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Narrativa

Calibre .38

'El sueño le llegaba en suavísimas olas, cortadas por el análogo chirrido de la aguja del tocadiscos al final de cada álbum. A las 4:44 am se puso el revólver contra el cielo de la boca y apretó el gatillo.'

Miami

Daniel Benes compró el revólver en la armería El Gladiador, en La Pequeña Habana, una de las muchas armerías cubanas de Miami. Estaba por cumplir 44 años. Hubiera preferido una espada. Todas eran imitaciones célebres. La cimitarra de Saladino, con su eviscerante lengua bífida. Excalibur, fundadora de mitos. Joyeuse, de Carlomagno, exterminadora de pueblos. Pero tenía que ser un arma de fuego. La época impide andar con una espada colgada de la cintura. Además, en la escrupulosa manufactura de las imitaciones advertía un triste ardid comercial: tentar con la ilustre coartada del coleccionista al niño que aún no ha muerto en muchos hombres.

El revólver Smith & Wesson calibre .38 era de una enigmática belleza utilitaria, con su diseño dictado por la estricta función de matar. Un objeto que anula la contradicción entre la uniformidad industrial y el mántico carácter de las criaturas únicas. Durante días, Daniel lo dejó sobre su escritorio, como un trágico pisapapeles. A veces, en sus amanecidos paseos en bicicleta, lo echaba en la bolsita de herramientas colgada del manubrio. La cautela se convertía en tentación al figurar que un asaltante o un animal pudieran salirle al paso mientras pedaleaba por los senderos abiertos en la maleza virgen de Key Biscayne. El arma apela al carácter.

La noche de su cumpleaños, eludió las invitaciones y escuchó por un buen rato sus discos de jazz. Harto de comprender y desear, la música lo ayudaba a alcanzar ese grado de puro alejamiento que define a los santos y los asesinos. Sustracción absoluta, entrega absoluta. Dos o tres veces, el whiskie se le hizo agua. Pensó: "Sed, todo lo que importa es la sed". El sueño le llegaba en suavísimas olas, cortadas por el análogo chirrido de la aguja del tocadiscos al final de cada álbum. A las 4:44 am se puso el revólver contra el cielo de la boca y apretó el gatillo. Pero el revólver no disparó.

Fue una desmesurada ruleta rusa. Nada conocedor de las armas y con una pobre imaginación mecánica, ignoraba si la aguja del percutor no alcanzaba a martillar el fulminante o si la pólvora estaba húmeda. Ofuscado en derrotar la casualidad, probó con una caja completa de veinte balas. Como abejas reina, cada una incubaba en su recámara las potencias de la transfiguración. Cargaba, descargaba y volvía a cargar. La certeza del acto fallido le infundía un humillante coraje. El cuello y los hombros acalambrados por la feroz expectativa del balazo. Una y otra bala, infinitamente cinco. Hasta que la luna pasó por todas las ventanas.

A partir de entonces, sus perspectivas se hicieron elementales. En la oficina, primero lo vieron llegar sin corbata, luego sin chaqueta y finalmente en camiseta, blue jeans y zapatillas de correr. Sin prisa, por debajo del límite de velocidad, solía conducir horas y horas por las autopistas que enlazan el ramillete de ciudades del sur de la Florida. Hibernaba en el movimiento. De norte a sur y de este a oeste, regodeado en la abierta visión frontal, la involuntaria deriva del cuerpo al tomar las curvas y la búdica percepción del alma de la máquina. Ya no lo angustiaba la ambigüedad de cada minuto, la astral aprensión de que los acontecimientos acechaban simultáneamente sus decisiones. Ayer era anteayer y mañana dentro de un año. Si partía de viaje o trataba de matarse una vez más era algo a considerar sobre la marcha, cuando se lo pidiera el cuerpo. Su carne era su moral.

Atropellado en la gaveta de los cubiertos, el revólver acabó por ser menos inquietante que un sacacorchos. Con el café de la mañana en la hornilla, Daniel lo pesaba en su mano como una inmadura fruta y apuntaba negligentemente a cualquier lado sin rozar siquiera el gatillo. Al cabo, se decidió a devolverlo. Era una manera de cerrar el ciclo de su anterior persona. La suya era una libertad en busca de una estructura simple. El camino a la simpleza (o al menos la idea del camino) implicaba una recuperación de la simpatía. Quería volver a ese estado en que anhelamos acercarnos al otro, unir las cosas y hacerlas converger sobre el mundo. De la simpatía, decía Plotino, derivan los encantamientos. Espadas encantadas hubo pocas. Revólveres encantados, ninguno.

Fue así que poseído por el genio de la simpatía regresó a El Gladiador para devolver el revólver. Esta vez reparó en el incongruente logo del establecimiento: un gladiador armado de una raqueta de tennis y un escudo ilustrado con la bandera cubana. Como en todo gueto, los negocios de los exiliados en La Pequeña Habana deben su éxito (o su accidentada supervivencia) a una oferta de identidad. La historia de los dueños también forma parte del inventario. El taller de Berta. La panadería de Ramón. El estudio fotográfico de López. La venta de unas señas de similitud parroquial para gente que ha perdido el territorio de su pasado. En ese gran bazar de la nostalgia, El Gladiador sobresalía por la saga de sus dueños, los gemelos Roncalli, estrellas juveniles de los circuitos de tennis de Cuba y la costa este de Estados Unidos en la década de 1950.

—Buenos días —dijo Daniel.

El único empleado a la vista almorzaba sobre un amplio mostrador de cristal, mirando una novela en un diminuto televisor portátil. Era un joven regordete. La cara de acné y el cabello corto, agresivamente envaselinado. Tres gruesas cadenas de oro con sus tres respectivos medallones colgaban de su cuello a ras de una caótica bandeja de comida nicaragüense.

Otra vez Daniel: —Buenos días.

Inmutable, el empleado masticaba sin levantar los ojos. Sentado en una alta silla de bar, con los codos apoyados en el mostrador, las nalgas casi le quedaban a la altura de los hombros. Parecía una de esas gárgolas, trivialmente satánicas, que ilustran los folletos esotéricos de venta en los supermercados.

—Vengo a hacer una devolución —Daniel le ofreció el estuche de lona que guardaba el revólver—. ¿Me puedes atender?

—¿Cómo? —respondió el empleado con una inclinación del mentón que impostaba autoridad.

—El revólver... Está roto. No sirve… o no sirve del todo. Vengo a devolverlo.

El empleado cabeceó con una cadencia vacuna, como si quisiera romper una nube de moscas, y amagó con recibir el estuche. Fue un movimiento equívoco y trunco que le hizo perder y recuperar bruscamente el equilibrio. El estuche se le deslizó de las manos y cayó sobre el mostrador con un estruendo desproporcionado al peso del revólver, el espesor del vidrio y la altura de la caída. 

—¿Por qué te imaginas que está roto?

—Disculpa, pero no me lo imaginé —la espalda de Daniel se tensó en un nudo de advertencia—. Es un hecho comprobado. No dispara. Será un defecto del percutor. No sé. Pero no me lo estoy imaginando. Le puse las veinte balas de una caja —repasó la cuenta con sus dedos, como si tuviera manos de diez dedos—. No hay manera de que dispare. No dispara. ¿Entiendes?

El espíritu formula el sentido de las palabras. Según el espíritu, cada palabra dice algo diferente cada vez. "Estoy bien" y "Estoy bien" pueden ser enunciados opuestos. Bajo el lema "Nosotros, el pueblo", lo mismo se derroca a un tirano que se establece una tiranía. "¡Levántate y anda!", pudo habérsele dicho también a un perro remolón. Daniel dijo "¿Entiendes?" y el sentido que el espíritu le impuso a la palabra no tenía nada que ver con el verbo entender.

Una mueca desdeñosa agravó el rostro del empleado, que enfocaba la antena del televisor a un punto y otro para capturar la elusiva señal. La pantalla abolía y recobraba los personajes bajo una granizada de estática.

—¿Cuándo lo compraste? —preguntó el empleado. Al fin le dirigía una estrábica ojeada a Daniel, a la vez que trincaba una masa de cerdo con la punta de la cuchara—. Y para que sepas: yo sí entiendo.

El diálogo de la telenovela los distraía del mutuo absurdo. Por un instante, ambos quedaron pendientes de la intermitente trama hasta que los actores callaron y siguió un acorde dramático de cuerdas y metales. Desgajado de su contexto sinfónico, el acorde produjo el efecto de un complicado portazo.

—¿Está el dueño?

—¿Cuál de los dos?

—Los dos.

—Los dos no están.

—¿Uno de los dos?

Casi sensual, con una perezosa flexión, el empleado se descolgó de la silla de bar. Era más corpulento de lo que aparentaba sentado. Masticando hasta la evaporación la masa de cerdo, descorrió la portezuela del mostrador. Sobre un montón de revistas había un contenedor plástico con balas de distinto calibre. Separó cinco balas calibre .38.

—Vamos a probarlo en la galería de tiro —dijo el empleado y sacó el revólver del estuche.

—No, no, no hay nada que probar —dijo Daniel—. Me da igual que dispare o no dispare. Yo vine a devolverlo.

—Los dueños, por lo general, no aceptan devoluciones —el empleado iba poniendo las balas en el revólver con una expresión de fingido esmero—. Lo que se compra, se compra.

A Daniel se le deshizo la composición de lugar. La insignificancia del asunto no merecía un disgusto. Considerado el triple plano de los hechos, las intenciones y las consecuencias, lo mejor era irse y volver otro día para hablar con uno de los dueños.

—¿Sabes qué? Ahí te dejo el revólver. Ya veremos más adelante si nos entendemos.

—¿Ya veremos qué? Aquí no hay nada que ver —el empleado colocó a un lado el revólver, miró a una de las cámaras de vigilancia empotradas en el techo y movió su dedo índice en espiral alrededor de sus sienes—. Vienen cada locos.

Daniel también miró a la cámara. Lo asaltó la momentánea posibilidad de que alguien pudiera socorrerlo. Agitó los brazos como el náufrago que pide auxilio a una providencial embarcación.

—Pierdes el tiempo —dijo el empleado—. La cámara está apagada.

—¿Si está apagada por qué la estabas mirando?

El empleado encogió los hombros.

—Porque me gusta.

Lo dijo con honestidad, ajeno a la injuriosa estupidez de la provocación. Entonces, Daniel comprendió el peligro.

—¿Sabes qué? —dijo Daniel—. Un día vas a pasar un susto. Ahí te dejo el revólver.

Daniel dio la espalda pero no caminó hacia la puerta. Sabía que algo se quedaba sin haber sucedido, aunque no supiera lo que iba a suceder. A tres metros, el empleado también permanecía inmóvil, seguro de que ya Daniel no se podía marchar.

La mujer de la telenovela dijo: —Ingeniero, por favor, quédese a cenar.

Por el resto de su vida, Daniel recordaría esa voz y esa frase. La exacta entonación. El exacto timbre de la voz. La exacta duración de la frase. El exacto intervalo entre la frase y el mantecoso golpe de la masa de cerdo que el empleado le arrojó a la nuca.

De una zancada, Daniel se pegó al mostrador, agarró al empleado por el cuello y le propinó un salvaje cabezazo en la nariz.

—Pórtate bien, gordito —susurró y le escupió los ojos.

Un relámpago azulado mordió las entrañas de Daniel, que saltó atrás tronchado de dolor. De un empellón, el empleado apartó el mostrador y se le abalanzó con un bastón eléctrico. Otra descarga azul silbó por encima de la cabeza de Daniel, poniéndole los pelos de punta. Hubo un forcejeo decaído y torpe, como un paso de baile que se repite sin música. El bastón eléctrico rodó al suelo echando chispas por la cola. Cegado por un estampido, Daniel se desligó del abrazo con todas sus fuerzas. El empleado pronunció un melancólico ronquido y se detuvo con los brazos en alto. Una mancha púrpura germinaba de su oreja derecha con un insidioso silbido.

—¿Disparó? —preguntó el empleado.

Daniel sintió en su cara la picazón del humo de la pólvora y se rascó la mejilla con el cañón aún caliente del revólver.

—¿Disparó? —preguntó Daniel.

El rostro del empleado se le revelaba con microscópica virulencia. Era un bravucón feo y descuidado: las retraídas encías, las espinillas en las comisuras de los labios, las estrías de la marihuana en los dientes, las postillas de una aturdida afeitada matinal.

—A nadie le gustaría besarte —dijo Daniel y le puso el revólver contra el pecho.

Ladeando la cabeza, el empleado suspiró.

—¿Me vas a matar?

El fogonazo dejó flotando un hollín de tela chamuscada. Muy despacio, con rigidez de maniquí, el empleado dio una vuelta, se detuvo, y otra media vuelta. Los músculos del pecho comenzaron a temblarle y bajó los brazos de golpe, halados por una gravedad sideral.

—¡Estás muerto! —gritó horrorizado el empleado y se desplomó de espaldas, bebiéndose en estertores la sangre de la nariz.

Las alarmas de la armería comenzaron a emitir un tema de alerta aérea. Arropado en una fría laxitud, Daniel se inclinó sobre el cadáver y le arrebató las cadenas de oro. Los barrocos medallones repujados de Santa Bárbara, San Lázaro y San Judas Tadeo llevaban incrustaciones de rubí y aguamarina. Una trinidad del desamparo.

—Ingeniero, por favor, quédese a cenar —murmuró Daniel y se sentó sobre un largo baúl niquelado.

La mano le sudaba en el revólver. Quiso mirar la hora y descubrió que había dejado el reloj. La franja de blancura en su muñeca lo hacía sentir desnudo. En unos minutos llegaría la policía. Daba por seguro que podía demostrar su inocencia. Esa certeza no sólo lo inhibía de la culpa sino también de la piedad. Tenía que disimular ante la policía, se dijo. El asombro que sentía de sí mismo rayaba en la felicidad.

Al fondo de la armería se desplazó un escaparate de gorras que ocultaba una puerta. El inmediato colapso de una hilera de cajas le hizo reparar a Daniel en una sombra que avanzaba entre las estanterías. Antes de que pudiera echar a correr, un descomunal estacazo le arrancó el baúl niquelado de abajo de las nalgas. Escuchó el inconfundible cric-crac de una escopeta de cartuchos. Apenas alcanzó a escudarse con el cadáver del empleado, que recibió el pulverizante racimo de plomo en la cadera.

Cric-crac.

En cuclillas, Daniel se parapetó detrás del baúl niquelado. Un perdigón se le había incrustado en el dorso de la mano izquierda. Debajo de la piel, la pequeña esfera de acero parecía una pulga que defecaba una gota de rosácea grasa. Se disponía a buscar una mejor posición cuando del otro lado de la estantería un hombre vestido de blanco lo encañonó con la escopeta.

—No, por favor, que tengo hijos —mintió Daniel.

El hombre se le acercó con japoneses pasitos y los brazos estirados para ponerle el cañón de la escopeta en la frente.

—Que sueñes con los angelitos —dijo el hombre.

Veloz, Daniel apuntó con el revólver a la cabeza del hombre y lo derribó de un balazo en el cuello.

Impúdico y primario saltó sobre los cuerpos del hombre y del empleado. A través de las suelas de sus zapatos percibía en cada salto la quebradura de las costillas, la dislocación de las quijadas, las esquivas y reventadas moles de los órganos. Saltó y saltó hasta que el aire se detuvo a un centímetro de su boca y el pecho comenzó a pesarle contra la espalda. Jadeante, presenció la agonía del hombre vestido de blanco, con sus talones redoblando contra el suelo en una decreciente convulsión.

—¿Hay alguien más aquí? —gritó Daniel tan solo para ponerle palabras a la urgencia de gritar—. ¿Alguien más aquí? ¿Aquiiiiií?

Cuando recobró el aliento, disparó las últimas dos balas al televisor, que estalló en una llamarada de manganeso. Temió que hubiera otro hombre armado en la armería. Lo mejor era llamar a su abogado y entregarse a la policía después de cambiar de ropa y, si era necesario, de historia. Al salir de la armería arrojó el revólver en un buzón de publicidad adosado a la panza de un oso de cartón. Ya entraban los primeros curiosos, atraídos por las alarmas y los disparos. Le gustó que lo vieran.

Un mugriento anciano lo saludó con una borracha y desdentada sonrisa.

—Hasta luego, Excelencia.

Daniel sonrió, inclinó ceremoniosamente la cabeza—: Hasta luego.

Subió al automóvil, dejándolo marchar con la cetácea inercia del arranque. Por el espejo retrovisor advirtió a seis o siete hombres que abandonaban la armería a la carrera. Vestían camisas de motivos hawaianos, pantalones cortos y sandalias. Algunos cargaban unos portafolios negros. De no ser por los portafolios pasarían por una de las apócrifas orquestas cubanas que defraudan a los turistas en Miami Beach.

Tuvo el impulso de volver a la armería y reponer las tres cadenas con los tres medallones sobre el pecho del empleado. Era un asunto de estética. La narrativa de la fatalidad perfecta no podía degradarse con una vulgar sospecha de robo. Pero a lo largo de la Calle Ocho ya avanzaban las patrullas de policía con el titilante aullido de sus luces verdes, azules y rojas.


Andrés Reynaldo nació en Calabazar de Sagua, en 1953. Su libro publicado más reciente es El problema de Ulises (Hypermedia, Madrid, 2015).

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