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Crítica

La vida de las palabras

¿Qué tienen en común un retrato de familia, una breve historia de la tipografía, el inventario de objetos en desuso, el naufragio en la locura o el hierbazal de una esquina de barrio?

Madrid

Un libro, aun fragmentario, tiene un centro que lo atrae, decía Maurice Blanchot, y aqueel que lo escribe lo hace por deseo o por ignorancia de ese centro. ¿Qué tienen en común un retrato de familia, una breve historia de la tipografía, el inventario de objetos en desuso, el naufragio en la locura o el hierbazal de una esquina de barrio? Es la búsqueda del imán que polarice esos fragmentos lo que determina la escritura de Mario Ortiz.

Mario Ortiz (Bahía Blanca, Argentina, 1965) viene publicando desde comienzos de siglo una serie de escritos titulados Cuadernos de Lengua y Literatura. El año pasado la editorial Eterna Cadencia reunió los últimos (V, VI, VII) en un solo tomo, componiendo un libro reacio a todo encasillamiento.

¿Qué son estos cuadernos? Si el título general de la obra "suena deliberadamente a manual de escuela secundaria", la denominación de los distintos volúmenes (Al pie de la letra, Crítica de la imaginación pura, Tratado de fitolingüística), guiños a Julien Gracq, Kant y De Saussure, deja en entredicho el empeño didáctico. Juego de ambigüedades que marcará la pauta. Cada cuaderno se inicia, en efecto, con una anécdota (el encuentro del narrador con su maestra de primaria, la obsesión por objetos averiados, el enloquecimiento de un amigo de infancia) que va dando pie a ramificaciones de orden lingüístico, histórico, entrelazadas por recuerdos de familia, escenas de la vida cotidiana o alusiones a la política argentina. De ahí que en la escritura se despliegue una transfiguración continua: tratado de lingüística, monografía, retrato de familia, manual de instrucciones, libro de memorias, poemario.

La indistinción del género literario, tema bastante trillado, no es lo que nos interesa aquí, sino el provecho que saca Ortiz de los diversos registros a los que acude, armando página a página, como quien avanza tanteando, un texto complejo y sutil. En Al pie de la letra, por ejemplo, la rememoración del embelesamiento, cuando niño, con las infinitas formas de escribir una letra, el placer al deslizar el dedo por las curvas de una vocal, de una frase, el juego de evocaciones suscitado por un fonema, desemboca en un bosquejo histórico de la tipografía. Recorrido que usa como hilo conductor la biografía de algunas de las principales figuras del oficio. Y en esta serie de semblanzas se nos asoma no solo a los puntos de inflexión de dicho arte, sino también a su relación más que tensa con la política. Toda una historia de conflictos y compromisos, de censuras y ejecuciones —Augereau, el maestro tipógrafo de Garamond, acabará en la hoguera, rodeado de sus propios libros; y el holandés Hendrik Werkman, ejecutado por la Gestapo. "Lo que se le hace a las letras más tarde se le hará a los hombres." La letra, como bien sospecha el poder, ni siquiera reducida a una pura forma, aislada, puede ser neutra. No en balde "las ideas nuevas exigen tipografía nueva".

La crítica de la imaginación pura parte de unos principios tautológicos ("1. Existen las cosas. 2. Existen las palabras. 3. Las palabras son cosas. 4. Las cosas son cosas.") o bien histriónicos ("5. Existen las flores que abren sus pétalos a la noche. Están cerca del gallinero.") destinados a poner a prueba en el campo de la poesía el concepto de función según el lingüista Hjelmslev ("entiendo por funtivo un objeto que tiene función con otros objetos"). La experiencia se hará mediante la observación de unos cuantos trastos abandonados en la casa de campo del suegro: una cafetera, un motor, una radio, una lata.

La disección de cada objeto, el recuento de vidas y usos posibles a partir de las rastros del deterioro, lo que su existencia señala de la realidad del país ("Trigo por manufacturas inglesas. Leo sobre la superficie de estas cosas la sintaxis de un discurso mil veces repetido y denunciado."), todo ello resultará en la conjunción de un objeto y un discurso (a cada cosa su palabra) que el autor cataloga a su antojo como función poética: "Piensen lo que ocurrió en estas páginas: objetos en desuso, condenados a la lenta destrucción en la intemperie, han encontrado una posibilidad imaginaria de sobrevida".

Esta conclusión (arbitraria, atrevida) se desprende de ese coqueteo con la lógica que se infiltra en las descripciones, en los desarrollos teóricos, lo cual crea la impresión que a cada momento el razonamiento puede precipitarse en lo absurdo. Y es que hay una tensión constitutiva de los procedimientos de Ortiz. Por una parte, la fe en la capacidad del lenguaje de atrapar el núcleo de lo real y, por otra, la sospecha de que el lenguaje no sea sino una cortina de humo, que nos veda el acceso a lo real cuando no crea su propia realidad.

Esta tensión se vuelve patente en el deslizamiento que se opera entre el quinto y el séptimo de los cuadernos. En Al pie de la letra el narrador convierte a Cratilo en su alter ego. Este es uno de los personajes del dialogo epónimo de Platón centrado en saber si toda palabra corresponde obligatoriamente a una respectiva realidad. Cratilo defiende el origen "natural" de las palabras y su adecuación a la realidad designada —a lo cual Sócrates se opone en cierta medida. Uno de sus descendientes emblemáticos sería Rousseau, quien consideraba las palabras poseedoras de una verdad inherente que expresaba la naturaleza de las cosas. Sin embargo, en el Estudio 11 (Crítica de la imaginación pura) el principio 36 advierte: "Existe un motor que se alimenta con gotas de rocío y lluvia. Acerquen el oído al texto: ¿escuchan cómo funciona?". Un motor que no se atiene a ningún principio de realidad, a no ser la existencia que le otorga el hecho de ser nombrado. El lenguaje cobra aquí autonomía respecto a la designación extrínseca. Un uso que es abuso, pero ¿no es lo propio de la poesía?

En las últimas páginas del Tratado de fitolingüística, cuaderno VII, la desazón amenaza poner fin al intento de plasmar la realidad a través de la escritura: "A veces me pregunto si todo esto tiene algún sentido y entonces por un momento estoy a punto de abandonar todo. El fantasma de la locura comienza a dar vueltas por mi cabeza". Fantasma de las palabras que al reiterarse, como una fractal, parecen despojarse de su origen. No obstante es a la vez la imposibilidad de reconocer las palabras, de usarlas, lo que sumió al amigo de infancia en la locura. Si bien con las palabras no hay garantía de realidad, lo cierto es que sin ellas no hay sentido.

A contrapie de Wittgenstein, Ortiz reza una y otra vez: "De lo que no se puede hablar es mejor hablar". Y en ese desafío está el centro que vertebra los fragmentos de su escritura.

 


Mario Ortiz, Cuadernos de lengua y literatura, volúmenes V, VI, VII (Eterna Cadencia, Buenos Aires, 2013).

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