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Literatura

Una conversación con Gregor von Rezzori

'Escribir es buscar el misterio de vivir muchas vidas en una sola vida', dice en esta entrevista el escritor cuyo centenario hoy se celebra.

Nueva York

En 1985 se publicó la primera edición en inglés de La muerte de mi hermano Abel, la novela que, a nuestro juicio, conforma la obra más acabada de Gregor von Rezzori y la que, de haberse traducido y divulgado mucho antes, hubiera puesto bajo una luz muy distinta muchas de las tendencias y teorías que marcaron la literatura y el pensamiento de la postguerra europea.

Publicada originalmente en 1976, pero escrita en los 15 años anteriores, La muerte de mi hermano Abel es literatura que reflexiona sobre la literatura desde los registros más variados y desde el virtuosismo narrativo más ecléctico. Asimismo, sus reflexiones sobre la muerte de Europa a causa de la epidemia de la "americanización" y su desesperada propuesta de salvación a través de la escritura, de la obsesión por contar historias, la convierten en una suerte de Decamerón moderno que, surgido del Medioevo del siglo XX, abre la puerta a un neorrenacentismo que podría tener su equivalente en lo que se ha dado en llamar, a falta de mejor criterio en una larga época de transiciones, posmodernidad.

La muerte de mi hermano Abel es —arriesgando un criterio de clasificación para algo inclasificable— una especie de Decamerón en alborozada, rabiosa y perversa cópula con La Divina Comedia. Por otra parte, a la luz de las teorías histórico-sociales de la segunda mitad del siglo XX, esta novela pasa ser una especie de documento avant la lettre sobre temas como "la banalidad del mal", las "teorías de la justicia" de Rawls, los análisis estructurales de los medios de comunicación luhmannianos o los ensayos semiológicos de Eco sobre la cooperación del lector in fabula

En esta magnífica entrevista, están contenidas, in nuce, las opiniones de Rezzori sobre diferentes temas presentes en la novela y en otras de sus obras. Con motivo del centenario del autor nacido en Chernovtsi en 1914, la ofrecemos a los lectores de DDC en traducción al español hecha por Ana Lima.

                                                                                                       José Aníbal Campos

 

B. Wolmer: Tengo la tentación de empezar haciéndole la pregunta que los entrevistadores de la televisión francesa gustan de plantear: "Gregor von Rezzori, qui êtes-vous?", ¿Quién es usted? Lo cual resulta gracioso directamente, habida cuenta de que los enigmas, las paradojas y el humor en torno a la identidad constituyen un asunto esencial en su obra. Eso, sin embargo, no lo sabríamos al leer las reseñas, pues se le confunde siempre, casi de un modo inevitable, con el narrador en primera persona.

Desde luego. Es un debate muy antiguo: ¿hasta qué punto son los libros autobiográficos? Es ridículo. Como dijo Flaubert: "Madame Bovary c’est moi". No puedes eliminarte por completo, a menos que seas Shakespeare.

Eso contradice gran parte de la opinión y de las prácticas contemporáneas, que afirman estar ahondando en la verdad del autor en lugar de en la verdad de la ficción.

La muerte de mi hermano Abel está narrada por un escritor. El narrador, el "Yo", tiene, curiosamente, menos de mi persona que cualquier otra primera persona en el resto de mis libros; el narrador de La muerte de mi hermano Abel es un personaje totalmente ficticio. Pero claro, hoy en día la gente no siente mucha curiosidad por examinar tales complejidades. Existe un deseo de autenticidad y transparencia asociado a la curiosa creencia contemporánea de que todo el mundo es, o debería ser, artista.

Debo decir que cuando era joven jamás se me pasó por la cabeza que llegaría a ser escritor. Estudié Ingeniería de Minas, imagínese. Llegué a la escritura por accidente y a una edad madura. Nunca pensé que tuviera la necesidad de expresarme, pero es obvio que, de una manera u otra, la tenía. Y, sin haber oído antes la expresión, tuve que buscar mi identidad.

Es una de esas expresiones terribles. Una frase así se pone de moda, después se convierte en un slogan y, a continuación en todo un programa para la vida de las personas. Todo joven en la actualidad medita sobre su identidad sin siquiera darse cuenta de qué es eso. Mi identidad es "yo". Se tarda mucho tiempo en aprender que ese tan celebrado "yo" jamás se pierde; aunque, a decir verdad, tampoco se encuentra. De todos modos, en mi caso, pasaba por una época de mi vida en la que no tenía otra cosa que hacer —fue antes de la guerra—, así que un día me senté y escribí una historia. Alguien la cogió y la envió a una editorial. De inmediato quisieron que escribiera otra, cosa que hice. Porque pensé, Dios mío, es una manera muy agradable de ganar dinero. Más adelante me di cuenta de lo equivocado que estaba. Pero para entonces ya era demasiado tarde.

En realidad es una forma desagradable de no ganar mucho dinero.             

Es cierto. Cualquiera con un poco más de inteligencia que haga la misma cantidad de trabajo sería un Onassis. Pero ¿para qué? Pero sí, es algo realmente  desproporcionado. ¿Sabe? Cuando me di cuenta de las chorradas que había estado escribiendo, paré, pero entonces llegó la guerra. Tuve suerte: lo cierto es que no tuve que enrolarme.

Nací en Bucovina, Rumanía. Antes de que Rumanía entrara en la guerra, se la entregaron a los rusos, de modo que yo era más o menos ruso, aunque seguía teniendo pasaporte rumano y vivía en Viena. Cuando los rusos tomaron Bohemia, fui a ver a nuestro embajador en Berlín, que era amigo de la familia, y le dije: "¿Qué hago? ¿Qué se supone que debo hacer?" Y él me dijo: "Bueno, se supone que debes irte a casa y encontrar una nueva identidad, porque no existes. Y después, a morir por el señor Hitler, porque en breve te verás involucrado en los combates. No puedo prorrogarte el pasaporte. ¿Cuándo caduca?" Le dije que dentro de un año. Y entonces él me dijo: "No hagas nada".

Y eso fue lo que hice. Y así se mantuvieron las cosas durante tres años, a lo largo de la guerra. Cogí mi cuota de bombardeos y todo eso, pero mientras tanto tuve la oportunidad de leer y cubrir las increíbles lagunas culturales que tenía. Debo decir que leo muy despacio y necesito meses para terminar una auténtica obra maestra, alguna novela de Hermann Broch, por ejemplo.

¿Cuándo empezó a considerarse seriamente un escritor?

En Alemania, justo después de la guerra, pasó algo absolutamente absurdo. Verá, por primera vez me senté y escribí de manera agresiva y me liberé de todo el odio que sentía contra una clase de alemán en concreto. Escribí un libro —que no se publicó hasta 1954— al que el editor decidió poner el ridículo título de Edipo vence en Stalingrado. Al mismo tiempo que escribía, trabajaba para la radio que los británicos controlaban en Berlín. En una ocasión, hubo un hueco en el programa y me dijeron: "Siempre estás contando tus historietas y tus chistes judíos, y vaya a saber qué otras cosas, así que anda, cuéntalas al micrófono".

Bueno, no hay nada más insoportable que alguien que cuenta un chiste detrás de otro. Así que los combiné con un país inventado al que llamé Magrebinia. Para no alargar el cuento, la emisión fue todo un éxito y las llamadas Historias de Magrebinia salieron antes que la novela. Como resultado —ya sabe cómo son los alemanes—, a partir de ese momento me clasificaron y pasé a ser "el magrebinio". Dígale a un camarero en Berlín o en Fráncfort que es usted amigo mío y le atenderá exquisitamente.

¿Las Historias de Magrebinia eran ligeras, populares?

Por supuesto. En gran parte, fue un éxito porque era el primer libro tras la guerra que te hacía reír. Y era divertidísimo, un tanto grosero y eso, un poco al estilo de Rabelais. También fue el primer libro de la posguerra en el que, con toda esa culpa colectiva que entonces predominaba en Alemania, podía leerse un chiste de y sobre judíos. Lo que digo, fue un éxito rotundo. Jamás me lo quité de encima; escribiera lo que escribiera después, se leía en la clave incorrecta, digamos; la gente siempre esperaba que fuera satírico y contara chistes.

La muerte de mi hermano Abeles un libro extremadamente ambicioso. Hay pocos libros contemporáneos que tengan ese grado de ambición: en términos literarios, intelectuales, históricos, incluso espirituales.

Lady Annan tituló su reseña sobre el libro en The New York Review of Books, "Transcendental Chutzpah". [Una audaz insolencia trascendental]. Bueno, verá, es un libro para escritores, no para lectores. Me gusta decir en broma que debería leerse en clases de escritura creativa. No es para el lector medio.  Me llevó 15 años y fue un intento de entender lo que hacía yo como escritor.

Uno de los temas que explora en Abel… es el de la muerte de Europa. Europa como cultura, como modo de vida. Esa muerte ha resultado, al menos en parte, beneficiosa para Estados Unidos. Tiene ese pasaje extraordinario, casi alucinatorio, en el que un personaje, Jacob G. Brodny, nacido en Europa Central pero convertido en agente literario americano de muchísimo éxito, además de ser algo tramposo y chanchullero, rastrea en busca de todas las obras maestras europeas como si se tratara de patè.

Bueno, mi agresividad no va dirigida contra Estados Unidos ni contra los americanos, sino contra el americanismo, que es esencialmente un fenómeno europeo. Brodny no es realmente americano. Es un emigrante. Se comporta de manera más americana que cualquier americano. Y, personalmente, si quiere que le diga, me encanta y admiro Estados Unidos. Estados Unidos no ha matado la cultura europea. La cultura europea tal vez se haya suicidado durante la Primera Guerra Mundial. Y eso es algo que me interesa mucho resaltar en mi próximo volumen, que se titulará Caín.

La idea del suicidio de una cultura subyace también en Memorias de un antisemita. Al leerla, uno se da cuenta de que la matanza de los judíos en Europa, el Holocausto, no fue solo un crimen, sino el suicidio de un mundo; porque a pesar del antagonismo y la antipatía entre los personajes aristócratas y los judíos, vivían en una relación necesaria, en una perpleja afinidad. Ambos compartían un mundo que ya se ha extinguido, pero los judíos además perdieron algo rico e irremplazable. La diferencia moral está, por supuesto, en que nadie le dio a elegir a los judíos.

Verá, antes que nada, estoy convencido de que la aristocracia como clase jamás odió a los judíos. Al contrario, los judíos eran objeto de burla o de desprecio, pero muchos otros grupos lo eran aún más. En cuanto a campesinos y judíos, la historia es un tanto diferente. Lo que quiera que produzca un campesino, lo hace con las manos y finalmente se pudre. Mata el cerdo, pero no puede guardarlo durante más de una semana o algo así. Los judíos, por el contrario, tenían algo que aumentaba de valor con el tiempo: dinero. Por eso fue fácil que los campesinos creyeran que los judíos eran el mal, los explotadores.  

Elie Wiesel ha descrito Abel… como una elegía, "la historia de Europa vista con los ojos de la desesperación". ¿Cómo describiría aquello que se ha perdido de ese mundo?

¡Vaya! Permítame que responda a esto con exactitud. Lo que se ha perdido es una luz particular, una calidad particular del aire. Y la compasión: la pérdida de la compasión tal vez sea nuestra mayor pérdida. Ahora tenemos una sensación del tiempo totalmente diferente, por ejemplo. El propio tiempo ha cambiado. Se debe a la fe ciega en la ciencia. La pura realidad es que la vida europea de hoy en día se rige por el dinero, se guía por el dinero, de la misma manera que, digamos, un europeo del siglo XIV se guiaba por la religión. En todos los aspectos de la vida, es el dinero el que indica el camino. No es que esta pérdida haya ocurrido de un día para otro; de hecho, es una pérdida que empezó con la Revolución Francesa, por lo menos. Bueno, todo esto es bastante vago. Tendré que buscar más metáforas.

Esto se opone directamente al consenso optimista que impregna la modernidad, la creencia de que la mayoría de los cambios históricos y la mayoría de las innovaciones tecnológicas y sociales han sido, en conjunto, para mejor. Usted —o por lo menos los narradores de sus libros—, parece, por el contrario, lamentarlo. 

Verá, me siento profundamente afligido, digamos escéptico —y no creo ser el único—, cuando me doy cuenta de que estamos en un lugar podrido. Somos un pueblo podrido; nuestra cultura está podrida. Profundamente podrida. Y para mí, la prueba está en que siempre que nos ponemos en contacto con otro pueblo, éste termina destruido. 

Un amigo mío —que es, en verdad, uno de los pocos marchantes de arte africano honrados que quedan—, me dijo que ha llegado hasta tribus que nunca habían visto a un hombre blanco. La verdad llana es que lo observan, y el mero hecho de que él lleve un cuchillo, un mechero o lo que sea, hace que el encuentro sea mortal, letal para ellos.

Igualmente, hace poco volví de China. Los chinos de mi época llevaban coleta y tenían aspecto de chinos, pero los de hoy son exactamente como yo, solo que un poco más étnicos. Realmente no les conviene. La sensación que tuve es que se han librado de las fantasías políticas, y tienen la suerte de haber tenido una religión, una religión antigua, una suerte de arte negro deteriorado, de modo que pueden enfrentarse a una pérdida así de manera racional.

En sus libros hay referencias de pasada a la futilidad de la revolución y, en general, de la política. ¿Le afectaron a usted, al igual que a muchos de su generación en Europa, las esperanzas utópicas?

Sí, por supuesto, cuando era joven. Claro que sí. Era algo que uno no podía evitar. En el ambiente de los años 30, todos creíamos, aunque no tuviéramos una ideología articulada. Todos creíamos en un mundo nuevo que estaba por llegar. La prometida tecnología. La utopía. Mire la pintura de Kupka de aquella época. Metrópolis estaba por todos lados. Y Metrópolis no es imaginable a menos que se cree un nuevo hombre y una nueva mujer, una nueva humanidad.

En las décadas de 1920 y 1930 éramos unos optimistas increíbles, sabe, y después sufrimos una amarga decepción. Pero mi escepticismo, mi pesimismo, no es solo el resultado del fracaso político. Es mucho más profundo. Mucho más. Y no he encontrado una respuesta. Quiero decir, cuando pienso en ello, en lo que se ha perdido, veo que, desde luego, nada se ha perdido debido a la americanización de Europa. Lo que yo llamo americanización habría sucedido incluso sin América.  

La avaricia por el dinero, el poder de la tecnocracia, la ciencia mal entendida y demás; todo eso habría sucedido incluso sin el ejemplo de Estados Unidos. Lo que se ha perdido es la compasión y la capacidad de soñar. Ustedes, los americanos, siguen teniendo la capacidad de soñar aunque sean también alegres sonámbulos. Pero nosotros ya no somos capaces. Estamos despiertos. Demasiado despiertos. Europa está en silencio y existe de forma abstracta, según reglas abstractas. Por ejemplo, cuando digo que perdimos la compasión, puede verse un pequeño ejemplo de ello en, digamos, las manifestaciones por las víctimas de Pinochet, o quien sea. Pero no va a encontrar esas gentes vociferantes gritando por el mendigo de la calle. Esa relación directa entre seres humanos se está perdiendo debido a las ideas abstractas sobre la humanidad.

La ideología.

Sí. La ideología. La ideología política.

La cual es, por supuesto, un tema importante en La muerte de mi hermano Abel: la creciente abstracción de la vida, el vaciarla de experiencia.

Exactamente.

Lo cual nos lleva a la pregunta de Pilato, esa que sus libros plantean con tanta frecuencia: ¿Qué es la verdad?

¿Qué es la realidad?

¿Qué es la realidad y qué es la ficción, y cuáles son las transformaciones y las negociaciones entre ellas? A usted, evidentemente, no le gusta la sociedad de la información, la sociedad mediática, en la que la gente cree que obtiene la realidad de los periódicos, la televisión y las revistas. Al contrario, usted ha dicho: "Anna Karenina, ¡he ahí la realidad!"

Recuerde que en Abel… hay un pasaje muy, muy largo, tal vez demasiado largo, en el que el narrador tiene una relación con una chica que vive en uno de esos altos edificios de la posguerra. Va a verla y piensa en la realidad ficticia que los medios de comunicación nos imponen y en cómo pierdes tu identidad, porque no sabes quién eres para enfrentarte a todas esas cosas que están fuera de tu alcance, lejos de tu esfera personal. Quiero decir que, en nuestra época, todo está hecho, todo se da para que pierdas tu identidad. Entonces, por supuesto, tienes que buscarla, por decirlo de forma rudimentaria.

En cuanto a su escritura, ¿qué influencia tiene esto en su estética? Hablando sin rodeos: ¿Por qué escribe?

Sí. ¿Por qué escribo? Pienso en Pope: "What sin to me unknown/ Dipped in ink, my parents or my own?"Mire, supongo que en realidad, lo sepas o no, escribir es un intento de encontrar una identidad. Conocer el secreto del "Yo" que jamás se pierde, a pesar de todos los cambios que sufre a lo largo de una vida. Ahí tiene usted el tema secreto de todo escritor de ficción, ¿no le parece?

¿La búsqueda de una voz?

La búsqueda de una voz. También la búsqueda del misterio de la transformación, el de vivir muchas vidas en una sola vida. Las posibilidades que ofrece lo que hago, de escribir autobiografías hipotéticas, son infinitas. Y quiero decir que Anna Karenina es una realidad en tanto que es la invención ficticia más densa, la más concreta.

Con frecuencia hace alusión a las palabras de Nabokov, que dice que cuando hablamos de realidad, deberíamos ponerla entre signos de interrogación.

O entre comillas, las cuales, en este caso, son también signos de interrogación.

¿Qué influencia ha tenido Nabokov en usted?

Bueno, hubo muchas otras influencias anteriores. No leí a Nabokov hasta tarde. Pero cuando había empezado a escribir la primera versión de Abel…, leí Pálido fuego  de Nabokov y dejé de escribir, porque me pareció que ahí estaba ya el libro que yo quería escribir, y escrito de la mejor manera posible. Más adelante, colaboré en la traducción de Lolita al alemán, y me di cuenta de que jamás alcanzaría la habilidad casi medieval de Nabokov para enlazar la ficción con alusiones literarias y escribir un libro de muchas capas, una de las cuales es una realidad directa y ficticiamente concreta, detrás de la cual se encuentra la otra realidad, la realidad literaria con todas las alusiones, todas las relaciones de la literatura con otras literaturas. Me resulta desalentador y estimulante al mismo tiempo.

¿Otras influencias?

Todo te influye como escritor, cualquier cosa sea que leas. Creo que no hay un mal libro, porque de todos los libros se aprende algo, incluso si lo tiras. También hay escritores que me animan tremendamente, y otros a los que admiro tanto que suelto la pluma y digo: "No sé escribir". Por ejemplo, soy incapaz de leer diez líneas de Robert Musil y seguir escribiendo; lo dejo durante al menos una semana. Incluso Joyce. Me desalienta por completo. Pero también hay otros que me animan. Thomas Mann, con su sentido del humor casi de colegial, me desafía a ser un poco más sutil. Irónico. Y demás. 

¿Cèline?

Pues sí. No conscientemente, pero sí en la crudeza. En literatura, y en esa época en particular, es necesaria una cierta barbarie. También en aras de la honestidad. No se puede ser suave y sabe Dios qué más, en una época como la nuestra. También hay en ella una pulsión de iconoclastia que es un aspecto muy del expresionismo alemán posterior a la Primera Guerra Mundial.

Su narrador dice que busca escribir con "un estilo de haut gout bárbaro". Hay rabia e indignación por debajo de la elegancia fina, desenfadada y despreocupada de su prosa.  

He llegado a la conclusión de que solo puedo escribir por amor o por odio. Por un sentimiento directo. Lo necesito. Cuando amo, se vuelve, debido a que soy sentimental hasta la médula, demasiado dulzón. Es como tocar el violoncelo. Las mejores cosas se forjan en el odio. Cuanto más nostálgico se vuelve el mundo que me rodea, más furioso me pongo con esa nostalgia.

Sé que hay algo que me causa una profunda desconfianza. En la moda, en las maneras de vivir, la gente intenta revivir trozos de historia, los años 20 y 30 en particular, épocas que no entienden. Piense en el pintor alemán Anselm Kiefer, al que algunos alemanes acusan de ser un nostálgico de la época nazi, lo cual es absurdo. Pero aunque lo fuera, no hace sino lo mismo que hacen todos los demás. Sin darse cuenta de que, al ser nostálgicos de los años 20 y 30, son nostálgicos de aquello que dio forma al fascismo.

La acuarela de Kiefer "Paisaje de invierno" se usó para la portada de Abel… en inglés.

Sí. Kiefer también denuncia desde la aflicción y la rabia. Me gusta mucho.

En Abel habla usted de la relación entre el estilo literario individual y el Zeitgeist, en el que no somos nosotros los que escribimos, sino nuestra época la que escribe por nosotros, digamos, la que nos exige un estilo.

Sea lo que fuere que hagamos, no solo se guía por nuestra plenitud individual sino por las tendencias del Zeitgeist, por cosas que quedan fuera de nuestro control. No sabemos qué nos pasa. Una prueba sencilla de ello es que si coges un periódico alemán de, digamos, 1934, y lees un artículo escrito por el doctor Goebbels, no te creerías lo que lees. Las chorradas que dice. Y —lo sé porque lo viví— la gente lo leía como si fuera la Biblia. Gente inteligente pero que, en ese momento, estaba totalmente ciega.

Otro ejemplo que uso es de la gente de una misma época que tiene una caligrafía parecida. A primera vista se la puede reconocer como del siglo XVIII, o de cuando sea. Esto quiere decir que algo —aunque no seamos conscientes—, les pasa a nuestras ideas y a nuestra manera de percibir el mundo. Por ejemplo, la ruptura entre el arte románico y el gótico o, en tiempos modernos, la súbita aparición del arte abstracto; no me dirá que es una evolución lógica. Eso es racionalizarlo como hacen siempre los historiadores: hacia atrás, en retrospectiva. 

¿No está diciendo, sin embargo, que el estilo individual no exista?

Desde luego que existe. Hay artistas que no son fantásticos por crear algo nuevo, sino por ser los máximos exponentes del estilo de su época. Por ejemplo, un Seurat. No es un genio de la pintura, pero tales artistas representan su época y el espíritu de esa época en su forma más pura. Pero nada más, nada personal. 

Y en cuanto a su propia obra, usted aspira a…

¡Oh, Dios mío! Parece una estupidez, pero estoy tan sorprendido de poder escribir una frase, que no sabría decirle; no reflexiono tanto. No me coloco en ningún rango o escuela ni nada de eso. Creo que soy bastante personal, pero en cuanto a representar un Zeitgeist en particular…Puede ser. Estaría muy orgulloso si así fuera. Por otro lado, he escrito muchas veces en Abel… que el gran temor de cualquier escritor o artista que cree tener una idea, algo que decir, es que sabe perfectamente que al mismo tiempo, justo al mismo tiempo, cientos de otros ya lo han dicho o están a punto de decirlo; o que hay otro que lo dice mucho mejor y te fulmina completamente.  

Se le ha criticado mucho por haber hecho que su narrador en Abel… dijera que los juicios de Núremberg, tras la guerra, fueron una farsa. Como usted mismo cubrió los juicios para la radio de Hamburgo, supongo que pensara de manera similar.

Aclaremos esto. Antes que nada, no creo que los juicios de Núremberg fueran una farsa total. Fueron un fracaso y por tanto un delirio. Ello no se debió, digamos, a faltas morales o a manipulaciones por debajo de la mesa, sino que se debió a mi gran enemigo: la estupidez, la arrolladora estupidez colectiva. O a la imposibilidad, incluso por parte de gente inteligente, de poder con cosas que la estupidez ha establecido.

Por ejemplo, sabe que ha habido debates interminables en cuanto al fundamento legal de los juicios. Y espero tener la oportunidad de extenderme de manera un poco más explícita sobre el asunto en Caín, el libro que seguirá a Abel…. Esto tiene que ver con el Zeitgeist, por así decirlo. Creo que fue necesaria una gran fuerza moral para luchar contra los nazis y que, cuando finalmente se logró la victoria, hubo un momento de agotamiento total. Ya nadie creía de verdad en aquello que había animado a millones de personas a luchar contra los nazis, incluso a morir. Quiero decir que se han empezado muchas guerras por causas justas, pero nunca tan justa coma la lucha contra el fascismo y contra Hitler. El problema era que uno también era consciente de que no había sido erradicado, sólo pulverizado.

Mi sensación es que en lugar de preservar hoy en día la idea de un dictador satánico o de un grupo de gente malvada —los acusados de Núremberg, muchos de ellos— que desmoralizaron a una nación entera, hoy todo eso se ha pulverizado, y cada uno de nosotros carga dentro de sí un poco de ese veneno; en lugar de 18 millones de nazis, hay hoy en este mundo quizá, 500 millones de nazis potenciales, si no más.

Entonces, ¿piensa usted que los juicios fueron falsos porque sugerían que el mal podría ser exorcizado jurídicamente y que el mundo quedaría enmendado? 

Es como la famosa estatua de los muchachos plantando una bandera americana tras la batalla de Iwo Jima. Se luchó y se ganó la causa del bien y ahora vamos a hacer una ley que eliminará para siempre la posibilidad de que estos horrores se repitan. Era demasiado. Demasiado alto.

Pero usted dice que su mayor enemigo es la estupidez.

No solo la mía. Puede decir que un hombre nace bueno, no malo, pero está claro que no todos los hombres son inteligentes al nacer. Es también una cuestión de cantidad. Ponga juntas 10 personas y la cuota de inteligencia baja casi a cero. Y si junta a 100.000, bueno, entonces ya se acabó todo. Plante una gran idea, un invento magnífico, u ofrezca un gran ejemplo a la masa humana y se convertirá en lo que se convirtió Jesús: la Iglesia Católica.

Una cadena interminable de malas interpretaciones y malentendidos, eso es lo que yo llamo estupidez. Una persona realmente estúpida y torpe puede ser tan afable como cualquier otra: encantadora, pero no inteligente. La estupidez acumulativa y progresiva del ser humano es algo que temo. Y no se puede combatir.

Y es mucho más acusada en sociedades de masas.

Por supuesto. En cuanto se forma una masa de personas, necesariamente se convierte en un cuerpo de estupidez.

¿Qué valores le permiten seguir adelante, seguir escribiendo y viviendo, con gracia evidente y vivacidad de espíritu, a pesar de su profundo pesimismo?

Verá, ése es el misterio del "Yo". A pesar de todas las extrañas morfologías y transformaciones de mi ser a lo largo de mi vida, el "Yo" ha permanecido intacto —es algo que no sé explicar, ni siquiera a mí mismo—, y ese "Yo" tiene su destino. Creo en eso. Soy muy capaz del suicidio, ciertamente, pero creo que debe llegar la hora para ello. La hora de mi muerte debe llegar, de todos modos. Mientras haya vida, intentaré aguantar el mundo exterior.

¿Y a los demás?

Desde luego. Lo extraño es que desprecio a las masas, pero amo al prójimo. Es paradójico, pero realmente lo amo. Siento simpatía por todas las personas que conozco.  De manera esencial. Pero en conjunto, las desprecio.

Una última pregunta. Usted ha dicho: "Soy un absolutista estético y un nihilista ético". ¿Puede ahondar en ello?

(Risas): Ah, ¿pero es que habría algo más que añadir?

 


Una versión ampliada de esta entrevista apareció en BOMB, número 24, verano de 1988.

José Aníbal Campos se ha especializado en la obra de Gregor von Rezzori, de quien ha traducido la novela Edipo en Stalingrado (Sexto Piso, 2011). En la actualidad traduce otras dos obras del mismo autor: el volumen El cisne y otros relatos y la novela La muerte de mi hermano Abel

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