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Narrativa

El día que cayó el tirano

'Esa fue nuestra última conversación. Eduardo se alzó, y no tuve más noticias de él. Una noche soñé que subía a visitarlo al sanatorio para tuberculosos de Tope de Collantes, nuestro Davos en el Escambray.'

Madrid
La Habana, enero de 1959.
La Habana, enero de 1959. DIALOGARDIALOGAR.WORDPRESS

 

Yo no creía en salvaciones colectivas de signo violento, aunque tampoco en la gratuita mejilla alterna suplantando al equitativo ojo por ojo. Necesitaba una nueva clave para entender el mundo, y suscribía lo dicho por un escritor contemporáneo: "la batalla y la gloria son facilidades, más ardua que la empresa de Napoleón fue la de Raskólnikov". Creencia que no compartía con nadie, impacientes como estaban todos por solucionar el inminente problema político.

Siempre soñé que saldríamos de nuestro desconcierto por un ingente esfuerzo ensimismador, y veía con desaprobación cómo se recrudecía el enfrentamiento a la dictadura. Discutía todos los días con mis compañeros de la Universidad, que participaban en frustrantes manifestaciones callejeras dispersadas a tiros y gomazos por la policía. Pero los rebeldes ya estaban alzados en la Sierra y habían cautivado la imaginación del país. Con mi primo Eduardo expresaba mis reservas sobre la eficacia de la lucha clandestina, y solo él compartía, en parte, mis preocupaciones. Por eso fue grande mi sorpresa cuando me anunció que se alzaba en el Escambray; él creía que el Directorio Revolucionario podía servir de contrapeso al 26 de julio, y al peligro ulterior de un nuevo despotismo. Aducía los consabidos argumentos:

—En la lucha y el sacrificio un pueblo se regenera.

—¿Y si lo que viene después es peor?

—Entonces lucharemos contra lo que venga después.

 

No sabía si su empecinamiento era peor que el mío. Yo creía que con mi dedicación a la literatura cumplía una vocación cívica mucho más auténtica que su pasión política. Pensaba que para exorcizar nuestros demonios se necesita un gran conjuro verbal. Para exorcizar los demonios hay que reconocerlos y nombrarlos primero, y Batista no era más que un íncubo, un mero síntoma de la descomposición general. Ese conjuro no se había dado entre nosotros desde Martí, y acaso solo parcialmente: habría que renovarlo. Volvíamos al círculo vicioso del ciclo anterior, cuando la oposición visceral a la breve dictadura de Machado desembocó, tras un breve período democrático, en la actual dictadura de Batista.

—Pero ¿tú crees que la caída de Machado fue sólo un cambio de dictadores? Fue una toma de conciencia nacional— me respondió Eduardo.

—Sí, pero es un error querer resolverlo todo por medio de la violencia. Martí proponía un remedio homeopático para la epidemia de los caudillos locales: sudar la enfermedad. La política sola no cambia la vida; la literatura proporciona el conocimiento imaginativo necesario para un cambio fundamental. Es la quintaesencia de la experiencia humana, en ella esta concentrada lo mejor de los que fueron los mejores.

—¿Quién dice que los mejores hacen literatura? Los mejores actúan. Se aprende de la vida, no de los libros. Nadie escarmienta en cabeza ajena. En situaciones extremas no hay lecturas que valgan. Es estúpida esa pregunta sobre qué libro me llevaría a una isla desierta: ninguno.

—¿Ninguno? No te creo.

—En todo caso un manual para sobrevivir en islas desiertas.

—Pues eso es Robinson Crusoe. Y permíteme recordarte que para Robinson su actividad más importante en la isla era la lectura diaria de la Biblia.

No sabía si le llevaba la contraria a Eduardo por convicción o por frustración. En el fondo lo envidiaba, pero también intuía que yo llevaba parte de razón.

—¿Pero tú crees que se puede construir un país a base de literatura?

—¿Y tú crees que se puede construir a base de política? Yo entiendo la realidad a través de la literatura, y créeme, con los héroes de la Sierra no se puede hacer literatura a la altura de los tiempos. Los tiempos de la épica ya pasaron. Mis modelos son los héroes o antihéroes que protagonizan las grandes novelas...

—La novela es un género decadente —ripostó Eduardo—. Los mundos interiores, las novelas psicológicas: escapismos. Ya está bien de angustias existenciales y soledades atormentadas, estamos necesitados de un arte comunitario, en el que participen todos.

—Es cierto, pero nuestra época es decadente, y cada época tiene el género que se merece. La novela muestra el fracaso del individuo en sociedades decadentes. A mí no me interesa que todos seamos iguales, sino que cada cual sea único. La sociedad ideal es la república platónica a la inversa, donde solo entran los poetas.

—Platón, otro decadente —refunfuñó Eduardo—. Tú vives en el pasado, y la decadencia de que hablas es europea. Nosotros estamos creando un mundo nuevo.

—Esa noción de América como un mundo nuevo también es europea. Nietzsche, que entendía de decadencia, dijo que Platón había creado el prototipo de la novela, y la definió como una fábula esópica ampliada. Toda la historia de la novela moderna se reduce a una carrera entre la liebre y la tortuga. Es el drama del fracaso de la libertad; el famoso debate de La Montaña Mágica entre el liberal Settembrini y el jesuita Naptha, defensor de la Inquisición, o sea, entre la conciencia libre y la tortura.

—Estás completamente loco.

Esa fue nuestra última conversación. Eduardo se alzó, y no tuve más noticias de él. Una noche soñé que subía a visitarlo al sanatorio para tuberculosos de Tope de Collantes, nuestro Davos en el Escambray, y que allí nos retenían a los dos, enfermos incurables.

 

Mis padres eran apolíticos. Cuando descubrieron que yo escondía en la casa a compañeros perseguidos por la policía batistiana me prohibieron tan humanitaria pero comprometedora actividad. No discutí con ellos, no hubiera servido de nada, ya la incomunicación entre nosotros era casi total. Lo único que les dije es que no volvería a hablarles mientras Batista estuviera en el poder.

No di más explicaciones sobre mi conducta, simplemente me fui instalando dentro de ella. No me hubieran entendido de todos modos, y al principio pasó desapercibida. Pero al cabo de unos días cayeron en la cuenta de que mi decisión era real y definitiva. El primero en reaccionar fue mi padre. "¿Hasta cuando vamos a aguantar a este zombi?", le decía a mi madre, y se enfrascaron en una discusión donde ella llevó la mejor parte, argumentando que mi majadería era preferible a que siguiera el ejemplo de Eduardo. Pero mi madre ni remotamente comprendía mis móviles y en el fondo suponía que eran puramente personales, llegó a pensar que todo se debía a un desengaño amoroso. Es verdad que yo había estado enamorado de una vecina mía, pero no estaba de ánimo para remover antiguas frustraciones amorosas. Mi madre, sin embargo, empezó a dudar que Lourdes fuera la causa de mi extraña conducta al comprobar que, si bien yo había perdido el habla, no había perdido el apetito.

 

Por lo demás, mis hábitos siguieron siendo casi iguales. Desde que cerraron la Universidad —al grito estudiantil de "Uníos, no tenéis que perder más que vuestra plaza Cadenas"— apenas salía a la calle; deambulaba nerviosamente por la casa o leía vorazmente en mi cuarto. Mi maniática afición a la lectura siempre había preocupado a mis padres, pues consideraban que me alejaba de la realidad. No sospechaban siquiera que no era un simplemente alejamiento, sino que amenazaba en convertirse en una verdadera suplantación.

No comprendían que yo me debía a algo grande, heroico, comparable a la hazaña de Eduardo en el Escambray. Sentían, sin embargo, un vago sentimiento de culpa, e insistían en que al menos me comunicara con ellos por escrito. Pero yo no podía, de momento, articular mis agitados pensamientos. Hubiera querido ser como Gandhi, aunque para eso había que ser indio, y tener vocación política. Pensaba, además, que él no había llevado el pacifismo a sus últimas consecuencias. Porque Gandhi fue en definitiva un seguidor de Tólstoi, y el ruso no llegó a interiorizar suficientemente su doctrina social. Su desconcierto ante la política fue idéntico al de su alter ego Pierre Bezújov en Guerra y Paz ante la inminente entrada de las tropas napoleónicas en Moscú. En esos momentos sólo cabía esperar un milagro; al Conde Bezújov le fue revelada la profecía relativa a Napoleón, sacada del Apocalipsis de San Juan, según la cual, si se expresan las letras del alfabeto por medio de un guarismo, atribuyendo a las diez primeras letras el valor de las unidades y el de las decenas a las demás, la palabra L´empereur Napoleon correspondían por sus letras a unos números que sumados daban 666, el número de La Bestia. Esa predicción le impresionó, y se preguntaba cómo acabar con el poder de La Bestia —es decir, de Napoleón— usando el mismo método de representar palabras por cifras y sumas. Tras numerosos cálculos fracasados con distintas personalidades rusas, Pierre Bezújov pensó que la respuesta podría ser él mismo, y efectivamente así fue. Forzando un poco la ortografía, encontró que su propio nombre obtenía también el resultado 666. Ese descubrimiento le emocionó.

Su amor por Natasha Rostova, el Anticristo, la invasión de Bonaparte, el cometa, el número 666, l'empereur Napoleón y le russe Bezújov, todo aquel conjunto debía madurar, estallar y sacarlo de aquel mundo encantado, aquel mundo insignificante de costumbres moscovitas en el que se sentía prisionero, para que realizara una gran hazaña y para proporcionarle una inmensa felicidad.

Y aunque yo no me había cruzado con ningún cometa, ni con ninguna Natasha Rostova, ni cometería el absurdo de planear un atentado, se me ocurrió que yo también podría encontrarle sentido a mi vida con el mismo método profético empleado por Pierre Bezújov, y el mismo alfabeto —con la ausencia de la j, que no figura en el alfabeto cirílico—, cuyo valor es el siguiente:

a    b   c    d    e     f    g    h     i    k     l     m    n     o    p     q      r      s       t       u      v       w       x       y      z

1   2    3    4    5    6    7    8    9  10   20  30   40  50  60   70   80   90  100  110  120  130   140  150  160

Empecé aplicándolo a mi nombre, como un simple juego, y me dio la suma de 665. Esto, aunque no era exacto, me animó (más tramposo fue Bezújov), y ensayé lo mismo con las distintas posibilidades que me ofrecía el nombre del general Batista, pero a cada intento fracasé, las cifras no se aproximaban ni remotamente a la de La Bestia. Probé obsesivamente con otros personajes, y al cabo de muchos intentos, para mi sorpresa, salió con el número 667 el comandante Fidel Castro. Apropiándome la unidad que le sobraba a él, completaba una nueva predicción que enlazaba mi destino con el del héroe de la Sierra Maestra. A partir de ese día mi vida cambió.

 

También había cambiado la de mis padres. Una atmósfera plúmbea invadía la casa; un ominoso, contagioso silencio. Callaban en mi presencia, o apenas susurraban entre sí, y no podía durar mucho una situación que para ellos ya no era una crisis sentimental o una huelga de silencio, sino el preámbulo de la locura. Mi padre un día me dijo: "Si tú a mí no me quieres hablar, yo a ti no te quiero ver".

Creí que me echaba de la casa, pero mi madre me pastoreó a mi cuarto y comprendí que se trataba de un arresto domiciliario dentro de mi propia habitación, de la cual no saldría mientras persistiera en mi obstinación. Desde el momento en que entré en ella miré por la ventana a la casa de al lado y conecté con vívidos recuerdos de aquella adolescente que me miraba con curiosidad detrás de la verja de su jardín cuando yo volvía del colegio, de los saludos y palabras entrecortadas que nos cruzábamos, del beso que un día le robé y por lo cual no me atreví a saludarla durante semanas.

Después de un largo rato, excitado con la perspectiva de verla, me sobrevino mi fervorosa lectura de La Cartuja de Parma; me mimeticé en Fabricio del Dongo cuando entró en la prisión, cuya única ventana daba al palacio donde vivía Clélia Conti, de quien estaba enamorado. Entonces exclamé: ¿es posible que esto sea una prisión? Esa noche concilié el sueño entre gratos pensamientos... ¿se sonrojará al verme?... fue lo último que pensé.

A la mañana siguiente desperté pensando ...con tal que de que consiga verla soy feliz (…) pero no, era preciso además que ella viera que yo la veía... En esos pensamientos pasé mi primera mañana de cautiverio, hasta que ...después de una larga espera y de incesante mirar... a eso del mediodía ella salió al jardín ...no alzaba los ojos hacia él; pero sus movimientos tenían un aire inquieto, como de alguien que siente que le miran (…) Seguramente —me decía— se alejará sin dignarse a echar una mirada a esta pobre ventana...

La escena se iba desarrollando con asombrosa fidelidad a ese texto que me conocía de memoria. En un momento determinado alzó los ojos y me creí ...autorizado a saludarla... Ella me devolvió el saludo ...con un gesto muy grave (…), por fin salió, permanecí inmóvil mirando a la puerta por la cual acababa de desaparecer (…) era otro hombre.

A la mañana siguiente reapareció, pero al verme ...prendido a mi ventana esbozó apenas un saludo y se retiró... Entonces me entraron dudas, una intolerable posibilidad dio vueltas en mi cabeza: ella probablemente se habría enterado de mi situación, y pensaría que este pobre infeliz ...Encerrado en una prisión severa se ha puesto a hacer la corte a la única mujer que tenía a su alcance... Bien poco podía sospechar ella que lo que tenía a mi alcance era la asombrosa coincidencia entre esta situación y un texto venerable. Pero, ¿era acaso una simple coincidencia?

Pasaban los días, y Stendhal me daba la razón… Clélia se asomaba dos o tres veces al día… a la terraza, y yo… tenía una vida muy ocupada: la dedicaba por entero a buscar la solución a este problema tan importante: ¿me ama?... Presentía que mi antiguo enamoramiento adolescente culminaba en esta coincidencia, y le daba sentido y coherencia a mi vida. Fiel al texto, encontré la manera de comunicarme con ella por medio de unos cartones en cada uno de los cuales dibujé una letra del alfabeto. Poco podía comunicarle con tan lento sistema de señales, y me limitaba a deletrearle que no quería salir de allí, que me... negaba a recobrar la libertad... ¿Cómo explicarle que este encierro era en realidad una liberación?

 

Pero el idilio tuvo un fin abrupto. Una mañana desperté con ruidos de bocinas y disparos; algo importante estaba sucediendo. Mi madre entró alborozada en la habitación para anunciarme que Batista había huido; suponía locuazmente que, dado el vuelco de los acontecimientos, renunciaría al encierro y al silencio. La miré con tan fija determinación que salió del cuarto horrorizada. A ella ahora le convenía creer que mi actitud se había debido a una crisis política que tocaba a su fin, cuando justamente comenzaba un affaire sentimental de incalculables proporciones. Tendría que aceptar que yo no era el mismo que había entrado diez días antes en mi habitación, y que no volvería a serlo cuando saliera, si es que salía alguna vez. Había alcanzado un estado de felicidad en el cual yo no tomaba decisiones, sino que me dejaba guiar por un envidiable destino literario.

Oía tiros en la calle —estarían celebrando la huida del dictador, o persiguiendo a sus esbirros—, y en modo alguno me parecían reales. Oí de nuevo los pasos de mi madre acercándose tímidamente a la puerta. Tendría que tomar una decisión, ¿tal vez la de Gregorio Samsa, convirtiéndome en cucaracha? No sabía qué hacer. ¿Salir a la calle, a la "realidad"? ¿Acaso era menos real ese enamoramiento a distancia? Abrí La Cartuja en la primera página, empecé a leer: El 15 de mayo de 1796 entró en Milán el general Bonaparte al frente de aquel ejército joven que acababa de pasar el puente de Lodi y de enterar al mundo de que, al cabo de tantos siglos, César y Alejandro tenían un sucesor (…)

 

Fidel Castro declaró, con motivo del juicio por el atentado al cuartel Moncada: "La Historia me absolverá". Pero, ¿quién absuelve a la Historia, esa caprichosa realidad? Entonces abrí Guerra y Pazal azar:…los hombres que cometen esos crímenes y, sobre todo, su jefe, están persuadidos de que son unos actos hermosos y parecidos a los de César y a los de Alejandro (…) El ideal de la "gloria y de la grandeza" (…) los gobernantes destronados del mundo no pueden oponer ningún ideal razonable al ideal insensato de "gloria y de grandeza" de Napoleón….

 


Víctor Batista nació en La Habana en 1933. Su patrocinio y su trabajo en ellas, hicieron posibles las revistas Exilio (Nueva York, 1965-1973), que dirigió, y escandalar (1978-1984). En Madrid dirigió la editorial Colibrí (1998-2013), centrada en publicar la mejor ensayística de autores y asuntos cubanos.

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