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Narrativa

Damajuana de aguardiente

'La revolución cubana no es asunto de los historiadores, sino de los psiquiatras': capítulo de una novela inédita.

Miami
Damajuana.
Damajuana. Noveno Ce

    

                                                                                                  Para Raymond Chandler, por A Couple of Writers
      

"Los escritores deben mirarse directamente a los ojos y, si no ven nada, eso es lo que tienen que decir" —pensó Fernando, masticando su traducción del consejo que diera Chandler. Entonces se puso de pie y fue por un buche de aguardiente de la damajuana, a ver si se le aclaraba la cabeza, se le vidriaban los ojos y añadía aunque fuera un párrafo a Ya nadie escribe cartas de amor.

"¿Damajuana es un arcaísmo?", se preguntó tras tragar el buche, con la esperanza de romper la nada de Chandler.

"Apenas se usa… En Francia sí, dame-jeanne, pero en Cuba casi nadie. Lástima, Google dice que viene de una reina de Nápoles, Juana I, porque sopló una botella de casi ocho litros en el taller de un vidriero" —se dijo.

"Un brindis etílico para esos pulmones reales" —pensó sonriente. Y añadió que muy pocos estarían interesados en la historia, como Marion cuando lo dejó; como en cualquier momento ocurriría con sus estampas semanales en la clamorosa revista habanera, cuando los lectores se dieran cuenta de que la estampa de la semana se sentía más aburrida que un caimán en el zoológico. Y el jefe de redacción aparentara ser cariñoso cuando le preguntase si estaba deprimido, si tenía problemas familiares o añoraba su exilio en México.

"De barro, loza o esta mía de vidrio verde con barriga generosa y ancha, boca estrecha, cuello listo a que día tras día el galón de aguardiente de caña gorgotee garganta abajo. Y su asa para que entre el índice y con la ayuda del pulgar y la palma de la mano la sostenga e impulse; prevenga que el impulso del trago la tumbe al piso, resbale al final con dueño incluido" —se dijo.

"Damajuana es un nombre más íntimo que garrafa. Suena a novia" —pensó Fernando cuando volvió a caminar como media hora después hasta el fondo de la cocina, a la izquierda del fregadero de losetas cuyas flores azul oscuro de fondo blanco las asemejaban a las de Talavera de Puebla.

Fernando tragó una larga línea y le tomó el peso. Comprobó que aún le quedaba como la mitad y la retornó al travesaño más bajo de la vitrina de caoba. La cubrió con el paño negro destinado a protegerla de la claridad; tal vez de Regla, a quien había contratado para que martes y sábado hiciera la limpieza, y quizás era chismosa o le gustaba darse su tanganazo, entonarse la mañana.

La cabaña que había comprado hacía alrededor de un mes está en la ladera sureste de la loma, de cara al Golfo de Guacanayabo, donde la brisa a veces aplaca un poco el sol caribeño. No se ve desde la cercana carretera Manzanillo-Media Luna, precisamente por hallarse del lado opuesto de las lomas, detrás de un bosque de casuarinas sembrado en la época de la revolución, por los años 60 del siglo pasado, que apenas deja ver el camino de grava hacia el Condominio La Demajagua, urbanizado en lotes de dos hectáreas con cabañas similares a la que había comprado, más costosas —como la suya— cuando dan al mar.

Fernando, al rato de bajarse del jeep del agente de ventas, se embulló a comprarla, tras su decisión de irse a vivir a Manzanillo. Fue el inicial golpe de vista de la cabaña pintada de marfil, con su fuerte techo de placa levemente inclinado hacia el portal, en contraste con las tonalidades de verde de la vegetación, el que lo inclinó a favor...

Y enseguida el recorrido desde el portal que cubre el frente, donde culminan las tejas francesas de un verde musgo que revisten el techo, ligeramente acanaladas; la sala-comedor con el ventanal de frente no tan lejano —apenas unos cien metros— al paisaje playero, al suave oleaje que se encrespa al fondo, detrás de la arena grisácea, de las matas de coco, los hicacos y las uvas caletas. El dormitorio con un amplio vestidor —que a Marion le hubiera encantado— y ventana también orientada hacia el sureste, como la cabaña, hacia la salida del sol; con su baño blanco, también con puerta al comedor; otro cuarto para invitados, mucho más pequeño pero con baño completo; y al fondo de la cabaña, con acceso desde la sala, una terraza con piso de recortes de mármol gris; de techo formado por vigas alternadas de madera sin pulir, con una  enredadera de buganvilia roja que en cuanto se tupiera daría un delicioso cobijo, aumentaría el placer de desayunar allí bien temprano, antes de que el calor se volviera insoportable. Antes o después de pensar que Marion podía estar allí, elogiando las galletas de huevo espolvoreadas de ajonjolí, que él había descubierto en una panadería de Manzanillo.

"Buganvilias, las preferidas de Marion. Pero a ella no le gustan rojas sino moradas" —se dijo y le pasó en segundos la escena de la ruptura, el final de seis años juntos que espera la firma del divorcio.     

Supo el precio cuando regresó con el agente de venta al portal. La cuarta parte de lo que costaría en los nuevos repartos al este de Varadero-Cárdenas, en el club náutico de Cayo Guillermo, en los balnearios y marinas entre Mariel y Cabañas, al oeste de la zona franca… "Para no hablar de la inflación inmobiliaria en el borde costero de La Habana del Este, casi hasta Matanzas por la Vía Blanca, tras pasar Guanabo, La Veneciana, Santa Cruz del Norte" —recordó enseguida, con la experiencia de varias frustraciones que le hicieron perder el poco entusiasmo por quedarse a vivir dentro o cerca de la dispersa urbe capitalina, todavía en reconstrucción, adorada por Marion.

"Para algo está internet. Más cara que en Miami, pero casi con la misma rapidez y definición. Seguiré mandando las estampas desde aquí, perfectamente, como hacen otros colaboradores desde Veracruz, Miami, Barcelona" —se dijo. Y agregó: "Al menos en las casi cuatro semanas la escritura de la novela me ha dejado cabeza libre para las estampas".

Fernando ya ha tomado muchas veces el vuelo a La Habana desde el aeropuerto de Manzanillo. Dura hora y media; le sobra tiempo entre el desayuno y el almuerzo; hasta podría regresar el mismo día en el vuelo de la noche. Porque estar lejos lo compensa el mar, la serenidad. Volver a la tierra de sus abuelos, de la infancia… En realidad, salvo algún compromiso excepcional —los papeles del divorcio los puede firmar desde aquí—, no tiene ninguna obligación en la capital, aunque ha perdido las ofertas teatrales.

"Acumularé las funciones, cada tres o cuatro meses podré darme un saltico" —se consuela.

"Estaré meses de meses sin hollín y bulla, sin empujones, sin ir. Puedo hasta cazar conexiones internacionales, enlazar Manzanillo-La Habana con vuelos a Nueva York o París, Río de Janeiro" —se dice Fernando. Sabe, pero le falta calcular los gastos, de la recién inaugurada línea semanal a Tokio, con escala en Ciudad de México o Los Ángeles, para visitar a su amigo Haruki. Y esa idea, entre meta para finales del próximo año y deseos de familiarizarse con el budismo, puede conectarla en el condominio La Demajagua. Pedir un taxi desde la noche anterior, tomar el vuelo de las 6:00AM, empatar con el internacional que parte del Aeropuerto José Martí un lunes sí y otro no a la 1:00PM.     

Fernando apenas tarda cinco minutos por el trillo en llegar cada amanecer al pequeño descampado frente al mar, donde a la izquierda se halla el estrecho y corto muelle de madera que de un lado permite atracar una lancha de alrededor de 25 pies; y del otro con una escalera de aluminio que se hunde en el agua, lista para que él suba cuando calcule haber nadado una media hora larga, saque la cabeza y empiece las brazadas del regreso.

A la derecha del muelle está la playita de arena grisácea que se ve desde el portal y desde el ventanal de la sala. "Tiene suficiente espacio para colocar dos o tres sombrillas, cuatro o cinco sillas de extensión" —comentó Fernando la primera vez que se acercó a la orilla, donde hasta hoy solo ha puesto un butacón playero de asiento inclinado hacia el respaldar, de madera pintada de un verde mostaza, comprado de segunda mano en el viejo mercado de guano, casi llegando a la finca del conocido Centro Espiritista  al que quería ir para saciar su curiosidad, al costado noroeste de la carretera que baja a Manzanillo. Y una mesita redonda, publicidad de la destilería cuyo añejo ya alcanza cierto prestigio, productora de un aguardiente tan bueno como el Zacapa de Guatemala y el Barceló de República Dominicana; tan terso, aromático y seco como el que inexplicablemente ha dejado de producir en Cárdenas la destilería Arechabala.

A la casi cuarta semana de vivir en la cabaña manzanillera, su relación con la novela y las crónicas costumbristas todavía no fluyen. Su rutina comienza bien temprano, a las seis sin despertador, bajo las órdenes de una larga costumbre mantenida desde hace unos 20 años. Tras el aseo y bajar a nadar, regresa a darse una ducha, ponerse una bermuda y un pullover siempre blanco, casi correr a tomar dos o tres tazas del café que deja haciéndose, comer unas galletas con queso crema e ir a la sala a trabajar de siete a una, con dos o tres muy breves intervalos para estirar las piernas, ir al baño, no atender el teléfono. Luego entrar a internet, revisar las noticias y la memoria del teléfono.

Generalmente no bebe mucho durante el día, apenas mojarse los labios directamente de la damajuana, sobre todo cuando se le escapan las ideas. Almorzar lo que hubiese quedado de la noche anterior, con alguna fruta y una cerveza helada. Pero sin ningún protocolo, lo contrario de la cena. Después duerme la siesta, se levanta y va a leer al portal forrado en tela metálica contra mosquitos y jejenes, donde tiene un sofá-columpio al que llega la música de la sala. Tras la caída de la tarde cocina como si hubiera pasado un curso para chef y se tratase del examen final. Siempre un plato distinto, bajo el asesoramiento de YouTube, donde accede a recetas y consejos. Ayudado por uno o dos generosos besitos a la damajuana y por el mercado popular de Calicito, al que acude en taxi cada domingo para la factura de la semana, que lleva en una listica según lo que se le antoja comer.

Primero va al bodegón donde adquiere su aguardiente, víveres, bebidas sin alcohol, otros licores. De ahí cruza a los abarrotados puestos de frutas, viandas y vegetales; pasa por las carnicerías y termina en las dos pescaderías cuya competencia por venderle langosta, pargo, sierra, camarones, abarata los precios… Se aprovisiona y mejora sus relaciones con dueños y empleados. Algunos saben que el nuevo vecino no es exactamente un habanero, aunque nació en la capital y perdió el acento, el cantadito cadencioso; que Fernando —ya le dicen Fernan— vivió en Manzanillo hasta los siete años; y después vino de visita en varias navidades, antes y después de su destierro en México.  

La rutina culmina en el butacón reclinable de la sala, aderezada por la música y la lectura. Muy pocas veces la televisión y el teléfono; siempre la damajuana de aguardiente Pinilla y a su lado un vaso de agua efervescente Perrier o de una marca local, con cubitos redondos de hielo ahuecado, como programó que el congelador le soltara en el vaso. Termina alrededor de media noche, según la novela de turno y la garganta con los vapores del alcohol, según las vueltas a una crónica; pero últimamente según Marion y el divorcio, confesando que está enamorada de otro hombre, que a su pregunta contesta que sí, que ya han estado juntos.

Fernando suele pegarle otro viaje a la damajuana cuando se la vuelve a imaginar llegando tarde al apartamento de El Vedado, las semanas antes de que le contara y pidiera la separación. Cuando se negaba al sexo con cualquier dolor de cabeza, menstruación, cansancio. Y a él ni le revoloteaba por delante la sospecha de lo que estaba ocurriendo.

Marion desplaza la lectura y ensordece la música, hasta rezumar aguardiente de tanto saqueo a la damajuana, casi siempre hacia un vasito transparente, alargado y estrecho, de fondo grueso, que había traído de México, donde le llaman caballito.   Pero con la ventaja —Marion aseguraba que él tenía un perfecto hígado de alcohólico— de que amanece sin resaca, rozagante y listo para su habitual sesión de natación y caminata, de escritura de una novela cuyo título provisional es Ya nadie escribe cartas de amor, pero que tuvo más de diez títulos en remojo antes de que por ahora se decidiera por ese.

"El titubeo" —escupió Fernando.

"Tengo varias libretas de apuntes, con un largo esquema, como le gustaba a Flaubert, a Carpentier… Que me sirve de guía" —suele decirse como consuelo. Pero esa misma noche no pudo evitar que el fantasma de Chandler volviera a aplastarle el ánimo, cuando recordó de nuevo su traducción del vacío de un escritor al que no se le ocurre nada que escribir.

"Somos la gente más inútil del mundo. Y debemos de ser un buen montón de solitarios, vacíos, pobres, afligidos por pequeñas y mezquinas preocupaciones, casi siempre sin dignidad ante el poder. Esforzándonos, como si estuviéramos atrapados en arenas movedizas, por alcanzar un terreno firme donde apoyar los pies y sabiendo a cada instante que no tiene la menor importancia que lo consigamos o no" —recuerda Fernando su traducción, antes de volver a escanciarse un generoso trago del aguardiente de caña, cuyo singular aroma es inconfundible, como él quisiera que fuese el estilo de la novela que empieza a emborronar.

La garrafa escondida debajo del paño ha sido sustituida por una nueva, que por fin decide colocar sobre la mesa junto a las botellas de otras bebidas que ahora la acompañan, porque Juan le había anunciado que vendría con su esposa y una pareja de amigos, que vacacionan al suroeste, en el hotel Marea del Portillo, después de Pilón, por la misma carretera que bordea el Golfo de Guacanayabo con las estribaciones de la Sierra Maestra de fondo.

Juan había sido su colega al empezar en la revista Instantes, cuando le tocaba ir diariamente porque además de su sección de "Estampas", por entonces con crónicas más heterogéneas, atendía la edición completa del boletín semanal, a subir a la red cada sábado a las doce de la noche; trabajo que compartía con el que pronto fue su amigo. De mentón pronunciado, su ancho de hombros y casi seis pies de estatura, escondían un carácter casi tan suave como su voz, que jamás alzaba. Admirador crítico, no se perdía una semana de leer su "Estampa" para enseguida darle su opinión, comentarle lo bueno y lo malo. Aunque desde hacía casi un año se había ido a trabajar de redactor al sitio web de economía global que mantenía la Bolsa de La Habana, Juan no dejaba de conversar semanalmente con Fernando, intercambiar comidas, ir juntos al combinado de diez salas de cine que había sustituido al cine Yara en 23 y L, al borde de La Rampa.

Juan y su esposa Yumary, acompañados por sus amigos Tony y Yenisbel, se aparecieron en un taxi Ford a la hora acordada, las seis de la tarde, para que alcanzaran a ver bien la arboleda, el muelle y la playita, la caída naranja de la tarde. También para que no se fueran a perder entre las otras parcelas del condominio, aunque los autos están conectados al mapa de la guía satelital.

Fernando preparó un pargo a la brasa y una variedad de guarniciones locales, para echar una gota folclórica al encuentro, donde posiblemente en la sobremesa Juan le preguntaría por el divorcio y la novela, en ese orden o al revés.

Fue una velada donde los visitantes elogiaron las huevas de lisa y las empanadillas de yuca y maíz que puso de entrantes, la fresca textura algo bronca del pargo, acompañado por una ensalada de albahaca, hierba buena y flores de calabaza; un queso blanco de Niquero enchumbado en su propio suero; el postre de dulce de hicacos enteros rociado de un ron Quiroga de producción limitada, que exhibe 25 años de dormir en barrica de roble…

Juan, por supuesto, le preguntó a Fernando por Ya nadie escribe cartas de amor y por Marion. A lo que Fernando, mientras preparó el café, le contestó que la novela aún se muele en la turbina de las emociones baratas, en vez de la narración en sí. Respuesta al estilo de Chandler que nadie entiende, y ante la cual Juan se limitó a soltar una carcajada, al darse cuenta de que su amigo estaba ligeramente alicorado.

Peor es la respuesta sobre Marion:

—Hasta míster Magoo, el cegato de los muñequitos, hubiera visto que me estaba pegando los tarros —dijo Fernando y pinchó risas disimuladas, cabezas perdidas en el techo, toses falsas.

Yumary, la esposa de Juan, que en los últimos años entabló cierta amistad con Marion se define a sí misma como feminista sin mover la banderita pero sin doblar la rodilla. Apenas Fernando dijo del engaño le contestó que cuando una pareja rompe siempre la culpa toca a dos. Y ahí se acabó el tema, entre engorrosos intercambios de miradas y el enfurruñamiento del anfitrión, que trajo las copitas de cordiales, en una bandeja donde también vinieron para la sala una rectangular botella de Amaretto, una de coñac con letras en francés, pero sin marca muy visible, y otra amanerada de anís Marie Brizard.

Degustando los cordiales, que para el placer del cocinero fue retornar a su damajuana, vino lo imprevisto, la salsa de la noche: Fernando observó que Yenisbel le guiñó un ojo, sin que la sonrisa de Tony, su marido, perdiera expresividad. Pronto se reveló que entre Tony y Yenisbel hay lo que se llama "relación abierta", donde el sexo es libre para cada uno, hasta el punto de que Tony, además, se permitió proclamar su bisexualidad. Juan y Yumary al parecer conocen desde hace tiempo el acuerdo de sus amigos. Oyen la revelación a Fernando en completa calma, como si hablaran de la preferencia por una cerveza checa o bávara.

En un viaje a la cocina por hielo, Fernando vio que Yenisbel lo seguía. Frente al refrigerador ella se le pegó por un costado y le preguntó si se podía quedar a dormir…

—¿Y Tony? —le preguntó Fernando, atraído por la ondulación de caderas de Yenisbel, los senos altos y redondeados, la pulpa de los labios, los meses que él llevaba sin lo que burlándose llamaba "comercio carnal".   

—Se va horita con Juan y Yumary, yo los alcanzo en el hotel por la mañana, si me dejas desayunar contigo y me pides un taxi —contestó Yenisbel, mientras pícara, hábil, se frota contra él, atrae su boca.

Cuando regresan a la sala una sonrisa de Tony le da a entender que tales acciones no lo sorprenden, mientras Yenisbel se escancia una línea de coñac y Yumary y Juan disimulan. Lo que permite el inicio, por parte del mismo Juan, de una conversación sobre los equívocos en la cultura cubana, que encendió la discusión ayudada por los tragos, después de una frase dicha por Juan, donde coincidían: "La revolución cubana no es asunto de los historiadores, sino de los psiquiatras".

—Entre los que abundaban mucho los sabelotodo —observa Fernando, listo a otro sorbo del aguardiente con aroma a tacho de central azucarero, a melado de caña.

—¿Te acuerdas de Manuel, colega nuestro en la revista? Dice que está escribiendo una historia del ridículo en Cuba, dedicada a los historiadores y politólogos de todos los tiempos y la abismal capacidad que atesoran  para no entender nada de nada —acota Juan.

—Me encanta lo del equívoco —dice Tony con una sonrisa de picardía.

—Más bien entienden poco de poco, no exagerar. Suelen describir y ordenar las cronologías, las efemérides. A veces narran con precisión las situaciones y eventos, los protagonistas —acota Yenisbel, que con este comentario se revela ante Fernando como no solo interesada en sorpresas eróticas.  

—El problema es cuando les da por predecir —comenta Fernando, tras estirarse los labios en un cortico a su damajuana y alegrarse por Yenisbel. Tremendo equívoco: se creen jueces y lo que hay debajo es una bola de fanáticos, que más parcializados ni en Barcelona con el catalán y el Barsa —añadió.

Los minutos de la sobremesa transcurren centrados en los equívocos, con deslinde más o menos puntual de su significado, según anota Juan, cuando apela a su celular para leer: "Que puede entenderse o interpretarse de diversas maneras". Con lo que un poco queda en entredicho que se hubiera usado bien la palabra, pero nadie repara en la nueva ambigüedad, porque el tema son los equívocos en la historia de Cuba.

—El equívoco forma parte del Caribe, como el ciclón —dice Fernando.

—¿Y la desilusión entra en el montón de equívocos? —pregunta Juan.

—¡Desilusionados de todo el mundo, uníos! —lanza Yenisbel, ante la risa de Yumary y de Tony, que se dedica a observar lascivamente a Fernando, quizás a imaginar que no es Yenisbel sino él quien pasa la noche en la cabaña, o que a lo mejor en un futuro son los tres los que se enredan hasta el amanecer.

—Manuel habla de la desilusión de Cristóbal Colón, porque ni éramos Cipango ni las aldeas taínas estaban recubiertas de piedras preciosas. El oro brillaba por su ausencia. Ahí empieza el baile de disfraces que llega hasta hoy —dice Juan.

—Las mentiras, ¿no? —anota Yenisbel— Porque allá en España le ganó a todos los publicistas que vinieron después. Con tal de que le financiaran el próximo viaje ni lo picaron los mosquitos.  

—A mí me parece que hubo equívocos deliciosos, dicen que los indios fumaban tabaco, pero creo que era marihuana de aquí, tan sabrosa como la mexicana… La original debe haber sido más fuerte que el cannabis de hoy —interrumpe Tony a su esposa.

—Otro equívoco puede ser el que formaron los políticos con el socialismo a perpetuidad, cuando ya nos habíamos dado cuenta de que era más provisorio que un merengue mal batido —dice Fernando.

—Volvamos a la lujuria y la indolencia de nuestros indios, cualidades ocultadas por los curas y dicen que arrancadas a latigazos. Ese es otro equívoco, enseguida quisieron probar la carne exótica, y viceversa, empezando por Bartolomé de las Casas —señala Tony.

—No, Tony, el choteo no nos quita de arriba tantas desilusiones, equívocos, ridiculeces —dice Juan, mientras Yumary, siempre tan callada, no se pierde ningún gesto de nadie, piensa que la conversación deriva hacia el desacuerdo político como martillo para romper familias, grupos, sobremesas.  

—Alivia, el choteo alivia. Emigra, nos une a la Florida, donde hasta nuestros indígenas emigraron en el siglo XVI para huir de los colonizadores —apunta Fernando, mientras Yumary especula con que su amigo desea terminar la conversación, que se acaben de ir para pedirle a Yenisbel que camine semidesnuda por la cabaña.

—No hay que ser masoquista para recordar tantos equívocos, como John F. Kennedy negando el apoyo a los combatientes cubanos en Bahía de Cochinos y después elogiándolos en Miami, cuando los cambió por compotas. ¡Cuántas desilusiones! —dice Yenisbel.

—Manolo es muy cáustico. Aquí tengo su ensayo completo. Lo pasé a la memoria para releerlo... Escribe de los criollos asaltando casas de franceses, que terminaron siendo asesinados o expulsados del país para vengar la invasión napoleónica a España. De José Antonio Aponte, intentando emular el ejemplo de Haití con una revuelta. De las orishas africanos ocultos detrás de los santos católicos para sobrevivir. Se lamenta de que el presidente James K. Polk no quiso o no pudo pagarle a España cien millones de dólares por la Isla. Escribe sobre el pabellón del venezolano Narciso López ondeando por primera vez en las oficinas del Commercial Advertiser en Nueva York; y de cuando se adoptó como la bandera cubana. Del mismo Narciso López y sus filibusteros tomando la ciudad de Cárdenas y retirándose a las pocas horas por la indiferencia de los que debían ser liberados —Juan detiene la enumeración, suelta un click con la boca, mira a sus amigos, especialmente la cara de resignación ante la lección de historia que tiene Tony y prosigue la lectura, mientras Yenisbel mira hacia Fernando.

—Hay que recordar la muerte sin sentido de Carlos Manuel de Céspedes, apartado y olvidado tras sus escaramuzas de padre prematuro de una patria que no existía... El general mambí Vicente García, sedicioso e insatisfecho, asesinado tras comer un plato de quimbombó donde un espía escondió vidrio molido. Carmen Zayas Bazán huyendo en Nueva York de su esposo José Martí, usando un salvoconducto del Gobierno español para regresar a La Habana con su hijo… La lista nunca termina: la columna invasora de Antonio Maceo, que incluía con toda intención soldados de dudosa conducta para que la movilidad y el constante batallar les impidieran hacer de las suyas; el juicio y destitución del general Quintín Banderas, por insubordinación e inmoralidad; "La chambelona" como himno de los liberales; la personalidad del hijo de Martí, a quien apodaban "el hijo de la estatua"; el periódico comunista Hoy describiendo a Batista como celoso defensor de la libertad; la campana de La Demajagua llevada y traída a conveniencia de unos y otros; el líder ortodoxo Eduardo Chibás disparándose al vientre… ¿Y dónde me dejan la carta del adolescente Fidel Hipólito Castro Ruz a Roosevelt: "I don’t know very English but I know very much Spanish and I suppose you don’t know very Spanish but you know very English because you are American but I am not American"? Fulgencio Batista amparado por "la luz de Yara" y consultando a Maceo a través de su espiritista Antonia González; las plaquitas de metal clavadas en las puertas que decían: "Fidel, esta es tu casa".

—Equívocos y desilusiones. Pero gracias por la clasecita de historia —comenta Tony.

—La patria verdadera es la inconformidad —dice Juan, ante la atención ya un poco distraída del grupo.

De pronto sienten dos veces el claxon del taxi. Sin que se dieran cuenta ha llegado la hora acordada para el regreso. Son las once y el taxista permanece con las luces encendidas, al borde del trillo que conduce a los escalones. El primero en pararse es Tony, le da un beso a Yenisbel y trata de darle otro a Fernando, que se adelanta en darle la mano. Juan y Yumary ríen y se despiden de Fernando, le vuelven a elogiar el pargo, lo invitan a que mañana almuerce con ellos en el hotel Marea del Portillo, donde aseguran que hay un chef que trabajó en París, en el Lutetia.

Fernando los acompaña hasta los escalones mientras Yenisbel se mantiene discretamente detrás de él. Cuando el taxi arranca se pierden los saludos. Fernando pisa firmemente la grava. Piensa que está predestinado para darse otro viaje a la damajuana, mientras supone que le pedirá a Yenisbel que por el momento solo se quite el vestido y el ajustador, que apenas en blúmer camine un poco por la cabaña, como si él no estuviera mirándola, como si dentro de unos minutos no fueran a retozar.
 

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