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COVID-19

Coronavirus, el redescubrimiento de la muerte

Las teorías de la conspiración aportan cierto consuelo y los optimistas creen que el sufrimiento es capaz de renovar el espíritu del hombre.

Málaga
Estatua de San Francisco, cubierto con una mascarilla en San Fiorano, Italia.
Estatua de San Francisco, cubierto con una mascarilla en San Fiorano, Italia. India Today.

En el mundo entero mucha gente cree que el Covid-19 es un producto de laboratorio. Unos piensan que lo inventó la CIA, el MI-6, el Mossad, el FSB, o el servicio secreto chino para usarlo como arma biológica. Otros creen que algún científico distraído cometió un error mientras manipulaba cepas de origen animal y que el nuevo virus es el producto casual de ese despiste. La difusión posterior se atribuye alternativamente a otra cadena de errores o a un perverso designio de probarlo a escala planetaria.

Las teorías de la conspiración aportan cierto consuelo. Si la causa de la epidemia es la acción humana, entonces hay culpables que pueden descubrirse y castigos ejemplares que deben aplicarse. La cárcel, la horca o el alfanje podrían zanjar el asunto y preservar a la sociedad de nuevos flagelos.

Pero si los culpables son un murciélago con el radar averiado y un pangolín de vuelta, entonces estamos inermes (o casi) ante la madrastra Naturaleza. Quedamos a merced de las mutaciones genéticas y del eventual contacto gastronómico que pueda producirse en algún lugar remoto del planeta entre un bicho exótico y un cromañón desaprensivo. Como dicen en el sur de España, "no somos naiden".  

Mortandad en países desarrollados

Italia, España, Francia y Bélgica son los países de Europa Occidental más afectados por la epidemia.  A finales de abril, las estadísticas oficiales registran más de 20.000 muertos en cada uno de los tres primeros y 7.000 en Bélgica, pero las cifras reales podrían ser muy superiores. Se calcula que en los hospicios y asilos han fallecido miles de ancianos que no figuran en las estadísticas y que murieron sin apenas recibir atención médica. Un estimado conservador para la región comprendida en el triángulo Roma-Bruselas-Madrid es de 100.000 difuntos.

Si en vez de usar valores absolutos las cifras se ordenan en proporción a la población de cada país, los resultados son aún más abrumadores. En número de muertos por millón de habitantes la clasificación sería:

Bélgica: 560
España: 550
Italia: 430
Francia: 340

En comparación, Suecia ronda los 200, Irlanda los 170 y EEUU los 150. Sin hablar de Chequia, que con 10,5 millones de habitantes solo ha perdido a 213 ciudadanos o de Taiwán, donde apenas han fallecido seis pacientes de coronavirus entre 24 millones de habitantes.

De modo que cuatro naciones europeas, que juntas albergan a menos del 3% de la población mundial, registran más del 50% de los fallecimientos del planeta, que en el momento de redactar estas líneas rozaban los 200.000.

¿Cómo ha sido posible una mortandad así durante una epidemia que se vio venir con semanas de antelación, en países desarrollados que cuentan con sistemas sanitarios que hasta hace poco parecían estar entre los mejores del mundo? 

Se citan varios factores posibles, sospechosos de haberse combinado para agravar la pandemia: poblaciones envejecidas, alta densidad demográfica, contaminación atmosférica, facilidad de desplazamientos, clima templado, mala alimentación (mala por excesiva) y, sobre todo, falta de previsión de las autoridades. A lo que cabría añadir el oportunismo político. Una vez desatada la crisis, todos los partidos tratan de arrimar el virus a su sardina y eso los lleva a reaccionar con atraso y precipitación.

¿Venganza de la Naturaleza?

Hay quienes piensan que la epidemia de coronavirus es la venganza de la Naturaleza oprimida y maltratada. Les emocionan las imágenes de jabalíes que pasean por las calles desiertas, playas inmaculadas donde los turistas ya no arrojan colillas ni vasos de plástico, ciudades donde al aire limpio de gases nocivos circula en pausados giros sobre las cabezas de la gente confinada en sus hogares.

Los ecologistas advierten: esto demuestra que sobran seres humanos y faltan espacios verdes. No sabemos muy bien cómo se miden esas proporciones ni cuál es la "capacidad de carga" de la Tierra. Pero la consigna tiene un no sé qué de inquietante, entre bíblico y holocáustico.

Sin embargo, se habla relativamente poco del cambio climático, que hasta febrero parecía que empujaba a la humanidad hacia el abismo de la contaminación y la sequía (o el diluvio) definitivos. Ya antes de la crisis las energías "limpias" eran el doble de costosas que las derivadas del petróleo, por no citar a la denostada energía nuclear.

Ahora, con el crudo a diez dólares/barril, apenas si se invoca a Greta y casi nadie se acuerda de los koalas australianos. El igualitarismo sí saca pecho, aunque curiosamente no parece aplicarse tanto a los ancianos. Todos somos iguales, pero algunos somos menos iguales que otros, diría Orwell.

En 1948, la Declaración Universal de Derechos Humanos proclamó: "Todos los seres humanos nacen libres e iguales en dignidad y derechos". La progresía ha ido relegando la dimensión de libertad y poco a poco ha suprimido el complemento de la dignidad y los derechos. Así, la fórmula onusiana ha quedado reducida a "todos los seres humanos son iguales". Y mientes que mira si otra dices cosa, como advertía el vizcaíno a Don Quijote.

Tendencia a procurar la continuidad

Los optimistas creen que el sufrimiento es capaz de renovar el espíritu del hombre. Coinciden en esto con algunos credos religiosos. Pero la historia sugiere lo contrario. Para no ir demasiado lejos, las crisis mayores del siglo XX —la epidemia de "gripe española", la gran depresión de 1929, las dos guerras mundiales— no causaron una regeneración a escala planetaria.

Sin duda provocaron cambios, aunque es plausible creer que muchas de las transformaciones hubieran acaecido igualmente sin la mediación de esos trágicos sucesos.

Uno de los rasgos esenciales de la humanidad es su tendencia a procurar la continuidad. Ortega hablaba del "derecho a la continuidad", como uno de los derechos humanos no codificados en la Declaración Universal. El derecho a preservar nuestra existencia, a seguir siendo quienes éramos, con luces y sombras. Hoy muchos aspiramos a recuperar la vida que teníamos antes de la epidemia, aunque sospechamos que en esta nueva etapa todo será un poco peor. Los profetas del apocalipsis y los empresarios de la palingenesia suelen acarrear al hombre desgracias mucho más graves que los virus y las bacterias.

Redescubrimiento de la muerte

Quizá el cambio más notable en la pospandemia será el redescubrimiento de la muerte.  

Durante casi toda la historia, la muerte formó parte de la vida; era un fenómeno habitual: las familias perdían a la mitad de sus hijos antes de que estos hubieran alcanzado los diez años de edad; las epidemias, desde la viruela hasta el cólera, mataban periódicamente a una parte considerable de la población; las hambrunas causaban estragos, incluso en los países más ricos; las guerras eran muy frecuentes y muy mortíferas —en los combates solía haber más muertos que heridos—. Pero las últimas tres o cuatro generaciones habían dejado de convivir con hechos similares.

Las mejoras en materia de alimentación y sanidad, las vacunas y los antibióticos, los avances de la tecnología médica y, sobre todo, el largo periodo de paz y prosperidad que ha conocido el mundo occidental en los últimos 70 años han ido alejando a la muerte, relegándola a la condición de accidente esporádico que llega a cuentagotas y, sobre todo, reduciéndola a un fenómeno individual que, salvo raras excepciones, diezma casi exclusivamente a una franja marginal de la población, los ancianos.  

Por eso durante esta pandemia se insiste tanto en los aspectos "positivos" —estrategias sanitarias, hospitales instantáneos, heroísmo del personal médico, etc.— y se presta relativamente poca atención al número de fallecimientos. Los muertos se convierten en un dato molesto que es mejor ocultar y su presencia se difumina entre el clamor de los aplausos en los balcones y la retórica panglossiana e interminable de los mandantes de turno. Pero la muerte ha vuelto y la cifra es inocultable y escalofriante: en algo más de un mes han fallecido 100.000 personas en un pedazo de Europa Occidental, 200.000 en el mundo entero. Pocas batallas de las últimas guerras produjeron tal escabechina en tan poco tiempo.

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