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Crítica

El discreto encanto de un libro sencillo como el devenir

Los poemas de 'El discreto encanto de los oficios', el libro más reciente de Arístides Vega Chapú van en busca de una sencillez especial.

Santa Cruz de Tenerife

Este libro, esta historia, comienza cuando alguien abre una puerta, recién colocada en su sitio, en medio del polvo y los escombros, pero sobre todo, en medio de sí mismo.

El que ha colocado la puerta es un constructor ejerciendo su oficio, y no es raro que el libro comience con una puerta que se abre en otro hombre; que también está ejerciendo su oficio: escribe poemas, es un poeta.

 

Abro la puerta, la puerta recién colocada

en medio del polvo, en medio de mí

 

Esta puerta sola, que se abre en una casa que todavía está a medias, en un mundo que más que levantarse parece que se hundirá, más que construirse parece que quedará cercado por ruinas, es el pasillo de entrada de El discreto encanto de los oficios, libro de poemas de Arístides Vega Chapú.

Una larga galería de oficios discurre en versos por las páginas de este libro, en la mayor parte de los casos transitan esa puerta esencial, abierta casi de modo imperceptible en el hombre que es el poeta, al inicio del libro. Tímidamente entro con él, y veo con sus ojos, como si los míos ya no me sirvieran en este punto, veo no solo como los hombres transgreden la monotonía y la inercia de sus oficios, sino como los levanta y los deja caer sobre la blanca textura del papel, los convierte en otra cosa:

 

Quizás él nunca lo sepa

pero disfruto verlo bajo la sombra dorada,

como si fuese el árbol.

 

Da carácter de oficio a lo cotidiano, a las responsabilidades primigenias del hombre, en poemas como "Cabeza de familia" y "El esposo", nos hace creer que se cumple en ellos como en una especie de compromiso tácito, con unas reglas básicas en las que se exige un nivel de maestría, una entrega, una vocación que sirve para salvar y salvarse, no solo del fracaso, sino del olvido cansino de ejercer un día tras otro de alguien, y no de algo.

Los no oficios, se convierten al credo del poeta: "El pagano" y "El testigo" se entregan con saña a la burla de lo que son, al cuestionamiento mordaz de su existencia:

 

y la sal, al centro de la mesa,

traza un círculo ilusorio, como todo límite,

pero suficiente para que deposite la cabeza. ("El pagano")

 

Mi cuerpo, que ya inhaló suficiente aire,

puede equilibrar una cabeza ajena. ("El testigo")

 

Galería al fin, tiene ésta sus piezas más refinadas en aquellas que apenas se esbozan, en esos intentos raros de atrapar un instante, o ver desde otro ángulo el cielo común a la sucesión monótona de los días, cuando nos deja ver a "El leñador y su mujer en la despedida". Y yo quiero verles, les veo, pero solo son gestos, luces y sombras, olores, una visión que el lector, también ejerciendo su oficio tendrá que completar.

En algunas partes el sujeto, la voz, se divide, se vuelve muchas cosas a la vez, dilapida, regala y se establece en poemas trampa: "El pescador", es también adivino, padre de una hija que silba canciones, dador de la compasión que el pez demanda, árbitro, desolado prisionero de su aislamiento y también de su esperanza:

 

Límite de toda vida común,

también me he sentido dentro de una botella

y unos ojos fijos sobre mí,

tan lejos de la piedad como el frío

 

Repito: poemas trampa:

 

Llevo una botella con un pez

testigo de que he buscado sobre la definida línea,

trazada con exactitud por el horizonte,

la certeza de poder regresar.

 

Hay un oficio para el que la puerta por donde entramos al principio no ha sido suficiente; la locura, tanto que se pierde la demarcación del espacio, y se habla con los que están del otro lado de la pared, se les intenta escuchar, o se les increpa sobre el error que nadie habrá de reconocer, porque las diferencias se quedan para ellas cualquier acercamiento, se lo beben como locas, y se ríen de la ingenuidad de los que esperan vencer al lado equivocado, convertirlo en un accidente, en una anécdota que podamos contar cuando llegue la vejez.

 

Alguno de los dos está en lado equivocado,

escribes en una carta que a ratos leo.

Aún no la he podido responder,

aún no sé cuál de los dos conserva la cabeza.

 

Y si bien la locura nos hace creer que podemos sobrevolar un libro como este, luego la realidad que la circunda y la sostiene nos obliga a ver que no hay más diferencia que la que nos imponen los que nunca han estado en Baracoa, aunque nacieran allí, bajo su cielo imposible, que da pavor, o en los alrededores hacia el norte o hacia el sur que nuestro poeta guía admite no conocer y se reafirma en ello.

 

Una vez estuve en Baracoa

y vi las estrellas varadas en un cielo

profundo e infinito: sentí pavor.

 

He estado en Baracoa, lo recuerdo vagamente, pero a partir de estos versos volveré a Baracoa una y otra vez a ver las estrellas, siempre que vuelva a ver estrellas recordaré esas que nunca vi en Baracoa, y este es el verdadero oficio del poeta, ver por los demás lo que nunca han visto, o han visto y olvidado.

Este es un libro para leer despacio. No puedo y no voy a desentrañar sus entresijos lingüísticos y sus valores metafóricos añadidos, poemas como "El balsero" o "Los emigrantes", no necesitan de parrafadas explicatorias, o arengas tibias, no necesitan que pongamos nada sobre ellos, porque por antonomasia ya son más que suficientemente claros y emotivos, cosas que muy rara vez suelo encontrar juntas en la mayor parte de la poesía.

 

He consumido todos los fuegos

que transparentaron los fragmentos de la casa

como antigua e incomprensible ceremonia. ("Los emigrantes")

 

Camino por la vacía carretera

sin mirar hacia los pastos, escondite de animales

que rugen como única señal de vida.

Camino con el temor de nunca poder traspasar

de una oscuridad a otra… ("El caminante en su noche")

 

Si hay una angustia bien descrita, escrita, es esta de la que el poeta dice que fue cierta hasta llegar a sentir el silencio de su corazón. Y termina confesando el miedo de haber ejercido por mucho tiempo un oficio peligroso, por magnánimo, pero sobre todo por humano:

 

Tengo miedo a reconocer

que he pasado demasiado tiempo

en los límites de aquel sueño. ("El condenado")

 

Existo solo por mi voz

y eso me obliga a no simular. ("Lector de ciego")

 

Personajes que acabamos confundiendo con sus oficios, con sus artilugios de sobrevivir, la galería se cierra con "El fabulador", el que nos ha traído hasta aquí, escribe la palabra muerte sobre la muerte en sí, sobre el vacío que produce deletrearla, porque conviene con el lector que no hay otra forma más conmovedora de referirse a ella que llamándole por su nombre. Este fabulador, esta muerte, nos invitan a volver sobre nuestros pasos, salir y cerrar con recogimiento aquella puerta por la que entramos al principio.

Quizás debería advertir a los lectores de Arístides Vega Chapú sobre un particular de este libro, los poemas que aquí se recogen van en busca de una sencillez especial, en busca del hecho poético más que la imagen poética enrevesada, rebuscada, pensada de forma intelectual, cerebral y conformada para que el poema sea un mapa de palabras. Aquí solo encontraran a un hombre que abre una puerta dentro de sí mismo, y en medio de escombros, consigue mostrarnos el cielo.

 


Este texto es el prólogo de El discreto encanto de los oficios, de Arístides Vega Chapú, recién publicado por la editorial miamense Voces de Hoy.

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