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Espectáculos

¡Llegó el circo!

De los circos ambulantes que recorrían los bateyes al fabuloso Ringling Bros. and Barnum & Bailey: una crónica de la Cuba que desapareció.

La Habana

El circo y "los caballitos" —el parque de diversiones cubano— marcaron la infancia de muchas generaciones. Disfrutados por primera vez en el barrio, por lo regular ocupaban el mismo solar yermo en distintos momentos del año.

El circo aparecía con sus camiones desvencijados, transportando artistas e impedimenta, tirando de remolques, entre los cuales no podía faltar la jaula pintada de múltiples colores con el viejo león desdentado que apenas rugía, más por hambre que por tratar de infundir temor.

El circo se desplegaba rápidamente, por lo general en horas de la mañana, comenzando por el marcaje de la posición de los dos palos mayores de la carpa y de los tres vientos que sostendrían a cada uno. Luego se enterraban las seis estacas mayores que sujetarían los vientos de los dos palos, conjunto que era la base de la seguridad.

Los dos palos, izados por medio de motones, se fijaban con los vientos. Entonces se extendía la carpa —muchas veces remendada a causa de los embates de temporales y huracanes—, que podía estar dividida en cuatro o seis partes diferentes, unidas mediante cadenetas de soga. Seguidamente se marcaban las posiciones de las estacas que, después de presentadas, eran enterradas a golpes de mandarria por los mozos del circo, los denominados "tarugos".

Colocados los cujes metálicos debajo de la carpa, éstos se levantaban y, a continuación, también por medio de motones, se izaba la carpa hasta arriba. Luego, ya estirada perfectamente, se colocaban los redondeles, dejando una parte libre por donde se introducían las sillas, el escenario, las gradas y el material de trabajo, el cual se instalaba dentro del circo.

A veces, ciertos vecinos eran contratados como "tarugos" por unos centavos o por el derecho a asistir gratis a las funciones. Los "tarugos" debían además evitar que los pillos se colaran por debajo de la carpa con la intención de disfrutar del espectáculo sin pagar la entrada. También se ocupaban de las tareas de limpieza de las jaulas de los animales: león, monos, perros, caballos…

Las sillas, denominadas "lunetas", costaban por lo regular veinte centavos por adulto y diez por niño. A veces las damas pagaban solo diez centavos y los niños cinco. Las gradas, por lo regular, costaban diez centavos por adulto y cinco por niños. Los precios variaban según las condiciones del lugar donde se instalaba el circo y el poder adquisitivo de los pobladores.

Afuera, en un área restringida, se ubicaban las jaulas de los animales y los remolques de los artistas o las casetas o tiendas de campaña donde vivirían, si no lo hacían en hospedajes. También, en la boca de la carpa, se situaban la entrada y las taquillas, así como las pancartas de publicidad.

Antes de la primera función era obligatorio realizar el desfile promocional con la participación de todos los artistas, encabezados por los músicos y el maestro de ceremonias. Recorrían el barrio y sus alrededores, con su música y algarabía, captando a los posibles espectadores.

En un buen circo ambulante no podían faltar el maestro de ceremonias —enfundado en un gastado frac con sombrero de copa—, los acróbatas y trapecistas, los pulsadores, el malabarista, el caminante de la cuerda floja, el ilusionista, el payaso, el traga espadas, el traga fuegos, el come vidrios, el domador con su traje de cazador africano y casco de corcho, algún enano y el negrito y la rumbera.

'Cuando vamos al circo no entra el hombre, entra el niño'

Después del circo de barrio venían los grandes circos: el Santos y Artigas, el Razzore y el fabuloso Ringling Bros. and Barnum & Bailey, el llamado "circo americano", que ofrecía sus funciones en el desaparecido Palacio de los Deportes, en Paseo y Malecón, donde hoy se encuentra la solitaria y poco visitada Fuente de la Juventud.

Estos circos traían números espectaculares con artistas de fama internacional. En ellos, el negrito y la rumbera sobraban. Además de contorsionistas, lanzadores de cuchillos, ilusionistas, múltiples acróbatas y trapecistas, domadores de leones y tigres, de elefantes, de perros, de gatos y hasta de monos, los payasos se multiplicaban e interactuaban con el público, principalmente con los niños.

Los circos ambulantes —Santos y Artigas lo fue en sus inicios—, Pubillones, Montalvo, Nelson, La Rosa y otros, se instalaban en los barrios de las ciudades, después de recorrer los bateyes de los centrales azucareros de las provincias de Oriente y Camagüey en tiempo de zafra, y de Las Villas durante la cosecha tabacalera.

Los grandes circos se instalaban principalmente en La Habana entre el 15 de diciembre y el 15 de enero, aprovechando las fechas navideñas. Unos y otros, cada uno a su manera, incentivaban la imaginación infantil, e inducían a repetir sus impresionantes números, con las consabidas consecuencias de cabezas, brazos y piernas lesionados, para preocupación de padres y abuelos.

Es verdad que, tras la magia artística y tecnológica introducida por el Circo del Sol, el circo actual difiere bastante del de antes, pero desgraciadamente el circo hoy, en Cuba, constituye una pieza de museo. A pesar de tener una Escuela de Circo, solo funciona uno, la denominada carpa azul del Circo Trompoloco, que a veces recorre las capitales de provincia.

Al parecer, la escuela prepara artistas principalmente para este único circo, para espectáculos de variedades y para exportar a circos extranjeros. Los circos ambulantes, preciados recuerdos de la infancia de generaciones, han desaparecido de bateyes, poblados y barrios, y los grandes circos brillan por su ausencia.

Emilio Razzore —dueño del mítico y de trágico destino circo de igual nombre—, señaló una vez: "el circo queda en el pensamiento de cuando se es pequeño […], y cuando somos grandes y vamos al circo, no entra el hombre, entra el niño".

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