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Centenario de Lezama Lima

Lezama y su 'risa salvaje'

Quiso no solo lo más difícil sino lo imposible. Su obra entera queda como la ruina de una contienda cósmica.

Bariloche

La poesía (la obra toda) de Lezama nos mira desde una incesante interrogación. "Las hogueras de Ítaca, ¡oh pordiosero!", dice un verso de Dador. Versos como este nos sitúan frente a un imaginario de una densidad de significados posibles y una espiral de sugerencias que al final nos quedamos extáticos, como ante la creación de una nueva y desconocida realidad.

La recia materialidad de sus imágenes parece provenir de una percepción que no dejó atrás eso que él mismo nombraba como "la riqueza infantil de creación". Conservó esa insondable extrañeza de la niñez, esa promiscuidad entre este y el otro mundo, entre lo visible y lo invisible. Por eso no nos extraña la anécdota de su hermana Eloísa cuando cuenta que un Lezama adolescente decía de memoria discursos enteros de Martí.

A través del lenguaje se apoderaba de toda la realidad (como José Kozer, ni más ni menos). Sólo Martí podía significar un desafío para Lezama. Por eso consideraba su Diario de campaña como un libro sagrado. Veía allí, además del cumplimiento de un destino solar, un verbo como protoplasmático.

Después de Martí, nadie como Lezama creó un lenguaje poético que encarna él solo una suerte de "era imaginaria". Quería adueñarse de unos "nuevos sentidos" para poder penetrar la realidad con un apetito omnicomprensivo. De ahí su logos spermatikos, su erotismo creador. La capacidad para relacionarlo todo, para poner en un mismo plano jerárquico (y poético) las cosas más aparentemente alejadas entre sí, no tiene parigual en el idioma castellano. En él son equivalentes Infierno y Paraíso.

Lezama no fue un preciosista, un esteticista, como a veces se ha dicho. Sacrificó el poderoso lirismo de su juventud ("la perfección que muere de rodillas"), de sus primeros poemarios, en pos de un conocimiento ya no literario sino cosmovisivo. Por eso en sus libros finales parece librar una batalla casi homérica con unos dioses desconocidos. Quiso no solo lo más difícil sino lo imposible. Su obra entera queda como la ruina de una contienda cósmica. Dador, por ejemplo, tiene que ser leído como una suerte de cosmogonía.

Estaba dotado con una percepción kaleidoscópica: cada imagen, cada palabra, cada materia se adueñaban de múltiples resonancias. Su barroquismo era natural, como que provenía de un erotismo visceral y fatal. No había en él rebuscamiento, sino una salvaje hambre de totalidad. Creó una suerte de misticismo carnal. Sus poemas no pueden ser descifrados (como los de Góngora) porque él no entrega significados sino realidades. Sus imágenes nos miran como un árbol, un animal, una persona inextricables.

Quería lo imposible: la Resurrección. Quiso ser fiel al verbo del Génesis. Creía en un perenne nacimiento. Murió en diciembre, en la víspera de otro nacimiento. Su último poema, El pabellón del vacío, retoma aquella obsesión suya, la Resurrección, como había asediado antes en Muerte de Narciso y en Rapsodia para el mulo, y con su tokonoma nos muestra un punto bisagra, un aleph, mediante el cual comparecen a la vez el todo y la nada, este mundo y el otro mundo, lo visible y lo invisible, lo conocido y lo desconocido, lo rememorado y lo imaginado, un espacio y un tiempo únicos.

Como aquel legendario pintor chino que escapó de la tiranía del emperador a través de un lienzo, Lezama escapa y regresa siempre, como lo recuerda Lorenzo García Vega, como un niño, un monstruo ("los monstruos no mueren", dice el autor de Bomarzo), un loco, con su "risa salvaje".

 

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Jorge Luis Arcos nació en La Habana en 1956. Ha publicado libros y ensayos sobre José Lezama Lima y otros escritores del grupo Orígenes.

Otro ensayo sobre Lezama Lima: Lezama Lima: para una relectura de 'Oppiano Licario'.

 

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