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Opinión

Cuando éramos felices y no lo sabíamos

Los años ochenta en Cuba, ¿eran buenos tiempos o solo pasaron a ser buenos porque lo que se esperaba, nunca vino?

La Habana

La frase del título, dicha por el personaje interpretado por Jorge Perugorría en una escena de su filme Se vende, se refería a los años ochenta en Cuba.

Sí, no hay duda de que ciertos aspectos de la felicidad se pasan por alto… hasta que vienen tiempos peores. Pero, ¿esto significa que los anteriores eran buenos tiempos? ¿O solo pasaron a ser buenos porque lo que se esperaba, nunca vino?

La felicidad, esa sensación de plenitud, que no tiene por qué estar supeditaba al bienestar material y tampoco tiene por qué condenarlo, ¿no debería hacerse notar por sí sola?

¿Era yo feliz en los años ochenta?

Recuerdo que el paradero de Alamar era vanguardia nacional y las guaguas pasaban cada diez minutos. Recuerdo que el supermercado de la Zona 6, ahora abandonado y churroso, era un complejo de comercios que incluía una pizzería donde había pizzas "de verdad", a precios estatales, no como las actuales láminas de harina semicruda, con queso de quién sabe qué, amargo y viscoso.

Recuerdo el cine de Alamar funcionando, su hermoso, enorme lobby del que me sentía orgullosa antes de que un crítico de cine alertara sobre la urgencia de detener su deterioro. Recuerdo las manzanas búlgaras, jugosas, amarillas, el té negro que no he vuelto a tomar jamás tan fuerte y la ropa "con swing", que compraba a algunas mujeres rusas.

Pero recuerdo también la expectativa, la certeza de haberme montado en un tren que llegaría a lugares como los descritos por quienes tenían la suerte de ir a los países socialistas, a estudiar o como "cooperantes" en la producción y volvían a los dos años, repletos de deslumbrante pacotilla.

Recuerdo la marea de gente ante el hotel Perla de Cuba, un edificio destartalado en el que viví cuatro años de mi juventud, frente al que se organizaba la cola para comprar en el Mercado Centro. Porque después ya no había dónde adquirir en pesos cubanos aquellas deliciosas confituras y yogurt de sabor, y leche de búfala, y cake de helado… La gente aseguraba que aquello era el paraíso.  

Y me acuerdo, sí, del primer abril de la década, los gritos de "¡Pin pon fuera, abajo la gusanera!"…, el aire enrarecido, y el pánico. Para convencerme, porque a mis catorce años yo no quería irme, mi madre me aseguraba que Cuba se iba a quedar vacía.

Nunca llegué a entender después si los que nos quedamos (por elección o imposibilidad), éramos sobrevivientes de alguna guerra. Porque había casas abandonadas que la gente saqueaba antes de que le asignaran un nuevo dueño, porque en las calles se respiraba tristeza. Porque aquel éxodo (o desangramiento) me produjo un efecto de partición, no sé si a causa de que a mi padre, en Nueva York, un gracioso le aseguró por teléfono que mis hermanas y yo habíamos llegado con los "marielitos", y se volvió loco buscándonos hospedaje y hasta escuela.

Siempre digo que algo de mí se fue en 1980. Algo irrecuperable. Ya que se vio obligado a mutar y nunca más fue inocencia.

Una vez, estando sentada en los jardines de la Unión de Escritores y Artistas de Cuba (UNEAC), alguien dijo: "Este es el único país que ya pasó por el futuro". "¿Cómo?", preguntó otro. "Sí", respondió el primero, "el futuro de nosotros fue en los ochenta. Ahora estamos en el limbo".

Los cubanos tenemos el hábito de drenar la amargura con chistes. Y algunos, como este, son una síntesis contundente. Que lo que vino luego, el desplome de los años noventa fuera traumático, no basta para hacer bueno lo que era un espejismo.

La felicidad no debería ser un preludio, mucho menos un accidente. Si ignoramos que somos felices y necesitamos un naufragio para descubrirlo, significa que alguien nos mintió sobre la realidad, del futuro, o del presente.   

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