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Crítica

Un reencuentro con los Loynaz

Este libro historia las vidas de cada uno de los hermanos Loynaz, sus obras, sus excentricidades personales, las mansiones en que vivieron.

Miami

El frío húmedo de este invierno en Weeki Wachee, Florida, va dejando una pátina sobre el paisaje, las gentes, los días; el verde se ha hecho definitivamente opaco y el silencio de los pocos vecinos en este lugar, recogidos en sus casas, invita a la reflexión. Abro el balcón para que entre un tímido sol y escribo.

No tengo que buscar razones para escribir, muchas me aguardan, pero el joven escritor cubano Luis García de la Torre (La Habana, 1973), residente en Chile, me ha hecho una calurosa invitación al pedirme que le ofrezca una opinión sobre su reciente libro La familia Loynaz y Cuba, publicado el pasado año por la editorial Betania, en Madrid. De esta casa de edición es otro libro sobre los Loynaz que tuve el placer de leer recientemente, gracias al amigo Alejandro González Acosta, su autor, que nos entregó Dulce María Loynaz: La dama de América.

No se agota, sin embargo, lo que podría decirse sobre ese grupo de escritores y personas excéntricas e ilustres, una familia cubana que, desde la escritura, puede ser percibida como un microcosmos de la cubanía blanca criolla desde el siglo XIX hasta el XX, no poca cosa para reflexionar sobre los retos de la literatura y la nación cubana de cara al siglo XXI.

El libro que ahora nos trae García de la Torre es una suerte de palimpsesto del género ensayístico porque sus páginas despliegan crónica, crítica, historiografía literaria y hasta confesiones personales. Y estas las disfruté muchísimo cuando las encontré en el relato poético e íntimo que ofrece García sobre su visita a la Quinta de Santa Bárbara en La Habana, y como encontró en ella la Energía, así con mayúsculas, de Flor Loynaz.

Se abre el tomo y lo primero a observar son las fotos que lo ilustran: la Dulce María elegante, la imagen captando su decoroso silencio. Y la de época: Dulce, Mistral. Chacón y Calvo, en funciones académicas, captados cada cual en su personae. Antes, como portada, teníamos una foto de la Casa (la de Línea y 14, en que se inspira la novela Jardín), también Casa con mayúscula porque esa, como cualquiera de las tres donde residieron los Loynaz, merece convertirse en ícono.

El libro es generoso en informarnos sobre esas viviendas, sus historias dentro de la Revolución, sus transformaciones; una en ruinas, otras en instituciones culturales, curiosos y hasta simbólicos destinos. Otra foto interesante, pues alude a las visitas de famosos escritores —entre ellos Lorca— que recibían los Loynaz en sus tertulias o "juevinas", es aquella donde vemos a Dulce María acompañada por Gabriela Mistral y por Palma Guillén, la fiel amiga de la chilena, que lamentablemente no se identifica al pie de foto, quedando como sucedió en la vida real en un lugar relegado. Pero las tres fotos forman un conjunto visual indicador de caminos a explorar para que quien quiera conocer cómo vivió la familia Loynaz, y son un acierto de la publicación.

García de la Torre dedica su primer ensayo al Padre: insisto en las mayúsculas cuando estas revelan connotaciones. Enrique Loynaz del Castillo las tenía, emblema indispensable del siglo XIX cubano, hombre de letras y de armas, como se le llama en el libro. El autor nos da información sobre la autoría de versos y hasta del "Himno invasor cubano", por parte del general, y también de sus lecturas de los modernistas y sus artículos sobre Martí, Céspedes y la guerra contra España donde el ilustre patriarca participó. Un hombre comprometido con su patria y con su familia, que sirvió como figura de inspiración para el orgullo de Dulce María por su apellido y fundamentó, en gran medida, la decisión de ella de no abandonar la Isla en aquella famosa frase que citando de memoria recuerdo dice que la hija de un general de la Independencia no abandona su país.

La menuda pero altiva hija cultivó el ejemplo del padre a través de las letras, pero también usando ciertas armas, una de ellas el silencio, tan importante, tan consciente como parte de su papel como escritora dentro del caos que trajo al país la revolución del 59. Así, en algún punto dijo, con la lucidez y el tono directo que le asistían, que su Premio Cervantes en 1992, "se adjudicó a la grandeza del silencio".

Encontramos luego un artículo ya más centrado en la escritura misma de la autora de Jardín. Este momento del libro gira en torno a la amistad que la unió con Gabriela Mistral y habla sobre el concepto de la palabra pintura, inspirado en una observación hecha por la chilena sobre la cubana, celebrando el poder gráfico de sus imágenes.

García de la Torre hace bien en rescatar esa sensación que tuvo Mistral al leer a Loynaz, y elaborar las suyas propias sobre el concepto de esa palabra, pintura. Quien esto escribe está de acuerdo en que ciertas palabras, tanto en la poesía como la prosa de Dulce María (y me pregunto si valdrá la pena separarlas), funcionan como los signos del lenguaje japonés, rodeándose de misterio y poder. "Es la muchacha de papel y fuga; es la leve, la ingrávida muchacha de papel iluminado, la de colores de agua… La que nadie se atrevería a besar por el miedo de borrarla…", reza uno de los poemas con que ilustra García su propuesta sobre el lenguaje loynaziano.

Un artículo indispensable es el dedicado al hermano Carlos Manuel, considerado "el más brillante". Con Flor, unidos ambos a la amistad que tuvieron con Federico García Lorca y a la supuesta desaparición del manuscrito del drama lorquiano El público, Carlos Manuel da vida a la leyenda sobre los Loynaz. Dedica García reflexiones sobre su escritura y sobre todo es de agradecer que recoja en su libro varios de los textos de Carlos Manuel, dando al lector la oportunidad de reconocer que detrás de la leyenda había un interesante escritor modernista.

Doy crédito de ellos con unas citas del poema donde el color azul, de linaje modernista, domina con sugestivas y originales imágenes: "Azul todo, todo en la tarde cálida. Azules los cielos y azul en las casas. Azul de la piedra azul, torres chatas. Azules los puentes, y azul la montaña. Azul, horizontes, azul, tierras bajas. Azul, cielo en fuegos, azul, agua mansa. Azul que se aviva y azul que se opaca. Azul todo, todo en la tarde cálida. Azul todo y todo… y azul nada, nada; ¡azul que penetras, azul, toda el alma!" (1922). Tiene 16 años cuando lo escribe.

No por ser este hermano tan atractivo, olvida García de la Torre al otro, Enrique Loynaz Muñoz, al que califica de escritor de estilo intimista que se mueve entre la realidad y el sueño, como diría su famosa hermana, Dulce María. Por último, pasa a Flor Loynaz, y este fue para mí el más revelador de los ensayos, puesto que yo no conocía más que lo contado de boca en boca entre escritores cubanos.

García de la Torre, como siempre ejerciendo una mirada erudita y sensible de crítica literaria, evalúa la obra, cita poemas y de ellos me fascinó leer el que Flor dedica a su coche —"A la bobina. Mi Fiat de 1930"—, donde uno puede ver su excentricismo o puede evaluar su modernidad, o ambas cosas a la vez, en metáforas vanguardistas como aquella en la que habla "del corazón de acero de la máquina".

¿Acaso no era Flor Loynaz parte de esa naciente vanguardia latinoamericana que no renegaba de la espiritualidad, mientras tejía asombrosos juegos de palabras a la manera de un Huidobro? ¿Incluso el estricto vegetarianismo de Flor no era también una performance, como muchos otros que las mujeres intelectuales latinoamericanas ejercieron para lograr visibilidad social? Su respeto al mundo animal era riguroso, y una anécdota que me comunica González Acosta da fe de ella; la transcribo para estas páginas por su valor testimonial:

Cuando murió Flor, Dulce me encargó que yo fuera a darle vueltas a la casa, Santa Bárbara, en La Coronela, donde hoy está la Fundación del Nuevo Cine Latinoamericano. Con mucho misterio me pidió que recuperara los poemas que Flor escribía, a falta de papel, con lápiz en las paredes. Eran poemas bonitos y juguetones: "Al comején", "A los ratoncitos", "A las cucarachas"... En fin, imagínate. Flor era vegetariana desde siempre y además no mataba ningún insecto, aunque le estuvieran desbaratando la casa, como en efecto así era.

Con una navajita y mucho cuidado, fui desprendiendo los trozos de pintura de las paredes, que como estaba tan seca, se desprendieron bastante bien y los fui colocando entre hojas de papel de estraza, y así se los llevé a Dulce, que los transcribió de su mano y sacó dos juegos: uno para ella, que luego creo que publicó y otro para mí, que conservo manuscrito.

Dejemos entonces al lector, espero que suficientemente motivado, para que se adentre como en jardín por estas páginas escritas por un cubano en la distancia, leídas por otra cubana, en extranjero suelo, y dedicadas a recordar y honrar a los Loynaz, una familia cubana y universal, una historia de talento, orgullo y sensibilidad, de lo criollo blanco, no el único símbolo de la cubanía, pero uno que no podemos relegar al olvido.


Luis García de la Torrre, La familia Loynaz y Cuba (Betania, Madrid, 2017).

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