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Narrativa

Hoy almorzaremos con El Duque

'...allí, donde ya habrían unas tres o cuatro mil fotos de grandes peloteros junto a las suyas con algunos de ellos, en lo que muchos cubanos ya conocían como El Templo del Béisbol'.

Holguín

A Demetrio Ruiz, que murió en Boston, huyendo de sus fotos de pelota, todavía hoy pegadas a la sala de su casa, en Miami.

 

Un comemierda. De eso tiene cara: de perfecto y gran comemierda, y en esas fotos aparece siempre a un lado, o al fondo, como un manchón que una mano sucia, misteriosa, invisible, hiciera al cuadrado de papel brillante donde su cara de Don Nadie aparece abrazado al viejito que es, días antes de morir, el Gran Hurtado; o sonriendo casi como dos soldados, marciales y en una postura que le sigue recordando la forzada que resultó aquella foto en el Latino junto a Braudilio Vinent mientras una Habana llena de orientales a grito puro, a euforia pura, a puras mala palabra limpia: ¡¡¡pinga, ganamos, habaneritos!!!, celebraba la victoria del equipo Santiago; o pareciendo un guiñapito delante de esa mole con pinta de guajiro que le ha pasado un brazo sobre el hombro, con la puerta del estadio Genaro Melero a la espalda, y sonríe, bonachón, compasivo quizás, mientras recordaba las veces en que botó la pelota de aquel campo, como sucedió esa noche, segundos después de que él preguntara a un amigo común: "¿Crees que Muñoz querrá tirarse una foto conmigo?".

En todas esa fotos es un muchacho con cara de comemierda, piensa, y "ahora eres un verraco viejo comemierda", se dice, con cierta rabia, como para ratificar esa extraña sensación de pequeñez, de insignificancia que siempre se le mete bajo su pellejo duro y ya arrugado cuando se ha sentado en esa pieza de su casa a mirar las fotos que adornan las paredes, pegadas allí, año tras año. Lo hace muy poco, Siente miedo. Un escalofrío que lo va vaciando lentamente, mientras su vista guía al cerebro de una foto a otra rememorando siempre su papel de fan idiota que vive de las glorias ajenas.

Ahora le parece idiota. Por eso rehúye mirarlas, aunque por una molesta fuerza a la que no logra imponerse las sigue poniendo allí, en los espacios aún vacíos de la sala, y aunque todavía siga explicando al curioso que llega, se sienta, mira y pregunta, cómo tuvo que anotar al hijastro de Marian, su mujer gringa, todavía tan putísima y amante de todo lo cubano como la noche en que la conoció, en un curso de pitcheo carísimo para que le fuera fácil retratase en el mismo campo de entrenamiento con Arocha, el maestro; o cuánto disparate tuvo que hacer para colarse en el Captain Tony’s donde otro fan comemierda como él daba esa fiesta en honor a Minnie Miñoso y Sandy Amorós en la que aparece al centro de los dos peloteros, dueños ya de todo el dinero y todas las arrugas que no llegaron a tener en Cuba; o el modo en que, por una simple cortadura en la mano que recuerda aún por esa herida tan visible entre sus dedos pulgar e índice, el azar le puso delante a José Ariel Contreras, acabadito de firmar por unos cuantos millones para los Medias Blancas de Chicago, de visita allí, en Mercy Hospital para ver a un familiar de Miami que había chocado su coche y estaba enyesado "hasta el culo, bróder", le escuchó, afable, jura que triste, sin imaginar que terminarían posando luego para esa foto que sigue desde ese día junto a la lámpara de pie, en un costado del sofá cama de la sala.

Le parece idiota haber vivido tanto tiempo disfrutando las glorias ajenas como si fueran suyas, en un vicio que ahora, pasados tantos años, considera una forma inocente de autoaniquilarse, pero no ha logrado resistirse y, quizás por la costumbre, de nuevo le ha dicho a Marian que invitó a otro pelotero famoso a comer en casa, allí, donde ya habrían unas tres o cuatro mil fotos de grandes peloteros junto a las suyas con algunos de ellos, en lo que muchos cubanos ya conocían como "El Templo del Béisbol".

—Hoy almorzamos con El Duque —le dice, y la ve sonreír, siempre con esa cara de gringa putísima por la que supo que, bien ensartada en una cama, aquella hembra malcriada, hija de padres ricos, le garantizaría un futuro tranquilo, sin tener que regresar a las fastidiosas y asqueantes noches limpiando mariscos en el Mambo Café.

—¿Cómo lograste llegar a él? —preguntó ella.

—Cosas de Dios —le dijo—. Alguien le comentó que no podía irse de este viaje a Miami sin visitar mi templo.

Y allí estaba, más blanco que en Cuba, sentado con una humildad que lo bajaba, desde el pedestal donde muchos los situaban, a la altura de un mortal como él, Demetrio Ruiz, ahora su anfitrión, que tuvo de golpe en aquella mesa la cara de su padre, y sus palabras, dichas muchas veces: "los negros, cuando viven como ricos o se van de Cuba, blanquean hasta la piel", aunque también muchas veces lo escuchara decir: "o no sé si es que uno se acostumbra tanto a verlos vivir como animales, hacinados en cuarterías, acostumbrados a la mierda, que cuando se los encuentra viviendo como personas es uno mismo quien los ve más blancos". Típico racismo.

—Leí eso que dijeron de ti —le comentó a El Duque cuando vino a sentarse, después de un paseo detenido ante cada foto, como quien recuerda.

—¿Qué cosa? —le oyó decir—. Salieron tantas cosas acá…

—Me refiero a las de allá —precisó y tuvo que bajar los ojos: no sabía cómo el hombre tomaría su atrevimiento—... a eso de que eres un traidor.

—Tuve que prepararme, no creas —y fue El Duque quien bajó la cabeza y concentró su mirada en la espuma de la cerveza en la copa—. Con Cuba siempre es así: nadie la entiende.

Vio que la frente del negro se arrugó ligeramente y sintió la mano de Marian bajo la mesa, como indicándole algo que no llegó a entender, concentrado en la cara de El Duque. Algo le dijo que debía esperar, no preguntar, no decir una sola palabra. La inquietud del pelotero al tomar la copa y dar un ligero sorbo que resultó sonoro ante tanto silencio, demostraba el nerviosismo típico que antecedía a las palabras.

—Te exigen como pelotero que llegues a lo máximo —otra vez la voz, ruda pero reflexiva, como quien hurga y hala palabra a palabra cada frase—. Y no reconocen que las Grandes Ligas son lo máximo para un pelotero... vaya, que están hechas para que los cubanos brillen de verdad, ¿no es algo enredado?

Movió la cabeza, o algo así, para afirmar. En la sala flotaba un aire que lo confundía, una especie de humo, de niebla tristona que se removió todo el tiempo bajo las palabras de El Duque. No sentía esa niebla desde los primeros días de su llegada a Miami.

—Y a ti —le escuchó decir—, ¿cuándo te cogió el bichito de la pelota?

Como a todos los cubanos, de vejigo, soñando mientras jugaba que era uno de los grandes y la botaba del estadio como Fermín Laffita o lo entrevistaban en la tele como Capiró, Vinent o Cheíto Rodríguez. Es algo en lo que prefiere ni pensar. Era malo. Una peste. Lo peor que haya conocido como pelotero, aun cuando le siga pareciendo hermoso, bajo las brumas de la distancia y los años, el rostro de su padre detenido en la puerta del cuarto, con un bate, un guante malo y una pelota que consiguió comprando a otro padre el juguete básico que le tocó al hijo de tres años, porque cuando llegó el turno 113 en la larga cola de padres que esperaban por comprar los juguetes normados del año (uno básico, siempre el más importante, el más lindo; uno no básico y otro dirigido, feos, chiquiticos, de mala hechura y más baratos) para el niño Demetrio Ruiz solo quedaban en la tienda muñecas, jueguitos plásticos de cocina y trompos metálicos; y aun cuando le duela que su novia de entonces jugara pelota mejor que él y le gritara ñame con corbata ante cada ponche, que el flaco Tatai lo llamara Demetrio la coladera, o que ninguno de los capitanes de equipo lo quisieran como jugador ni siquiera porque era quien ponía una pelota, un guante y un bate de verdad que su padre le había comprado a alguien que había tenido mejor suerte en aquella lotería nacional que era la venta de juguetes cada año.

—De niño, como todos —simple la respuesta.

Pancha, la criada mexicana, trajo el asado. Había puesto ya sobre la mesa el plato de yuca con mojo, "hecho con ajo que mi hermana mandó desde Cuba", le precisó Demetrio a El Duque. En una esquina humeaba el congrí, aromático, desgranado, apetitoso, custodiado por una fuente de tomate y lechugas. Cuando la negra se retiró, le hizo una seña a su invitado para que se sirviera a gusto.

—¿Cuándo viniste a dar aquí?

Tampoco quería hablar de ello. Hubiera preferido ser él quien preguntara. Obtener confesiones de El Duque Hernández, el gran pelotero, una de las glorias de los Yankees de Nueva York, de quien se decía que iba a firmar por ocho millones los dos años con los Medias Blancas de Chicago, y no estar respondiendo con frases cortas porque había querido olvidar, porque no le hacía bien recordar el polígono y las formaciones y las marchas y las maniobras contra un enemigo invisible de Jejenes, cerca de Pinar del Río, adonde se escapaban alguna que otra vez para ver los juegos de la Serie Nacional. No le era grato. La nariz abollada del sargento Peré, su frente partida, rajada al medio, con la herida oculta bajo el manto negruzco de la sangre, y los otros gritando: ¡estás loco, Demetrio!, ¡lo mataste!, te van a fusilar, como si para ello nada significara la humillación recibida de aquel bestia: Demetrio, si la puta de tu madre te ve jugar pelota así se caga en la hora en que se singó a tu padre para parirte, o Maricones, van a estar corriendo pistas hasta que se me olvide que jugaron como putas cuando perdían con otras unidades, o Demetrio, tres meses en el CEIS, pidiéndole a Dios que lo librara de las 20 horas de marchas y los ejercicios y otra vez las marchas y los ejercicios y las cuatro horas de sueño y el espagueti blancuzco en el desayuno, el almuerzo y la comida, en aquella cárcel bautizada como Centro de Entrenamiento Intensivo del Soldado, para que aprendan que los hombres tienen los cojones bien puestos y Servicio Militar es un honor, so mierdas. Se resiste a recordarlo. Y ahora, de pronto, por la imbecilidad de haber invitado a esa gloria nacional que engulle un trozo de carne de puerco asada, todavía jugosa, la mente le juega esa mala pasada y le ciega los sentidos, pone el bate en sus manos, un estría, otro, el tercero cantado, limpio, sin que llegara a moverse, a hacer swing, justo en el juego final que significaba la bandera de Mejor Unidad en el Deporte, las bases llenas por primera vez en todos los innings, dos outs, al final del octavo, ganando los de Vaca Muerta-Unidad de Tanques tres carrera contra una.

—En el 80, cuando el Mariel  —se limitó a decir—. Fui uno de los marielitos.

No dice, como piensa, me ofendió tanto que no supe dónde estaba, ni qué hacía, como dijo en el juicio. Tampoco dice de los años en la prisión militar de Ganussa, del respeto ganado por haber matado a un hombre en una cárcel donde el mayor delito era el robo de una caja de makarov para venderla en Centro Habana a los delincuentes a 200 pesos cubanos, pura ganga. El que mata a un hombre ha de ser un desalmado, piensan todos, y no supieron nunca del miedo, del asco ante la sangre en la cabeza del sargento, de la oleada de vómito que lanzó su estómago sobre el cuerpo ya muerto de aquel bestia que, luego del ponche, esperó a que llegara al banco, en medio del juego, y lo lanzó al suelo de una bofetada: "te voy a hacer sangrar el culo por esta mierda, maricón", le gritó delante de todos, segundos antes de la ceguera, del bate empuñado con una rabia que aún le hace doler los nudillo, del ruido de su pasos caminando hacia la bestia, asombrada, asustadas quizás: "qué-qué cojones vas a hacer, puta?", le oyó decir. Luego el batazo en la frente, el bate que se parte, las patadas al cuerpo encogido en el suelo reseco del estadio, frente a las gradas, la sangre manando, manando, manando ahí, en el recuerdo.

—Cumplí tres años —dice, decidido ya a terminar el juego del recuerdo en su cabeza—. Vinieron a decirme que si quería la libertad tenía que irme en una lancha por el Mariel.

—De algún modo —fue la respuesta de El Duque—, todos estuvimos presos alguna vez, por algo.

Demetrio notó que comía más ensalada que carne, como si se cuidara, y que había dejado de tomar cerveza para servirse un vaso grande de jugo de naranja, con el que acompañaba, a sorbos pequeños, algún que otro bocado. Seguía flotando sobre toda la sala la mima niebla y se dijo, apenas sin darse cuenta, que aquella velada comenzaba a resaltarle incómoda, algo jamás imaginado cuando la voz de un amigo le dijo "El Duque está en Miami, Demetrio, y me preguntó por tu templo; va y te cae por allá".

—¿No te ha pasado que, cuando miras, es como si Cuba estuviera aquí?

—¿Las fotos? —quiso saber.

—A mi gente les dije que me enviaran fotos que se quedaron allá —le escuchó a El Duque—. Es algo raro, ¿sabes? Las miré, todas, una vez y me juré que no volvería a verlas. Te hace sentir lejos, ¿no te pasa?

Hasta ese momento no lo había notado. Simplemente los colocaba en las paredes, pegándolas a la superficie blanca con una cola que las eternizaba allí, hasta que el paso de los años o un terremoto, o un ciclón devastador lanzara la casa a la mismísima mierda. Pocas veces las miraba. Y sin embargo, no podía negarlo ahora que El Duque se lo hacía saber, se lo aclaraba, siempre había tenido la sensación de que, estando allí, en la sala, pues no le ocurría en otras piezas de la casa, Cuba quedaba a mil años luz, en un rincón difuminado de la memoria, hundida en la neblinosa indefinición de la nostalgia.

—Seguro te dicen que estás tratando de traer a Cuba contigo —siguió diciendo El Duque, y su voz era pausada, casi doctoral—. Es un disparate. Un chino se va de su país, comienza a coleccionar lámparas de papel y le dicen que eso es bárbaro, que así las tradiciones se conservan, toda esa basura. Un cubano se va y comienza a coleccionar cualquier cosa, cucharitas de latas, bolígrafos, piedrecitas, lo que sea, y entonces se bajan con el lío ese de la nostalgia.

Se lo habían dicho. Incluso uno de esos que los miraban comer y conversar desde su atalaya sagrada en la pared. Después de la fiesta en el Captain Tony’s, Minnie Miñoso quiso venir a ver el templo. Estuvo un buen rato. Se paraba delante de las fotos más viejas, a veces mascullando alo ininteligible cuando algún rostro le era conocido, o cercano, o íntimo, y luego pasaba a las más recientes, y decía en voz alta: "ah, ese es el tal Víctor Mesa", "caray, mira qué viejo está el negro Linares, ¿y este es el niño Linares?", o cosas así.

—Es un modo chévere de echarte a Cuba en el bolsillo —dijo antes de irse.

También había sentido esa niebla pegajosa que El Duque le hiciera notar, luego de que él se resistiera a reconocerla, aún cuando la sufría más que nadie, año tras año, desde esa tarde lluviosa en que se bajó de la lancha que lo trajo vía Mariel-Miami; una niebla agudizada hasta convertirse en una nata asfixiante la noche en que comenzó a sacar las fotos acabadas de llegar de Cuba con un amigo escritor y decidió pegar la primera encima de la simulación de chimenea antigua que el constructor de aquellos apartamentos había colocado justo al centro de la sala.

—Pero dan tristeza, compatriota —agregó Miñoso esa vez.

—Es un disparate —vuelve a decir El Duque y bebe un sorbo final del vaso de jugo—. No nos pueden quitar la memoria, pero Cuba sigue allá. En buen cubano: nos han jodido, compadre.

Hablaron de pelota, de los tiempos antiguos en el béisbol cubano cuando jugar en las Grandes Ligas era fácil, se daba todo en el terreno y se demostraba madera de gran pelotero, de las temporadas a partir del 59 y las escasas posibilidades de ascender las cimas del reconocimiento y el dinero a un mismo tiempo, de las jugadas inolvidables y los juegos más espectaculares o difíciles.

—Cuando me quedé —comentó en voz muy baja, las palabras marcadas por una tristeza muy cercana al dolor y a la impotencia—, un comemierda dijo que dejaría de ser cabeza de león en Cuba para convertirme en cola de ratón acá, en las Grandes Ligas. Se cogieron el culo con la puerta.

—¿Quién lo dijo? —preguntó Demetrio y vio que El Duque esquivaba su mirada.

—Ya eso no importa —le escuchó decir—. Es un gran pelotero. Más me duele que también dijo eso…, lo de la traición…, yo mismo lo vi en la televisión de acá, entrevistado por la CNN.

—Hay de todo en la vida —fue a decir a modo de consuelo.

—Uno va descubriendo la mierda que se come —lo interrumpió El Duque, aún cabizbajo, dando ligeras vueltas al vaso vacío. Lo hacíamos talco criticándolos, llamándolos traidores.

Señaló a la fotografía donde Minnie Miñoso sonreía junto a Demetrio y a Sandy Amorós.

—Ese que ves ahí me dijo una vez que los cubanos nos hemos pasado la vida dividiéndonos, atacándonos, en vez de intentar comprender que cada uno tenía sus razones, sus sueños. Tiene razón. Supe en carne propia lo jodido que es que un hermano te llame traidor por equivocación o conveniencia.

—Sí, es bien jodido —lo apoyó Demetrio.

Un flan de leche cerró el almuerzo. Luego el café, "mi madre hablaba muy bien del café Pilón allá en Cuba", dijo El Duque mientras olía el humillo que se escapaba de la taza, "pero qué va, compadre, como un café de la Sierra no hay en el mundo".

—¿Me guardas un secreto, Demetrio? —le soltó sacándose de un bolsillo las llaves del auto.

No tuvo necesidad de contestar. Sabía que el tono de la pregunta indicaba una sola cosa: la confesión vendría de todos modos.

—Todavía lloro como un cherna cuando el equipo Cuba gana un torneo contra los americanos —dijo El Duque, y sonrió, bonachón, tímido.

Se despidieron en la puerta con un adiós que a Demetrio le siguió pareciendo triste, jodido, y se mantuvo en el portal viendo cómo el corpachón de El Duque se escondía dentro de su coche, lujoso hasta el escándalo, cómo el motor ronroneaba, primero quedamente, luego impulsado por una fuerza divina, hasta adquirir ese tono parejo que llega a ser inaudible en los carros modernos como ese. Entró a la casa cuando lo vio perderse en la esquina más lejana y fue a sentarse en el sofá, casi acostado, para quedar mirando fijamente foto a foto, todo lo pegado por años en aquellas paredes. Supo que debía irse de allí, de aquel barrio, de aquella ciudad, ya que no podría irse del país, o regresar, y a fin de cuentas, Cuba seguiría allá, a más de 90 millas, anclada en el mar.

—Tienes razón, compadre —dijo—. Nos han jodido.

 


Amir Valle nació en Guantánamo, en 1967. Sus libros publicados más recientes son Bajo la piel del hombre (Aguilar-Santillana, Panamá, 2013), Nunca dejes que te vean llorar (Grijalbo, Colombia, 2015), Palabras amordazadas. Breve historia de la censura cultural en Cuba (Eva Taz Foundation, Holanda, 2016) y Nostalgias, ironías y otras alucinaciones. Cuentos escogidos (Betania, Madrid, 2017), que incluye este cuento y puede descargarse gratuitamente aquí.

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