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Cine

Sara Gómez/ Agnès Varda: 50 años de un encuentro

En los años 60 del pasado siglo, dos mujeres, dos cineastas de culturas distintas, se encontraron para influenciarse y generar obras de interés mundial.

La Habana

Agnès de Sete

Pasar de la fotografía al cine fue un paso cómodo para la belga Agnès Varda, cuyas fotos hicieron la publicidad del Teatro Nacional de París, allá por los años 40 y 50 del siglo XX, bajo la dirección de Jean Vilar, fundador, como sabemos, del Festival de Avignon, cuya merecida fama se mantiene hoy. Las fotos Varda de Gerard Philipe eran disputadas. Durante diez años, la futura cineasta aprendió, al lado de Vilar, que se "consigue mucho trabajando bien para los demás". Y también aprendió humildad: no se trataba de creación, sino de recreación: "Mi papel era el de reconstruir el estilo de Vilar, su sentido monumental de la colocación en el espacio, tan importante, como su dirección de actores. Así, en vez de retratar a los actores durante los ensayos, pedía para cada espectáculo dos horas de trabajo para la fotografía".

Cuando llega a Cuba, en 1963, ya Varda había realizado Cleo de 5 a 7, todo un éxito comercial, considerado hoy un clásico del cine mundial, no solo del movimiento de La Nueva Ola, del cual Varda es una adelantada en cinco años, al rodar en Sete La Pointe Courte (La Punta Corta), corto de ficción-documental, cámara en mano, luz natural, actores improvisados junto a profesionales, bajo presupuesto y el consabido guión sobre la frustración de la pareja, que va a mantener en filmes posteriores, como La Felicidad.

Filmar el proceso revolucionario cubano, en 1963, significaba para Agnès recuperar su energía, sus esperanzas: llevaba siete años esperando dirigir su segundo largometraje, "un oeste mental", y se cuestionaba nociones sobre la cultura, cómo el arte actúa sobre la sensibilidad de las personas: "se vuelve su segunda naturaleza —decía—, y al hacerlo pierden el sentido de la realidad, esa cultura será su vida soñada".

Partidaria de hacer un "cine comprometido, donde sea posible y merezca la pena hacerlo", la francesa llegaba con la intención de "contar la historia de una familia durante la revolución. Una familia pacifista y apolítica. La madre tendría un miedo crónico a las bombas. Sería una madre sin coraje, con deseos de canastillas, de cocina y de marido que vuelva al atardecer".

En cambio, filmaría Salut les cubains (Saludos, cubanos; 1963), documental en blanco y negro, de 30 minutos de duración, utilizando 1800 de las más de 4000 fotos tomadas y que luego seguirá utilizando en su obra posterior (exposiciones, instalaciones, documentales).

Su asistente de dirección, la cubana Sara Gómez, una jovencita de 21 años, designada por el Instituto Cubano del Arte y la Industria Cinematográficos (ICAIC), dado su conocimiento del idioma francés, apenas llevaba dos años trabajando allí, bajo la dirección del cineasta Octavio Cortázar, para quien había realizado cuatro notas para la Enciclopedia Popular, cuatro cortos de 6 a l0 minutos de duración, con un carácter histórico-cultura.

Así, se produce un encuentro altamente provechoso para ambas creadoras y para la cinematografía, en sentido general. Sara, la miliciana, aprende con rapidez no solo las técnicas del cine verdad, sino que, de la aguda observación de la realidad social que practica Agnès, aprende a mirar. Descubre realidades ocultas tras los tabúes de su educación pequeñoburguesa. Pese a ser muy diferentes en carácter y situación social, las dos sienten la necesidad de estar de acuerdo con ellas mismas, corriendo el riesgo de vivir los conocidos acontecimientos femeninos —amor, matrimonio, maternidad— de forma no convencional.

Si la francesa odia la guerra, y piensa "que los tiempos de revolución no están hechos para las mujeres (...), aunque a veces las mujeres tienen que pisotear sus aspiraciones profundas para ayudar a conquistar un mundo donde sea posible la felicidad más elemental", la cubana se entrena para el combate con las armas en sus manos de miliciana, y utiliza también "el cine como arma".

Porque para ambas de eso se trataba en los 60: fundar un mundo, deshacer tradiciones, romper con tabúes religiosos, culturales, conocer de las apariencias que contradicen la verdad.

Varda atrapará la imagen de Sara en Salut les cubains, bailando, de uniforme, con sus compañeros de equipo de rodaje. Y si Agnès esta hechizada con la gente, con el pueblo que quiere cambiar la realidad, la sociedad de raíz, Sara aprende de los entrevistados, y siente su profesión como un reto, un privilegio: "Para muchos de nosotros la vocación de cineastas nos nació con la de revolucionarios y ambos oficios han llegado a constituirse como inseparables (...) el cine, para nosotros, será inevitablemente parcial, estará determinado por una toma de conciencia (...) frente a la necesidad de descolonizarnos política e ideológicamente y de romper con los valores tradicionales, ya sean económicos, éticos o estéticos (...) Tenemos un público tan vasto que va desde dirigentes y obreros de las áreas urbanas hasta campesinos de las regiones serranas; y entre ellos una masa de niños y adolescentes con un criterio que se amplía con el creciente desarrollo de los planes de educación integral. Por ellos y para ellos habrá que hacer un cine sin concesiones, que toque la raíz de sus intereses, un cine capaz de expresarlos en sus contradicciones y que tenga como objetivo ayudar a hacer de todos nosotros hombres y mujeres capaces de plantearse la vida como un eterno conflicto con el medio en que solo lo humano deba vencer. ¿Será demasiado ambicioso? ¿Podremos lograrlo? Ese debe ser el propósito".

En los inicios…

Sara Gómez inicia su carrera de documentalista en 1964, con el cortometraje Iré a Santiago, de l5 minutos. Le sigue Excursión a Vuelta Abajo (1965); y luego realiza en 1966 su logrado documental autobiográfico Guanabacoa, crónica de mi familia, donde en 13 minutos confronta con sinceridad el medio y la sociedad en que nació y creció, clase alta de la burguesía negra de la Isla. Aquí rompe Gómez con muchas creencias, mitos y miedos. Sencillamente reniega de los fundamentos de esta educación para la vida que ha recibido, plagada de prejuicios. Cuando decimos clase alta de la burguesía negra, estamos diciendo negros cuyo patrón de conducta y aspiraciones era el de los blancos. Sara era una negrita fina, una afrancesada, una chica criada como blanca, aunque parezca paradójico, en una sociedad muy racista.

Dieciocho documentales realizó en total antes de iniciarse en el cine de ficción con su primer y único largometraje, De cierta manera. Entre esos documentales destacan los que realizó en Isla de Pinos en los años 68-69: En la otra isla; Una isla para Miguel, e Isla del tesoro, tríada con la que Sara se enfrenta de manera crítica a la realidad de miseria y marginación que prevalece en el país, una década después de haber triunfado la revolución de los obreros y campesinos.

Asistente de dirección de Tomás Gutiérrez Alea en Cumbite (1964), obra filmada en Camagüey, en una comunidad de haitianos, y de Jorge Fraga en El robo (1965), en el ínterin Sara es madre, cocinera, fotógrafa: cría tres hijos sin dejar de trabajar.

Cómo lo hace

Lo fundamental de la cinematografía de Sarah Gómez es el ritmo, un ritmo dinámico, percutiente casi, donde el relato fluye hacia delante, se aligera y libera de manera directa, franca, sin arabescos ni barroquismos. Ante entrevistados hieráticos, de mutismo imposible (Una isla para Miguel), Sara logra revelar en un gesto o una mirada sagazmente captada por la cámara, esencias que no pueden expresar las palabras. Así, lo mágico cinematográfico se da en la expresión maravillosa e inesperada de un rostro, de una mirada verdadera. Y si el ritmo es el principio organizador de su obra, hay otro elemento, al que pudiéramos llamar instinto de realidad, que le permite unificar el desorden, el caos de lo espontáneo.

De manos de Agnès Varda, le llega a Sara la nueva estética, la estética de la casualidad, de la libertad y de la improvisación: el encuentro de Sara Gómez con la directora francesa es fulminante, en este sentido. Así veremos, en De cierta manera, la improvisación de los diálogos, la utilización de los propios vecinos del Reparto Miraflores, antes convivientes del insalubre barrio de Las Yaguas, como actores aficionados, expresando a cámara sus problemas, sus preocupaciones, su vida, en fin.

Aquí se escuchan en la pantalla todas las interjecciones posibles del habla cotidiana del hombre y la mujer comunes, palabras y charlas no exentas de poesía casual. Vemos como se conforman las relaciones en una comunidad, como nacen pensamientos y sentimientos. Ella trabaja su primera película de ficción con evidente carga o manipulación del género documental, al igual que la francesa hiciera en su primer cortometraje, La punta corta, con pescadores como actores, con la narración de la vida de la aldea en contrapunto a la tragedia que vive la pareja en crisis.

Mezcla de ficción y documental, en De cierta manera asistimos como espectadores a la vida de una comunidad marginal en la periferia de la ciudad. Sin estos elementos documentales, el filme no hubiera superado los límites de un fracaso amoroso, historia trivial. Pero como va de lo pequeño a lo grande, su cámara nos muestra la vida del país en esos años de épica revolucionaria. Este es un filme que no envejece, que, lamentablemente, aún se mantiene vigente, porque esas condiciones de marginalidad, de pobreza y de machismo conforman hoy el imaginario cotidiano de los cubanos.

'La esperanza se ha ido'

En 2005, muchos años después de haber realizado Saludos, cubanos (1963), Agnès Varda declaraba, durante una exposición de sus fotos e instalaciones en México: "Now everything is broken; hope is gone. Salut les cubains shows how history moves and changes". ("Ahora todo se ha roto; la esperanza se ha ido. Saludos, cubanos muestra cómo la historia se mueve y cambia").

Inteligencia, humor, auténticas lecciones sobre el arte de mirar son características de su cine, que tiene en Los cosechadores y la cosechadora (2000-2002) su más cabal expresión. La feracidad de las sugerencias visuales vardianas que familiarizan con la muerte van ¡apostando por la vida!

Recordemos su Ulyses, joya del cortometraje documental, donde de manera tan natural, expone a la vera del agua, a ese hombre desnudo junto al niño y la cabra muerta. El agua, ya sea laguna, río o mar, es una invariante de su hacer. Desde su aldea de pescadores en La Punta Corta, no dejará de asomarnos a las islas. Ella procede por estructurar los elementos dispersos y da al movimiento, rápido e irregular, de su cámara en mano, emblemático estilo del cinème veurtè, alta significación expresiva. Filma a las personas en el medio en que viven. Al contrario de la cubana, Varda ofrece una extraordinaria impresión de serenidad, lo cual constituye una de las paradojas de su obra, que la llevará a escenarios como China, Vietnam, Irán; a darnos a conocer el movimiento de los Panteras Negras en Estados Unidos o lo sucedido en Mayo 68, en las barricadas parisinas de artistas, estudiantes e intelectuales, "porque un mundo mejor es posible".

La arrolladora fuerza dramática de las imágenes de Agnès Varda expone la realidad de los hechos, desde un enunciado poético, filosófico, donde muchas veces la apariencia contradice la verdad. Cronista cien por ciento, talentosa e inconforme rechaza "las bellas imágenes culturales", los clichés en que han encerrado a esa mitad de la humanidad que son las mujeres, "como esas mujeres de las películas de Bergman o Antonioni".

Y si la francesa es optimista y luchadora, la cubana Sara Gómez es mordaz, ácida, hipercrítica con su realidad, una realidad que quiere cambiar a como dé lugar. La angustia de lo difícil que es cambiar, para algunos, la atormenta (véase el conflicto entre la maestra Yolanda y el obrero Mario en De cierta manera). En su tríada documental sobre Isla de Pinos, y también en su largometraje, están presentes su afán de comprender, de escuchar al otro, pero también la angustia de que jóvenes como los que llegan por oleadas a la Isla de Pinos, hoy llamada Isla de la Juventud, no entiendan que existen oportunidades para el cambio de vida, para estudiar y prepararse, generadas por la revolución. Y si la francesa llora al contemplar a las cargadoras chinas en el puerto de Chung-kin, mujeres embarazadas realizando un trabajo de esclavas, más allá de sus fuerzas físicas, la cubana pide un fusil para combatir tabúes religiosos y culturales del tiempo de la colonia y aún vivos en la mente de sus conciudadanos.

Lo que desencadena el proceso creativo en la francesa es un ambiente, un paisaje. "Si se abriera a la gente —dice— encontraríamos dentro de ellos, paisajes." Trabaja con la naturaleza, las cosas que la rodean, las personas que están ligadas a algo, que tienen los pies "en la tierra de su formación y sus recuerdos". Al ir de lo sicológico a lo social, Varda crea un efecto de distanciamiento, muy a lo Brecht, al perturbar al espectador cuando comienza a aceptar la ficción, para que se vea obligado a formarse una opinión sobre lo que está viendo, a no identificarse con los protagonistas. Y analizar, a su vez, la crónica de la aldea (en el caso de La punta corta).

Mitad reportaje, mitad ficción, este filme que anticiparía en cinco años el movimiento cinematográfico conocido como La Nueva Ola, costó siete millones de francos, dos de ellos de una herencia de la cineasta, los otros cinco reunidos pidiendo a las amistades. El equipo de rodaje lo conformaron siete personas, amigos que no cobraron un centavo, trabajando trece horas diarias, bajo el sol de un verano abrasador, durante diez semanas. Con excepción de los actores que interpretaban a la pareja en crisis, Philippe Noiret y Silvia Monfort, el resto de los personajes eran interpretados por los pescadores del lugar, a quienes, por sus labores de ganarse el pan de cada día, hacía difícil reunir, por lo que filmar la misma escena requería hasta cinco veces en tomas que podían durar dos días. Al finalizar, Varda tenía diez mil metros de película para editar. Alain Resnais fue su editor, a la vez que su maestro en el arte del montaje. Ningún distribuidor quiso hacerse cargo de esta obra, que sin embargo tuvo calurosa acogida por la prensa y éxito total, a sala llena, ante un público especializado.

Aún no envejecen

Esa larga onda insatisfecha en la pregunta viva de cada generación está presente en las obras de Agnès Varda y Sara Gómez, aliento genuino en ambas cinematografías, generador de la más especial coincidencia, una de las más extrañas detenciones creativas en que se han planteado distantes equilibrios. Dual fenómeno poético-visual donde vemos la devoción por lo popular, raíz nutricia en ambas cineastas. A la vuelta de esta dual rebusca son muchas las semejanzas recíprocas, inversas. La oportunidad temporal se quiebra con la muerte de Sara, temprano, en pleno ascenso, dejándonos más de una promesa trunca. La francesa, que ya cumple 85 años, exhibe una extensa, sostenida, intachable obra, donde prima el documental. Rejuvenecida en cada fotograma, sutiliza y manda con su amor por la naturaleza, lo instintivo del mirar. Estupendas máquinas de arte las dos, mito absorbente, pertrechado, Sara; y culto de delicias exclusivas, de cámara secreta, anhelo de intimidad, mirona inclasificable, Agnès.

Orgánicas, resueltas aliadas, se constituyen en todo un manifiesto artístico y político que signa el pasado siglo; amanecer de un orbe expresivo aún por estudiar en su unidad de vencidas complicaciones en la experiencia temporal que les corresponde.

 

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