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Artes Plásticas

El último patricio

Yonny Ibáñez Gómez prefirió el anonimato a pactar con los verdugos.

Decorah

Conocí a Yonny Ibáñez Gómez (1933-2010) en 1987, en una de las tantas tertulias que se llevaban a cabo en La Habana por aquellos años. No fue mucho después que me invitó a Villa Manuelita en Arroyo Apolo, al sur de la ciudad y a siete paradas de mi casa en el barrio de La Víbora. Sólo había que llegar a la verja para darse cuenta de que el lugar conservaba propiedades espacio-temporales distintas a las de la ciudad. La primera de ellas, que su morador principal, Yonny, dormía de día y trabajaba y recibía amistades solo de noche, mientras más tarde mejor. Luego supe que se levantaba a las 5 o 6 de la tarde, hacía los mandados y se ponía a trabajar en sus obras de arte, fueran pinturas, esculturas, o literatura.

Yonny trabajaba febrilmente casi todos los días, y cuando no lo hacía se dedicaba a cuidar, junto a su sobrina Papola, el jardín que sus abuelos maternos habían creado en la primera década del siglo XX. Un jardín que, todavía a finales de los años noventa, conservaba plantas ornamentales y árboles frutales transplantados al lugar hacía casi un siglo. Pasar aquella verja entonces era entrar en otra dimensión del país, de su historia y su cultura. El mundo rotaba extrañamente hacía atrás para soltarnos seis o siete horas después en el futuro, un futuro que muchos de los que participamos de él no sabíamos qué era, pero que reconocíamos en la conversación del Yonny. Un futuro de arte, ideas y solidaridad entre amigos y amigas que leían poemas, presentaban sus pinturas o simplemente contaban sus sueños, literales, no metafóricos.

Yonny escuchaba, interrumpía —y cómo interrumpía— para corregir, agregar, recordar, intercalar sus experiencias y retomar nuevamente el hilo de la conversación. Entre una cosa y otra, se iba a la cocina y traía té, pastelitos, limonadas y, sobre todo, frutas: mangos, caimitos, mamoncillos. Todo esto incluso en una época en que La Habana era un desierto en el que ni agua se encontraba. Pero "la casa de Yonny" era otra cosa. Las míticas champolas que tanto gustaban a Virgilio Piñera a principios de los setenta, seguían apareciendo puntualmente en los noventa y, cuando la noche se extendía, Yonny se aparecía con frituras, arroces, frijoles que más de una vez fueron el desayuno de quienes salíamos con las primeros rayos del sol. Yonny nos acompañaba a la verja y nos despedía fresco como una lechuga, recordándonos que teníamos que regresar para concluir las conversaciones pendientes.

Para aquellos que no estábamos con ánimo de participar en la conversación, Yonny siempre tenía un libro o un nuevo catálogo. A veces, el solo sentarse en el jardín bajo el cielo abierto, en medio del frescor de la arboleda, era suficiente para mirar la vida desde otro sitio y pensar en los poderes del pensamiento y las razones para perdurar en un país devastado por el conflicto político. Villa Manuelita, como en los setenta, ofrecía a algunos jóvenes "desorientados" la pausa necesaria para reconstruirnos humanamente, y el ejemplo de que ser era más importante que poder, la persona más que las instituciones y la inteligencia más necesaria que la hipocresía, aunque a corto plazo pareciera lo contrario. Yonny Ibáñez había sido juzgado injustamente en los setenta, durante la represión del llamado quinquenio gris, por varias razones: artista vanguardista, homosexual y desafecto a la revolución. Abandonó la UNEAC porque ésta no lo defendió, prefirió el anonimato a pactar con los verdugos. Nunca se lo perdonaron.

Yonny no podía haber hecho algo diferente, su estirpe no se lo permitía. Su abuelo Juan Gualberto Gómez se opuso a la Enmienda Platt y, una vez, refiriéndose al presidente Alfredo Zayas, a quien había ayudado a ganar las elecciones y quien se corrompió apenas llegó al poder, dijo: "Dios mío, he ayudado a un monstruo". En los años setenta, la madre de Yonni, Juanita Gómez, despidió con las siguientes palabras a un funcionario del ministerio de Cultura que quería que la familia se mudara a otro sitio para usar la casa como museo: "Si quieren que me vaya a un apartamento, háganme espacio para la ceiba". Se refería a la famosa ceiba de Villa Manuelita, sembrada por Juan Gualberto en los años veinte, la misma que muchos en el barrio veneran y a la que, según el mismo Yonny, a veces le dejaban ofrendas en la puerta de la casa.

En uno de los ensayos finales de La expresión americana, José Lezama Lima habla de las "presencias ausentes" en la historia de Cuba y de América. Individuos que "gobiernan" el espacio gnóstico americano sin ser necesariamente luminarias o héroes, individuos cuya vida y personalidad se cuelan en la historia más allá de las predicciones de los políticos y los guardianes del panteón cultural. Creo que Yonny Ibáñez Gómez es uno de esos cubanos raigales, como su entrañable amiga Dulce María Loynaz, que perdura en la mitología de la ciudad y cuya obra no es solo aquella que con más o menos eficacia materializó, sino la que significó con su accionar diario.

En una época en que la heroicidad está definida por la cantidad de horas en la televisión, los premios o el dinero que se gana, el Yonny, como muchos de sus amigos aún lo llaman, puso la identidad personal por encima de cualquier otra consideración; una identidad personal que se abrió a los otros para acogerlos, brindarles abrigo y ayudarlos a cumplir su karma, como también le gustaba decir a Yonny.

Que en paz descanse el amigo y larga vida a su obra.

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