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Ensayo

La novolatría

'Se ha desatado una epidemia de intelectuales creyentes en que cuando le encasquetan un prefijo a ciertos sustantivos al uso se vuelven originales.'

Miami
Modelo del aterrizaje del Perseverance en la superficie de Marte.
Modelo del aterrizaje del Perseverance en la superficie de Marte. NASA

Se ha desatado una epidemia de "intelectuales" creyentes en que cuando le encasquetan un prefijo a ciertos sustantivos al uso y cuando desprecian los estudios clásicos de  filosofía, estética y crítica, se vuelven originales. Quisieran competir con aquellos poetas vanguardistas del siglo pasado.

Exégetas del último grito, practican la "pos-memoria" que sigue a la "de-construcción". El fanguero crece, va de la perpetrada "pos-crítica" a la "hiper-media", del "sub-texto" al "trans-género", de lo "a-ficcional"  al "supra-verso"… Y por ahí se pierde la serpiente de palabrejas traídas sin ton ni son bajo el aguacero "multi-culturalista".

Con el permiso de los guiones —colocados aquí para resaltar los prefijos— sugiero que la manía de prefijar es una forma de la novolatría cuyo origen se vincula a una peligrosa carencia: perdieron el reloj, creen que el tiempo no "fuga", no es un delincuente famoso,  inexorable.

Ese culto a lo nuevo nada más que por ser nuevo encharca universidades, centros de investigación, revistas, eventos culturales... Son penosamente famosos  —dignos de sarcasmos— los estudiosos de William Shakespeare que ya consideran anticuados los ensayos de Harold Bloom; los que privilegian una tesis universitaria del 2021 sobre las Soledades de don Luis de Góngora, respecto de las "viejas" indagaciones de Dámaso Alonso… Y así se la pasan, de novedad  en novedad —de journal en journal— entretenidos en un almanaque que termina dos o tres años atrás, como si los estudios humanísticos fueran de Física Espacial para el "amartizaje" del Perseverance.  

Tales charlatanes —¿se podrán bautizar como "novólatras"?— carecen de sensatez. Y a consecuencia de tal ausencia formativa resbalan por una pendiente que les provoca el inmediato deseo de llamar la atención con algo aparentemente novedoso. Los prefijos como truco insignia les regalan un cartucho lleno de caramelos crípticos, de bombones de chocolate sin chocolate.     

Los novólatras se convierten en risibles casos de pedantería y petulancia, siempre de involuntarios —muchas veces voluntarios— blufs. Blufs imperdonables, aunque los autores sean muy jóvenes o pertenezcan a algún grupo humano que sufra discriminaciones. Y no por un espíritu inquisitorial, de intolerancia absurda, sino porque admitirlos no los enseña, no los vacuna. Pueden hasta creerse que Sócrates-Platón es para arqueólogos o que la existencia de un canon literario —argumentado por Ernst Robert Curtius, de este gran humanista alemán lo toma Harold Bloom— es cosa del pasado, de cuando existían jerarquías y se diferenciaba a José Martí de otros escritores modernistas talentosos, pero sin ascender a universos literarios como el poeta cubano o Rubén Darío.

Resumo: a la adicción a "com-poner" palabras —rasgo distintivo— se añade como característico de tales especímenes la facilidad con que desechan estudios con más de cinco años… Dos lustros ya serían obsoletos. Y allí se momifican, pensando que solo existe el peligro de convertirte en estatua de sal si miras para atrás y no a tu alrededor o para delante, como si Sodoma y Gomorra no estuvieran hoy agazapadas en cualquier campus o grupito o revista digital, generalmente cuajada de poemas para masoquistas, donde el ombligo del autor tararea su trascendencia.

A tal miopía "progresista" se añaden rasgos no privativos del virus —los comparte con milenarios disparates— entre los que se encuentran el citado desprecio al canon —con dosis de oportunismo y salpicado de hipocresía—. También la mascarilla "rebelde" que repite transgresiones tópicas como las llamadas "malas palabras"; supuestos actos de exhibicionismo —antítesis del erotismo— que harían reír a autores romanos como Ovidio o Petronio, pero que venden a un público ignorante como si fuera la primera vez que una obra literaria cuenta que una mujer besa en la boca a otra mujer. Porque —sea dicho al paso— la novolatría no discrimina: lo mismo la padece una  lesbiana que un homofóbico recién emigrado, un mulato o negro o chino que una autora cuyos bisabuelos construyeron la casa donde perpetra sus textos "novedosos".  

La suerte es que la abrumadora mayoría deviene ágrafa. A los pocos años de exhibir su novolatría, incurren en un silencio que llaman pausa re-constructiva. Y confieso que se les agradece, aunque algunos persistan en machacar palabras.

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