola sus derechos en complicidad con la Seguridad del Estado.

A Llorente le restringieron las visitas, pero por vía telefónica relató a la prensa independiente que la psiquiatra que lo trata certificó que podía recibir pases los fines de semana. Sin embargo, la policía política lo impide, según confesó la propia doctora. Otros especialistas aseguran que él no padece trastorno psiquiátrico que argumente su ingreso.

¿Cuál será el destino de Llorente? ¿Sublevarse igual que McMurphy contra el orden establecido en el manicomio y justificar las aplicaciones de electroshocks u otras terapias más agresivas en su contra?

La existencia de víctimas y victimarios como Felipe C. G., Mederos, Llorente y la doctora Guerra, más las vivencias recogidas por Charles Brown y Armando J. Lago en el libro The Politics of Psychiatry in Revolutionary Cuba, evidencian el triste uso de esa ciencia para la represión política y la tortura.

Tengamos la esperanza de que Daniel Llorente no nos muestre en un futuro la certificación de una enfermedad psiquiátrica inducida, como la padecida por Felipe C. G., o emprenda la narración de una novela análoga a Alguien voló sobre el nido del cuco.

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