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Raros de Agosto

La rareza poscomunista de Mijaíl Kuráyev

La literatura rusa es una literatura de raros por antonomasia. Ahora, el poscomunismo ha obrado la paradoja de convertir en raro a quien arrastra consigo todo el peso de una tradición. Otro raro: Howard Phillips Lovecraft.

Barcelona

Hay, claro, un problema de concepto. Un escollo que uno tendría que salvar, con lo difícil que es salvarse en agosto, para vindicar a Mijaíl Kuráyev como un "raro". No se trata, no, de un desconocido ni de un "raro" en el sentido en que lo son, qué se yo, un Felisberto Hernández o un Bruno Schultz, o, entre nosotros, en la tradición literaria cubana, un Tristán de Jesús Medina o un Lorenzo García Vega, por ejemplo. Escritores al margen de cánones nacionales y estéticas al uso; parias y pioneros, autores condenados a un olvido que muchas veces ellos mismos cincelaron con mimo. ¿Dónde levantamos el muro que separa al raro de quien es mainstream?

Mijaíl Kuráyev está en otro lugar y otra es su singularidad en los márgenes, porque el poscomunismo produce sus propios raros, como lo hacían el estalinismo o el socialismo postestalinista arrinconando a los escritores en las cocinas de Moscú, Leningrado o la miríada de ciudades de provincias que hicieron las delicias, mucho antes, de los clásicos de la literatura rusa —Chéjov y Leskov, Saltykov-Schedrin y Tolstoi. Bajo Stalin, la cocina era cordial espacio de reunión y secreteo que podía ser también la antesala de la Lubyanka y sus dos salidas: GULAG o paredón. En el postestalinismo, se lo espetó Vasili Grossman a Jruschov, no encarcelaban escritores: secuestraban libros. La literatura rusa es una literatura de raros por antonomasia. Ahora, el poscomunismo ha obrado la paradoja de convertir en raro a quien arrastra consigo todo el peso de una tradición.

Y apareció Kuráyev

Moscú. Corría la segunda mitad de la década de los ochenta del siglo que se nos acabó hace otra década larga. La voz "glasnost", transparencia, se acababa de hacer un hueco en la cuadriculada jerga política soviética. Las revistas literarias, antes que las editoriales remolonas, buscaban manuscritos que desempolvar; letras que denunciaran el pasado y permitieran creer que la mutación era irreversible. Los lectores de un país que pronto ya no existiría pedían a gritos las voces silenciadas por el mucho miedo y la peor censura. Cientos de originales que habían permanecido inéditos, salvo en las prensas del samizdat o en las editoriales del exilio ruso en Berlín, Ginebra, París y Nueva York, saciaban a duras penas la sed que trajo la libertad recobrada. Sin embargo, eran escasos los nombres verdaderamente nuevos que sumar al catálogo de la literatura rusa.

Ese fue el paisaje en el que irrumpió Mijaíl Kuráyev (Leningrado, 1939). Un paisaje después de una batalla, pero sobre todo el que precedía a otra menos cruenta pero no menos intensa por venir: la que han librado los escritores rusos a lo largo de las dos últimas décadas para reencontrarse con la tradición de la literatura clásica rusa, desde una escritura nueva. En esa contienda, Mijaíl Kuráyev no fue el primero de los soldados, ni ha sido el oficial más condecorado. No se lo vio calar la bayoneta, ni se lo ha visto pontificando desde los montículos que alumbran los focos de la prensa. Con todo, su obra constituye, sin lugar a dudas, el más sofisticado artefacto literario que ha producido la literatura postsoviética, en tanto literatura rusa. Es decir, en tanto sujeta a las venas más genuinas de esa tradición.

En 1987 cierto Mijaíl Kuráyev, un redactor y guionista empleado en los estudios cinematográficos de la entonces Leningrado, tenía algo que ofrecer. Muchos años antes había escrito un relato sobre uno de los tantos episodios sórdidos de la historia de la revolución rusa: el motín de Kronstadt, que fue aplastado a sangre y fuego, y borrado después de los libros de historia.

Kuráyev trabajó largos años sobre un texto que se movía entre el ensayo histórico y el ensayo literario, la literatura "fantástica" y la narrativa menos convencional. Hizo llegar el manuscrito a algunas revistas, todavía en tiempos soviéticos; todas lo rechazaron. Había lectores para ellas, ¡vaya si los había!, pero no editores capaces de correr el riesgo. No obstante, corrían tiempos distintos y las intensas páginas de El capitán Dikshtein fueron a parar a la redacción de Novi Mir, la atalaya máxima de la nueva literatura rusa, como lo fue antes durante el "deshielo" de Jruschov.

Tras unos meses sin obtener respuesta y aprovechando un viaje a la capital, Kuráyev se atrevió a visitar la redacción para inquirir por la suerte corrida por su manuscrito y, eso pensaba, retirarlo. Otras fueron las palabras que lo esperaban: "Hemos leído su texto. Lo vamos a publicar. Traiga más".

Novi Mir publicó El capitán Dikshtein en su número de septiembre de 1987. El capitán Dikshtein es el relato de un día en que un anciano sale de buena mañana a vender unas botellas vacías por unos pocos kopeks con los que comprar una botella de cerveza para agasajar a un sobrino de visita en la ciudad. La historia transcurre a principios de la década de los años sesenta, pero se retrotrae una y otra vez a los tiempos en que aquel pobre viejo se vio implicado en el motín antisoviético de Kronstadt y enseguida descubrimos que nuestro Dikshtein no es en realidad un "genuino" Dikshtein sino un impostor: un marinero que para esquivar una certera ejecución ante el paredón de fusilamiento se hace pasar por cierto capitán Dikshtein al que conoció fugazmente y vive el resto de su vida oculto bajo esa falsa identidad. El relato concluye abruptamente cuando de vuelta a casa, la cerveza ya comprada, el protagonista cae fulminado por un infarto y se descuelga de la historia con su identidad falsa como una figurita más de la anomia soviética.

La lectura de El capitán Dikshtein sobrecogió a los lectores. ¡No sabían lo que venía después! El imperativo "traiga más" que el redactor jefe de Novi Mir lanzó a aquel Kuráyev que entraba a la literatura rusa con una fuerza tan inédita, como inéditos habían permanecido hasta entonces sus afanes con las letras, tuvo segundo premio, y tercero, y más: Ronda nocturna; Petia camino al reino de los cielos; El cerco

Ronda nocturna está armada sobre el monólogo de un exagente de los servicios de la Seguridad del Estado, un hombre sencillo que narra con pueril naturalidad sus actividades durante los años más duros de la represión estalinista. Si el sabor de una magdalena recordó su infancia al narrador de En busca del tiempo perdido, al protagonista de Ronda nocturna es una noche blanca de Leningrado la que le trae a la memoria cuán óptima era esa claridad si se trataba de salir a detener a alguien para conducirlo a un interrogatorio que le regalara el billete al GULAG.

En Petia camino al reino de los cielos es el "tonto del pueblo", de uno instalado junto a un campo de concentración soviético, quien nos sirve de espejo en el que vislumbrar el horror del estalinismo.

En El cerco, Kuráyev se sirve de los diarios de una enfermera atrapada en el Leningrado cercado por el ejército alemán, para evocar su propia infancia, la de un niño que padeció el cerco y escapó de él y con ello de la muerte y el canibalismo.

Los raros, tan raros

El acierto de la obra de Mijáil Kuráyev y el secreto de la impronta que ha dejado en la literatura rusa postsoviética proviene de un atrevimiento mayúsculo: narrar la historia desde la perspectiva de lo minúsculo. La historia grande, la historia oficial, la historia que pesa sobre nosotros ha querido verla desde la mirada del hombre pequeño, el freak, el inquilino de los márgenes.

Sus personajes se asoman a la historia desde los bordes. La padecen sujetos a esquinas que son también límites. Se agarran de los bordes del tiempo, clavan las uñas en ellos, se izan con músculos adiestrados en los viejos gimnasios del Komsomol o las ignominiosas pruebas del GULAG y, ¡hurra!, enseñan sus rostros, los de quienes no parecían tenerlos, porque no habían encontrado asiento en la Historia con inicial mayúscula, la historia narrada.

Mijaíl Kuráyev sacó a pasear por el paisaje de la literatura postsoviética al hombre sin historia. Con ello consiguió, a una, enfrentarnos con la fragilidad de los grandes relatos y entroncar con la tradición de la literatura rusa clásica. Gógol, sobre todo. Antón Chéjov también. Es el primer escritor de la literatura rusa contemporánea que nos permite trazar una línea de lectura, de afectos, de estilo, que une al presente con el pasado en una dimensión eterna de la literatura escrita en lengua rusa. No creo que exista mejor recurso para convertirse en un clásico vivo.

El San Petersburgo de hoy, otrora (también) San Petersburgo, otrora Petrogrado, otrora Leningrado, es, para la cultura rusa, la cuna de una idea y una práctica de la relación del hombre con el saber y la cultura que dio paso al surgimiento de la inteligentsia. Mijaíl Kuráyev —quien prefiere llamar Петроград (Petrogrado) a su ciudad, en detrimento del occidentalizante San Petersburgo o el sovietizante Leningrado— ha conseguido traer al siglo XXI el milagro fundacional de la literatura rusa: la grandeza sin estridencias, la monumentalidad sin alardes, la vindicación del hombre sin historia que se ve entrampado de repente, ay, entre los engranajes de esa máquina de moler destinos que llamamos Historia.

No encontraremos su apellido en la nómina de las estrellas de la literatura rusa de hoy: Pelevin, Tolstaya, Sorokin, Petrushévskaya, Shíshkin, Ulítskaya, Prilepin… Grandes todos, en grandeza que cabría jerarquizar en variables estaturas como las de las muñecas rusas y no es este el lugar para hacerlo. La literatura rusa que se escribe hoy es una delicia tintada de beige y rojo.

Kuráyev, cuyo último libro, La conjura de los lapones, leí hace dos semanas y todavía me marea, es raro tres veces y acaso una más que acabaré descubriendo. Por apartarse del mainstream a sabiendas, por no caber donde todos caben y por ocuparse de quienes más raros fueron. Por hacer del poscomunismo una página donde caben la tradición y el futuro. No el poscomunismo como futuro, que eso sería mero presente. El poscomunismo como aventura literaria.

¿Un raro de agosto? Les regalo el más raro de los clásicos para colmar año entero: Mijaíl Kuráyev. ¿Más suerte? El que viene no es bisiesto.

 


Este texto se basa en "Mijaíl Kuráyev y la literatura del hombre sin historia", publicado antes en la edición impresa de la revista mexicana La Tempestad.

Jorge Ferrer ha traducido a Mijaíl Kuráyev para la Editorial Acantilado, de Barcelona.

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