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Ensayo

Bloom y la crítica literaria en Cuba

Harold Bloom estableció cinco principios para la renovación de la lectura que pueden ser muy útiles contra las rigidices de nuestro medio.

Miami
Harold Bloom, 2002.
Harold Bloom, 2002. El Mundo

El pasado 14 de octubre murió Harold Bloom, para muchos —entre los que me cuento— el crítico literario más influyente y relevante de las últimas décadas. Me complace honrar su memoria con la muestra de una entre las enseñanzas que le debo, que siempre le agradeceré. Me parece válida para los críticos literarios que viven en Cuba, sobre todo los jóvenes, los que en el día a día se burlan de los prontuarios represivos. Transgreden, ironizan.

No me referiré a la visita a su casa, cuando su primer dear me hizo saber de su inquebrantable sencillez. Tampoco detallaré sus feroces enfrentamientos a multiculturalistas y académicos triviales. Y no ahondaré sobre su desprecio y denuncia de tantos políticos ignorantes y pretenciosos. Remito a las decenas de artículos que le han rendido homenaje. Remito —sobre todo— a lo esencial: sus libros, fértiles para cualquier interesado en ejercer la crítica literaria, más allá o acá de un diálogo no necesariamente aquiescente, que puede resultar tan aburrido como cualquier otra unanimidad.

He escogido un sencillo ejemplo, tras la premisa de que al jerarquizar los valores artísticos y estéticos de los textos literarios y su compleja autonomía de los momentos y lugares donde se crean, al no establecer relaciones mecánicas entre autor y obra, la crítica literaria que él defendió es un perspicaz antídoto contra marxistas y neopositivistas, defensores del poema o novela o cuento u obra teatral como documento histórico; que en las "orientaciones" ideológicas y políticas del Partido Comunista de Cuba exaltan y exigen panfletos, sumisión en los autores; por lo menos silencio, so pena de regalarles —como hicieron en 1971— un implacable ostracismo y hasta cárcel si "cometen" críticas disidentes, contestatarias.

Me referiré a los cinco "Principios para la renovación de la lectura" que sugiere en ¿Cómo leer y por qué? (How to Read and Why, Scribner, New York, 2000) Los enuncio como imprescindibles para una lectura fuerte, la única que posibilita —más talento y trabajo, desde luego— formas efectivas de crítica literaria, aunque obviamente un lector no tiene que haberlos estudiado en Bloom, quizás pueden estar implícitos o formulados de otra manera, antes o después de aquel esclarecedor estudio, que vale por su concisa precisión.

Comienza —primer principio— con una frase decisiva de su tan admirado Samuel Johnson: "Límpiate la mente de tópicos". Sobre todo, explica enseguida, de los tópicos seudointelectuales, entre ellos los determinados por las modas. Cuando se evita un lenguaje panfletario, cargado de excesos declamatorios y consignas pomposas —como las que aparecen en las reseñas del periódico Granma—, se cumple con el exacto consejo de Samuel Johnson de evitar tópicos, y los hay muy sutiles.

"No trates de mejorar a tu vecino ni a tu ciudad con lo que lees ni por el modo en que lo lees" —dice el segundo principio. Y en efecto: nada más pernicioso para cualquier ficción y crítica literaria que algunas formas de "ética de la lectura". No hay nada que juzgar. Nadie debe erigirse en juez, fiscal o abogado defensor… Las "orientaciones" que "bajan" del Departamento Ideológico y se exigen que cumplan programas, profesores y estudiantes en las universidades cubanas, son la antítesis de esta sabia sugerencia del célebre profesor de Yale.

Muy pocas veces, ni cuando es rotundo en su defensa de Shakespeare, Bloom deja de matizar su versión para que la crítica se enriquezca. Nada más pretende. Tampoco suele cruzar la abierta frontera que delimita atenerse a contar los hechos, sin aderezarlos con opiniones. Advierte una y otra vez que los lectores no deben resbalar por la cuesta preceptiva, caer en juicios que huelan a censuras inquisitoriales, a estéticas cuajadas de preceptos de raza, región, género, generaciones, ideologías…

Un deslinde elitista —que elige— es el tercer principio para la renovación de la lectura. Dice: "El intelectual es una vela que iluminará la voluntad y los anhelos de todos los hombres". No es el caso discutir quiénes son los elegidos ni cómo se llega a tal grupo, bastante inefable; pero sí aceptar que desgraciadamente —aun hoy en países desarrollados— el circuito autor-obra-lector es minoritario. Por ejemplo, no creo que hoy pasemos de algunos cientos los lectores fuertes de José Lezama Lima. No creo que seamos muchos los que ahora escribimos sobre su obra algo de interés. Tener en cuenta este principio a la hora de escribir crítica literaria, hasta en forma de ficción narrativa, evita disparatados didactismos…

Francamente. Las pretensiones populistas —y las académicas son las peores— se dan de narices con la puerta biológica, con la programación genética. Lo que no significa la ausencia de escalas apreciativas o de formas pedagógicas que cualifican la formación de lectores. Sobre esta evidencia se desmoronan los llamados burocráticos a masificar, a relativizar. 

El cuarto principio dice: "Para leer bien hay que ser inventor". El relevante crítico literario rescata aquí —y lo dice— la idea de Emerson sobre la lectura creativa. Bloom en otros textos –como en sus espléndidos estudios sobre poetas románticos ingleses— la llama "lectura desviada": misreading, cuya traducción como "mala lectura" es un grave error, pues su sentido solo alude a un apartarse de la senda habitual, a un curso distinto.

El buen lector siempre inventa, siempre se desvía… Ahí radica su más intenso goce artístico, el valor estético del tiempo empleado en apropiarse de Hamlet o de La isla en peso, hacia lo sublime como dificultad placentera. No en repetir como un papagayo lo que aparece en los manuales, lo que dice el profesor, lo que aparece en revistas oficiales como Unión, La Gaceta de Cuba, La Jiribilla, Casa de las Américas o Temas; generalmente censuradas. Ni en Babelia o Letras Libres, si es que no coincide con nuestras apreciaciones, si no convence. Un sano "desvío" siempre es necesario, útil y dulce —como sugirió hace más de 2.000 años el poeta Quinto Horacio Flaco.

"La recuperación de lo irónico" constituye el quinto y último principio que Harold Bloom enuncia en su sustancioso prefacio a ¿Cómo leer y por qué? Más adelante, cuando reseña La montaña mágica de Thomas Mann, escribe varias pertinentes aclaraciones sobre la ironía, que vienen a cuento contra los catecismos ideológicos… De ahí que líderes totalitaristas como Fidel Castro fueran tan ajenos a la ironía, detestaran poemas como los de Fuera del juego de Heberto Padilla.

El mejor homenaje a Harold Bloom es leerlo con la misma ironía que siempre sugirió, como buen remedio contra estéticas déspotas, autoritarias como las marxistas que aún se imponen en Cuba y en determinados círculos académicos de Occidente. Tras señalar que "La ironía tiene en literatura muchos significados, y raramente la de una época es la de otra", afirma que "la invención literaria siempre contiene cierto grado de ironía". A eso se refería Oscar Wilde —añade el Bloom vitriólico que tanto detestan la izquierda y derecha populistas— cuando dijo que toda la mala poesía es sincera.
       

En Aventura, otoño estival de 2019

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